Inicio / Mafia / Omertà: El Legado De Los Moretti / EL ÚLTIMO SUSPIRO DE ARTURO ROSSI
EL ÚLTIMO SUSPIRO DE ARTURO ROSSI

Alma se despertó pasada la una de la tarde, envuelta en un calor sofocante que parecía emanar desde su propio cuerpo y alma.

De repente se sentó de golpe al sentir una náusea creciente, se llevó la mano al estómago y corrió al baño tambaleándose, donde terminó inclinada sobre la taza, vomitando el vacío amargo que le subía por la garganta.

Las arcadas eran espesas, dolorosas, como si su cuerpo intentara expulsar algo más que solo malestar físico.

Fue entonces, al alzar ligeramente la vista hacia el espejo empañado, que vio la herida en su sien y, de golpe, lo recordó todo, el accidente, el choque, la figura de Valentín, y el frío del mesón donde despertó.

regresó a la habitación tambaleante y tomó su teléfono. Tenía 23 llamadas perdidas de Gustavo, de su abogado, de Isabela, de números desconocidos. Unas 15 notificaciones de mensajes de voz.

Algo no estaba bien.

El corazón le dio un vuelco, el presentimiento le comprimió el pecho, como si supiera, antes de saber, que algo había sucedido. Apenas pudo marcar de vuelta a Gustavo.

—¡Por fin contestas! —dijo la voz de él, tensa, al otro lado.

—¿Qué pasa? ¿Por qué tantas llamadas? —preguntó Alma, con voz rasposa, sujetando el teléfono con ambas manos.

Hubo una pausa que se alargó más de lo soportable para ella.

—No sé cómo decirte esto... —la voz de Gustavo titubeó, cargada de una tensión que nunca antes había oído en él—. Alma, tu padre falleció esta mañana.

El silencio cayó.

Por un momento, sintió que el mundo se paralizaba, como si el tiempo se arrugara en torno a esas palabras.

El zumbido del exterior, el tic del reloj en la pared, todo cesó, solo su respiración temblorosa permanecía, como una hoja a punto de rasgarse.

Parpadeó varias veces, tratando de entender si había oído bien, si acaso era una pesadilla. El teléfono pesaba en su mano como si fuera un ladrillo, un sollozo seco se le escapó, brotando desde lo más hondo de su pecho, sin lágrimas, sin aire.

—No, no, te exijo que no digas eso, no juegues así conmigo. ¡No puedes estar hablando en serio!

—No estoy jugando. Te llamé, Alma, varias veces. Incluso toqué la puerta, esperé... Nunca despertaste, ni siquiera sabía si estabas en la habitación. Decidí que lo mejor era traerlo al hospital. Solo acompañé a Isabela ella no sabía qué hacer. Estamos aquí.

Su teléfono cayó al piso con un golpe seco, rebotando una vez antes de quedar inmóvil sobre el suelo de mármol helado. Sus manos temblorosas buscaron apoyo, pero solo encontraron vacío.

El sonido del teléfono aún resonaba en su cabeza como un eco de lo irreal, a su alrededor, el silencio se llenó de un zumbido agudo, y su respiración se volvió entrecortada.

El mundo parecía inclinarse, y ella se dejó caer aún más, abrazando el suelo con desesperación, como si este pudiera devolverle la realidad que acababa de perder. Un grito ahogado se le escapó del pecho, mientras las lágrimas brotaban sin permiso.

Entonces tuvo un recuerdo.

Su padre en el día de su boda, tomándola de la mano, diciéndole al oído, "Hoy entrego lo más sagrado para mí. Cuídate siempre mi amor."

...

Afuera, el chofer la esperaba en el Rolls Royce negro.

—Mi sentido pésame, señorita Alma —dijo con respeto, bajando la mirada.

Ella asintió, sin responder.

Fue en silencio, con la vista perdida, sintiendo el vacío crecerle dentro.

El hospital tenía ese olor a desinfectante que todo lo vuelve más frío.

El aire era seco, cargado de una limpieza artificial que se metía por la nariz como alcohol puro.

Cruzó los pasillos hasta llegar a la sala de la morgue.

Allí estaban Gustavo e Isabela.

Ambos la miraron al llegar, con expresiones tensas y ambiguas.

Las emociones en sus rostros eran difíciles de leer, como si llevaran puestas máscaras cuidadosamente calculadas.

Isabela, a diferencia de otras veces, no lloraba. Tenía el rostro pálido, los ojos vidriosos, pero su postura era firme, contenida, casi artificial. Parecía más nerviosa que dolida.

Isabela dio unos pasos hacia Alma, con movimientos contenidos, y la abrazó de forma mecánica, como si lo hiciera por compromiso.

Su susurro fue casi una excusa:

—No sabes cómo lo siento, Alma...

Pero Alma, rígida como una estatua, apenas respondió al contacto.

Un escalofrío le recorrió la columna.

El cuerpo de Isabela estaba frío, sus dedos temblaban, pero no por tristeza, sino por tensión. Alma se soltó con frialdad, bajando los brazos con firmeza y esquivando su mirada con un gesto gélido.

—No me abraces como si te importara —dijo con voz contenida pero venenosa—. Si tanto te importaba, habrías estado lejos de mi padre desde el primer día.

Isabela se tensó, la boca se le contrajo en una mueca seca de inmediato.

—No es momento para esto, Alma...

—¡Para mí lo es! —la interrumpió, bajando la voz, pero con los ojos encendidos.

Isabela apretó los labios, y retrocedió con el orgullo herido, sin atreverse a decir lo que realmente pensaba. Pero sus ojos la siguieron con odio silencioso, como si ese duelo hubiera sellado una declaración de guerra.

—¿Dónde está mi papá? —preguntó con la voz desgarrada.

Le abrieron paso.

Entró y vio el cuerpo en la camilla, cubierto con una sábana blanca. Descubrió el rostro y de inmediato al verlo cayó de rodillas.

—No, no... ¡Papá! ¡Por qué me dejaste justo ahora! ¡Papá, no! —gritó con una voz que desgarraba la sala.

Lo acarició, lo abrazó, sus lágrimas empapaban su pecho desnudo. Parecía que le hablaba a un sueño, que imploraba que despertara de una pesadilla.

En ese instante entró el doctor. Alma lo miró con rabia, con la desesperación propia de quien se rehúsa a aceptar la realidad.

—¿Qué pasó? ¿Cómo fue?

—Un infarto fulminante, señorita. Algo repentino, ya redactamos el acta de defunción, no hubo nada que hacer.

—¡Mi padre no tenía problemas del corazón! ¡Siempre se cuidó, se chequeaba cada mes!

—Lo siento, señorita, podría dar muchas explicaciones, pero un infarto no necesita que se tengan problemas a menudo del corazón.

El doctor le entregó el documento. Alma lo leyó con manos temblorosas.

Hora de muerte: 10:21 a. m. Eso rápidamente la hizo pensar.

Tomó el acta entre sus manos, sintió cómo la sangre le hervía. Se incorporó con furia, atravesó el pasillo como una ráfaga y se plantó frente a Gustavo con los ojos encendidos de rabia.

—¡Cuatro horas, Gustavo! ¡CUATRO! —espetó con la voz rota y temblorosa—. Mi papá lleva muerto desde las diez de la mañana y tú fuiste incapaz de tumbar esa maldita puerta para avisarme. ¡¿Cómo pudiste ignorar eso?!

Gustavo quedó rígido. Intentó hablar, pero sus labios se sellaron.

—Yo sé que algo no está bien —continuó Alma, sin dejar de mirarlo a los ojos—. Esto huele a mentira... y tú... tú estás en el centro de todo esto.

Isabela, que estaba a su lado, se tensó.

Su rostro se tornó rígido, y sus ojos brillaron por un segundo con una mezcla de miedo y molestia.

Se miraron entre ellos, nerviosos, como si aquellas palabras hubieran desatado una verdad que preferían seguir enterrando.

—¡Tú tienes la culpa! —gritó Alma, con una furia que brotaba desde lo más profundo de su alma, desbordada por el dolor y la traición.

Por un instante, un flash de memoria la atravesó, recordó una noche, meses atrás, cuando encontró a Isabela besando a su padre en la terraza, ambos riendo como adolescentes, ignorando completamente la mirada incrédula de Alma desde el pasillo.

Esa imagen, grabada a fuego en su mente, ahora ardía con un nuevo significado.

—Tal vez no con tus manos —continuó con voz temblorosa pero firme—, pero tú lo envenenaste con tus mentiras, con tu presencia. ¡Nunca debiste estar en su vida! ¡Jamás debí permitir que entraras en su mundo! ¡No debí confiar en ti!

Isabela quedó en shock, con los labios entreabiertos, balbuceando palabras que no lograban tomar forma.

Levantó una mano temblorosa, como si buscara una redención imposible. Pero antes de que pudiera articular palabra, Gustavo se adelantó e intentó acercarse con paso rápido a Alma, con los brazos extendidos, queriendo rodearla y llevarla a un rincón más privado.

Alma, sin embargo, retrocedió con violencia, encendida de furia, rechazando todo contacto como si quemara.

La tensión se volvió insoportable para ella.

—¡No me toques! ¡No quiero nada de ti!

Estaba empapada en dolor, y cada palabra le salía como una cuchilla.

"Tú Isabela te encargaste de enterrarlo en vida. Y ahora que está muerto, solo te queda limpiarte las manos... pero si crees que esto termina aquí, estás muy equivocada. Yo voy a descubrir qué pasó. Y si están metidos, los haré pagar. A los dos.”

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP