El motor de la primera camioneta vibraba como un animal contenido, y en el interior se sentía la mezcla de sudor, ansiedad y humo de tabaco. Los hombres y mujeres se miraban entre sí, en silencio, sabiendo que lo que tenían enfrente podía ser su último trayecto.
Valentín iba en la cabina delantera, con el cigarro apagado entre los dedos.
El rostro estaba más delgado, los ojos más hondos.
Miró a Enzo y, sin apartar la vista del camino, murmuró.
—Si algo me pasa, te pido que te hagas cargo de Arturito. No hay nadie más en quien confíe.
Enzo apretó la mandíbula, con el brazo aún vendado, y respondió.
—Hermano, si hoy me muero, que sea porque no hubo otra. Estar con ustedes, desde las risas con Arturo Rossi hasta este infierno, ha sido un honor.
Isabela, desde atrás, apretó el radio en sus manos y agregó con un dejo de dureza.
—No es momento de despedidas. Es momento de llegar vivos. Pero… si esto se acaba aquí, que sepan que no me arrepiento de nada.
El silencio volvió a la cabina, roto