EL BRINDIS DEL FRACASO

Entre sus dedos, el sobre manila contenía los papeles de divorcio.

No firmados por su esposo, claro está. Él no había asistido.

"No tengo tiempo para firmar idioteces", le había dicho en un mensaje de voz horas antes.

El abogado solo asintió en silencio mientras ella estrellaba su firma contra la hoja.

Nadie se atrevía a interrumpir a la hija de Arturo Rossi cuando sus ojos ardían como carbón encendido.

—¿Desea conservar el apellido, señorita Alma? —preguntó el abogado, con una mueca diplomática que apenas ocultaba la incomodidad de estar presente en ese campo minado emocional.

Ella giró lentamente la mirada hacia él y sonrió con frialdad.

—Ni su apellido, ni nada de él, que se lo quede todo si desea.

El abogado bajó la mirada y asintió.

—¿Debo anotar algún motivo oficial para justificar la solicitud? —añadió, sin levantar la vista.

Alma guardó silencio, su mandíbula se tensó, no era una sola razón.

Desde hacía tiempo, los silencios pesaban más que las palabras.

Las noches en la cama eran frías, no por falta de contacto, sino por ausencia de sueños compartidos.

Alma quería una familia. Quería hijos.

Pero Gustavo... Gustavo tenía otros planes.

—Un hijo te va a distraer de mí. Y yo no comparto lo que es mío, Alma —le dijo una vez, con una sonrisa cruel, mientras la rodeaba por la cintura.

Ella se quedó helada.

—¿Ni con un hijo?

—Menos con un hijo. Este mundo no está hecho para inocentes. Y tú ya eres suficiente debilidad para mí.

Esa noche, Alma no durmió.

Desde entonces, supo que amaba a un hombre que jamás le daría la vida que anhelaba.

Un hombre que no quería crecer con ella, solo poseerla.

Y entonces, como un rayo desgarrando la calma, su mente regresó dos noches atrás...

Había buscado a Gustavo por toda la ciudad.

No estaba en las oficinas, ni en casa, ni con sus amigos cercanos.

Pero había un lugar más, el galpón.

Una nave industrial donde él almacenaba vehículos, barcos y mercancías importadas. Donde, según él, nadie más entraba sin autorización.

Llegó hasta allí con el corazón agitado preocupada por encontrarlo. Encontró la puerta principal cerrada, pero la trasera estaba entreabierta. Entró, los tacones iban resonando entre el eco del silencio.

Avanzó por los pasillos del galpón hasta llegar a una pequeña habitación.

Empujó la puerta... y el horror la envolvió.

Un hombre estaba amarrado a una silla, ensangrentado, con un saco de tela cubriéndole la cabeza.

Se escuchaban sus jadeos, como si el aire le faltara.

Alma se acercó con pasos torpes y temblorosos, y le quitó el saco.

El rostro del hombre era una masa hinchada y ensangrentada.

—Por favor... ayúdame... me quieren matar... —balbuceó, mirándola con terror.

—¿Quién eres? ¿Qué es esto? —susurró Alma, retrocediendo.

Entonces apareció un hombre corpulento, uno de los escoltas de Gustavo, cuchillo en mano y pistola al cinto.

—¡¿Qué hace aquí?! ¡No debería estar aquí! —gritó con furia contenida.

—¿Quién es este hombre? ¿Qué le están haciendo? —exigió Alma, con la voz entrecortada.

—No le interesa. Esto no es asunto suyo, no ha visto nada aquí ¿entendido?

Y entonces, entró Gustavo.

Camisa remangada, salpicada de sangre, sin su reloj habitual. En una mano, una barra de hierro.

Y en sus ojos, una frialdad desconocida.

—¿Qué diablos haces aquí, Alma?

—¡Quiero que me expliques qué m****a está pasando! —gritó ella.

—¡Me quieren matar! ¡Tu esposo es un maldito mafioso! —chilló el hombre en la silla.

Un disparo. El cuerpo del desconocido cayó hacia un lado, por la inercia del disparo.

Estaba muerto.

Alma gritó, paralizada.

—¡¿Qué hiciste?! —rugió, mirando al escolta que sostenía aún el arma humeante.

Gustavo intentó alcanzarla, pero ella salió corriendo como pudo, tropezando con sus propios pasos, completamente asustada. Subió al auto con el alma temblando y el corazón en la garganta, con las manos agitadas intentando poner las llaves en el encendido. Y huyó.

El recuerdo se disipó.

—¿Motivo oficial? —repitió el abogado, sin sospechar el abismo que habitaba tras la mirada de Alma.

—Diga que las cosas... ya no están bien y que ella abrió los ojos de tantas mentiras que la mantenían ciega —respondió ella con voz baja, tensa, y seca.

Recogiendo su cartera con una sola mano, salió del despacho.

Cada paso de sus tacones resonó como una declaración de guerra en los pasillos del edificio. 

Sacó de su bolso las llaves de su auto, un Cadillac CT4 blanco perla mismo en el que había llegado al despacho de su abogado, el auto era regalo de su padre Arturo Rossi en su último cumpleaños.

Se sentó al volante con manos temblorosas, abrió el mapa en su móvil y marcó una dirección. "Le Serpent Rouge", uno de los clubes más lujosos y enigmáticos de Miami.

Apretó los dientes, encendió el motor, y condujo directo hacia el lugar.

Minutos después, Alma ingresaba al club más exclusivo de la ciudad.

Luces cálidas bañaban el lugar con una melancolía dorada, mientras un pianista ejecutaba notas suaves que parecían arrancadas del alma misma de un corazón roto.

Cada tecla pulsada resonaba con una melancolía casi tangible, como si el piano también llorara su propia pérdida.

El terciopelo del sillón donde se sentó Alma acariciaba su piel con una suavidad que contrastaba con la aspereza de su estado emocional.

El aroma del vino, especiado y denso, se mezclaba con perfumes caros, humo de habano, y esa fragancia inconfundible de secretos que no se confiesan ni bajo tortura.

Se sentó sola en la barra, cruzó las piernas con elegancia innata y soltó el primer suspiro que no contenía rabia, sino resignación.

El barman la reconoció al instante.

—¿Lo de siempre, señorita Alma?

—Hoy no. Sorpréndeme con algo nuevo, que arda mi garganta.

El trago llegó cargado de fuego líquido y aroma a canela.

Un hombre se acercó a ella.

Alto, bronceado, dientes perfectos, intentó seducirla con frases recicladas.

Ella ni siquiera giró el rostro.

—Podrías tener cualquier mujer aquí— dijo Alma, con voz lacia.

—Pero ninguna como tú.

—Exacto. Por eso vete, por favor...

Y el hombre se fue, confundido, herido en su ego.

Alma siguió bebiendo.

Otra copa y otra más.

Se levantó tambaleando, entró al baño de damas.

Apoyó la frente contra la puerta del cubículo y dejó que las lágrimas fluyeran como si con ellas pudiera expulsar los cinco años de secretos y mentiras. Una mujer mayor, de labios rojos y ojos marcados con delineador oscuro, la observaba desde el espejo.

—Los hombres poderosos no aman, nena. Solo coleccionan.

Alma la miró, empapada de tristeza y rímel corrido.

—Yo fui una pieza de museo, supongo.

—Una muy costosa, por lo visto— respondió la mujer, encendiendo un cigarro.

Minutos después, salió del local.

No le importaba nada esa noche, ni su seguridad, ni su imagen, ni siquiera la vida de los demás.

Caminó con decisión hacia su Cadillac CT4 blanco perla. Sin pensarlo dos veces, abrió la puerta, se dejó caer en el asiento y encendió el motor con manos temblorosas, dispuesta a dejar atrás todo lo que la ataba a esa versión rota de sí misma.

El reloj marcaba las 4:47 de la mañana.

Miami dormía, envuelta en un silencio engañoso, pero los demonios de Alma no. Dentro del auto, el cuero del volante crujía bajo la presión de sus dedos helados, su respiración era errática y los latidos de su corazón golpeaban como tambores de guerra.

Había entregado su alma a un hombre que la moldeó a su conveniencia la mantenía engañada en una vida de mentiras y secretos. La embriaguez no era solo por el alcohol, a ese punto de la noche era por el vértigo de saberse traicionada hasta los huesos.

Mientras avanzaba a toda velocidad hacia la oscuridad, el dolor se transformaba en impulso.

No estaba huyendo del pasado, estaba corriendo hacia algo, o contra algo. Condujo a alta velocidad, sin destino, con las luces reflejándose en sus ojos empañados.

Las calles se transformaban en un espejo de su mente, erráticas, vacías, peligrosas.

—Cinco años...— susurró, mordiendo el volante como si quisiera romperlo. —Cinco malditos años para entender que nuestro matrimonio es una fachada de mentiras.

Pasó semáforos en rojo.

La ciudad se volvía un carrusel de luces, de dolor, de rabia.

La respiración se le aceleró, las manos le temblaban, la vista se nublaba. El mundo alrededor parecía alejarse como un recuerdo borroso.

—Que venga lo que tenga que venir… esta vez, nadie se va a salvar. Estoy decidida a hacerme notar como la hija de un millonario, y no como la esposa estúpida de un maldito mafioso, ¿pueden creerlo? ¡La hija de Arturo Rossi es esposa de un maldito mafioso! —gritaba Alma con furia desbordada, mientras un par de lágrimas calientes se le escapaban por el rabillo de los ojos.

Sus manos temblaban sobre el volante. El motor del Cadillac rugía como una fiera que respondía a su furia interna. La ciudad pasaba como un borrón de luces y sombras, ajena al caos que llevaba dentro.

Fue entonces, en medio de su rabia y desesperación, que un destello la cegó.

Un Maserati, como una bala negra, irrumpió desde la izquierda ignorando la luz roja.

Todo sucedió en una fracción de segundo.

Un estruendo seco.

Cristales volando como esquirlas.

El metal retorciéndose con un grito salvaje.

El cuero del asiento crujió bajo su cuerpo lanzado hacia adelante. El cinturón cortó su clavícula como una mordida. El volante se hundió y la cabeza golpeó el vidrio lateral.

Su móvil voló hacia la parte trasera del auto. Todo se volvió una danza de caos y confusión.

Oscuridad.

Una oscuridad tan espesa que parecía tragar el aire.

Luego... un pitido agudo, lejano. Como si viniera desde el centro de la tierra.

El parabrisas quedó hecho trizas.

Un hilillo de sangre caía desde su frente hasta sus labios.

Un faro del Maserati seguía encendido, clavado como un ojo que no parpadeaba.

La ciudad estaba en silencio.

Y Alma, inerte al volante, con la cabeza ladeada, y la respiración invisible.

Mientras el reloj del salpicadero parpadea. 4:47 AM.

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