Cinco días después, el apartamento seguía oliendo a cloro y pólvora vieja, con la humedad atrapada en las paredes, el eco de pasos que se repetía en el piso de madera y el peso del encierro respirando con ellos como un animal invisible.
El reloj de pared marcaba horas que nadie obedecía; el sol apenas era una sospecha detrás de las persianas.
Dormían de a ratos, comían lo que podían, hablaban en susurros como si la ley los escuchara a través de las paredes.
Enzo se movía mejor.
El vendaje del brazo ya no sangraba; podía levantar una taza de café sin que se le nublara la vista.
Isabela mantenía un botiquín improvisado sobre la mesa, gasas, analgésicos, una aguja estéril, cinta.
Carolina iba y venía con pasos contenidos, recogiendo juguetes de Arturito, doblando ropa, intentando que la normalidad cupiera en un cajón.
Valentín, frente a la ventana, sostenía el teléfono como si le apagara el temblor de las manos.
En la pantalla parpadeaba el nombre, Matthew.
—Contesta —dijo Isabela, sin m