La casa respiraba como un animal herido.
Madrugada cerrada, lámparas en penumbra, vasos con marcas de labios sobre la mesa, olor a pólvora vieja, a vino agrio y a polvo húmedo que se desprendía de los marcos viejos.
Valentín caminaba con el celular en la mano sin marcar a nadie; Isabela miraba por la rendija de la cortina como si afuera hubiera mares; Michelangelo desarmaba y armaba su pistola por pura costumbre.
El reloj del pasillo insistía en un tic-tac insolente, impune, que hacía más lenta la noche.
—Si nos quedamos, nos interceptan al amanecer —murmuró Valentín—. Si huimos, nos rastrean por los peajes.
Alma, que hasta ese momento había estado sentada, de espaldas a todos, con los codos en las rodillas y la frente en las manos, se levantó.
Algo en su respiración cambió; una cuerda se rompió adentro.
Caminó hacia la pared de los retratos como si avanzara hacia un tribunal.
El rostro de Arturo Rossi la esperaba al centro, traje oscuro, sonrisa apenas, ese orgullo de patriarca que e