El volante temblaba en las manos, transmitiendo cada bache como un latido frenético.
El olor a caucho quemado se mezclaba con el rugido animal de los motores, mientras los reflejos rojos y azules de las sirenas pintaban las ventanas y los rostros como si la ciudad entera fuera un carrusel enloquecido de luces y ruido.
Dos autos, dos rutas.
Valentín y Alma tomaron un sedán robado con los cables a la vista.
Enzo e Isabela se treparon a una camioneta con las puertas abolladas.
Patrick, arriba, era un cometa con ojos.
—Nos vemos en el lote detrás de la estación vieja —marcó Isabela.
—Entendido —dijo Enzo, y antes de colgar, respiró—. Jefa… fue un honor.
Alma apretó el teléfono como si fuese el cuello del destino.
—No te mueras por mí —pidió—. Morir por mí es fácil; lo difícil es vivir conmigo.
Enzo sonrió sin sonido.
—Yo nací para esto.
La persecución se encendió como una verbena.
Sirenas que arañaban el cielo, luces que convertían las fachadas en peceras rojas y azules.
Enzo dobló hacia