Luigi pensó en la comisaría, en la alcantarilla, en el bebé que lloraba mientras el mundo se caía. Pensó en que a veces la redención tiene llantas robadas y manos sucias.
Pensó en que la paz no es un lugar, sino una negociación diaria con el pasado.
Lucía caminó hacia el baño, cerró la puerta y se miró en el espejo.
La brisa de la memoria le movió un mechón y, por un instante, le pareció ver a la mujer que una vez fue, Alma Rossi, con el corazón en llamas.
Ahora, la cirugía y los años la habían convertido en otra.
Suspiró.
—No me parezco a aquella mujer que traía muerte —se dijo—. Ya no soy Alma Rossi. Soy Lucía Bellini, gobernadora del estado de Florida.
Afuera, los fuegos artificiales estallaban con disciplina de celebración. En otra parte de la ciudad, la policía y el FBI ejecutaban una redada final.
Tumbaban puertas, esposaban a hombres armados, y en medio de todo, una voz retumbaba.
—¡Está detenido, Gustavo Lazarte!
Los noticieros repetían la escena en directo l último mafioso e