La mansión Rossi, aquella fortaleza de mármol y vidrio que se alzaba entre las zonas húmedas de Miami, había perdido su brillo. Las luces estaban tenues, las cortinas permanecían corridas y el perfume floral de la entrada había sido sustituido por el aroma persistente de vino tinto y cigarrillos consumidos hasta el filtro.
Alma, envuelta en una bata de seda negra, caminaba descalza por los pisos fríos.
Su cabello recogido a medias dejaba escapar mechones rebeldes y oscuros.
En su mano temblorosa, una copa de vino medio vacía que rellenaba constantemente desde la botella abierta sobre la mesa del comedor. En el aire flotaba una melodía suave, una pieza de piano nostálgica que parecía acompañar su tristeza desde algún rincón del sistema de sonido.
—Señorita Alma —dijo una de las empleadas, con voz tímida desde el umbral—. ¿Por qué no descansa un poco? Hace días que no sale. El clima está triste, sí, pero la piscina está allí, esperando. Sé que a su padre no le gustaría verla así.
Alma se giró lentamente, esbozando una sonrisa desganada.
Su rostro estaba pálido, con los ojos enrojecidos, pero aún conservaba esa belleza elegante que parecía heredada de otro tiempo.
—Extraño a mi padre... —murmuró, acercándose a la ventana.
La lluvia golpeaba con fuerza los cristales. Un trueno retumbó en la distancia.
La trabajadora solo suspiró.
—Lo sé. Pero él querría que siguiera adelante... con la cabeza en alto.
Fue entonces cuando sonó el teléfono.
Alma lo tomó con desgano, pero al ver el nombre en la pantalla, se irguió con cierta tensión.
—¿Andreas?
—Señorita Alma —la voz del hombre sonaba grave—. Es momento, hay cosas que usted debe saber. No podemos postergarlo más.
Ella dudó un instante.
Su mirada se desvió hacia el sobre que había guardado diez días atrás, el que contenía la carta de su padre. Sus dedos lo tocaron con reverencia.
—Está bien... mándame la dirección.
—El chofer ya la espera en el garaje. La llevará a un restaurante privado, en las afueras, su padre dejó instrucciones. Él quería que fuera así.
Alma subió las escaleras, dejando la copa sobre el piano de cola.
Al llegar a su habitación, la ama de llaves la esperaba junto a la puerta.
En sus manos sostenía una caja negra y una nota.
—Esto llegó esta tarde, señorita —dijo con respeto—. Fue enviado por una amiga de su padre. Me pidió que se lo entregara personalmente y que leyera la nota.
Alma, extrañada, tomó la nota primero.
La letra era elegante, manuscrita.
Tu padre me pidió personalmente que, cuando este día llegara, usaras este vestido. A él le honraría mucho que lo llevaras puesto hoy.
Con las manos temblorosas, abrió la caja.
Dentro, un vestido de terciopelo color burdeos oscuro, de corte recto, mangas largas, sobrio y majestuoso. Lo sostuvo contra su pecho un instante, conteniendo las lágrimas.
Luego se lo colocó con cuidado.
El vestido le quedaba perfecto, como si hubiese sido hecho a su medida.
Se maquilló apenas, lo suficiente para parecer entera, y recogió su cabello en un moño elegante. Antes de salir, tomó la carta de su padre, la leyó una vez más, y se la llevó consigo.
El Rolls Royce negro la esperaba con las luces encendidas. El chofer, un hombre de mediana edad, descendió para abrirle la puerta con respeto.
—¿Lista, señorita Rossi?
—No lo sé —respondió ella con sinceridad—. Pero vamos.
El trayecto fue silencioso. La lluvia caía como una cortina pesada sobre el parabrisas.
Desde el asiento trasero, Alma observaba las luces de la ciudad difuminarse por las gotas. Mientras su mente era un torbellino.
"¿Será sobre la herencia?" pensó "¿O habrá algo más? ¿Qué tanto quería ocultarme mi padre?"
Al llegar al restaurante, un lugar lujoso de estilo clásico con columnas de mármol y lámparas de cristal, Alma fue recibida por dos sujetos con paraguas negros que se apresuraron a cubrirla antes de que la lluvia empapara su vestido.
El acceso al lugar había sido completamente reservado para ella; no había más clientes, solo mesas vacías, música suave de fondo y una atmósfera cargada de secretos.
El chofer, desde el asiento del conductor, observó la escena mientras murmuraba en voz baja.
—Pobre niña... no sabe que lo que va a escuchar, le cambiará la vida.
Dentro, Alma fue recibida por Andreas y varios hombres que ella no conocía, vestidos con trajes italianos impecables. Se saludaron con discreción, y el grupo pasó a un salón privado.
Las puertas se cerraron detrás de ellos.
Durante más de una hora, las palabras que escuchó la golpearon como un vendaval.
Le hablaron del verdadero legado de Arturo Rossi, de sus vínculos con la mafia italoamericana, de las traiciones dentro del círculo más íntimo.
Le revelaron que su padre hacia poco había empezado a desconfiar en Gustavo Lazarte, e Isabela Maldonado.
Además, aclararon que su muerte posiblemente no había sido natural, pero todo quedaba en sospechas. también recalcaron que su padre llevaba años preparando ese momento, por si algo sucedía, y ahora era una realidad.
La venganza solo ella podría llevarla a cabo si era necesario.
Andreas le entregó otra carta, más extensa, escrita a mano por Arturo.
Allí estaba todo, nombres, fechas, enemigos, aliados.
Incluso instrucciones precisas para tomar el control.
Cuando Alma salió del restaurante, la lluvia aún caía, más fuerte que antes.
Subió al coche sin decir una palabra. El chofer arrancó y tomó rumbo hacia la ciudad.
Al cruzar un puente que dominaba el río turbio, Alma pidió que se detuviera.
—Pare aquí.
El hombre obedeció en silencio. Alma descendió del auto, con la carta aún en la mano, y caminó hasta el borde del puente. La lluvia la empapaba por completo, pegando su vestido al cuerpo.
El viento le arremolinaba el cabello.
Allí, sola bajo el cielo rugiente, desdobló la carta y la leyó por última vez. Sus labios temblaban.
—Lo haré, papá... —susurró Alma, con la voz quebrada, mientras sus labios temblaban y las lágrimas se fundían con la lluvia torrencial que golpeaba su rostro—. Aunque no sepa por dónde empezar... aunque me cueste todo... lo haré por ti. No permitiré que tu nombre muera, ni que quienes te traicionaron se salgan con la suya.
Su cuerpo se estremecía, y un sollozo brotó de lo más profundo de su pecho. A su alrededor, el cielo rugía con truenos y el viento azotaba el puente con furia. El papel temblaba en sus manos mojadas. Lo arrugó lentamente, con un gesto lleno de rabia y dolor, luego lo besó con ternura desesperada y lo lanzó al río con un grito ahogado.
El agua lo tragó como si el mundo también quisiera borrar todo rastro.
Alma cayó de rodillas, empapada, jadeando entre lágrimas.
Se cubrió el rostro con las manos, deshecha.
Luego, levantó la mirada al cielo y gritó entre la lluvia.
—¡Te juro que lo haré, papá! Omertà... lo juro. Per sempre fedele.
Se incorporó con esfuerzo y volvió al coche.
Ya no era la misma mujer que salió de la mansión. Algo en su interior se había quebrado, pero también algo había despertado.
Alma Rossi ya no era solo una hija de luto.
Ahora era la heredera del imperio oscuro de su padre.
Y estaba lista para tomar lo que le correspondía, para reclamar con sangre y fuego cada centímetro de poder que su padre dejó atrás. Haría estremecer los cimientos de la ciudad, haría que temblaran los que creyeron que el apellido Rossi había muerto con Arturo. Porque ahora, con la verdad en sus manos y la furia ardiendo en sus venas, el mundo entero volvería a recordar quién era la familia Rossi...