—¿Qué carajo hacen aquí?
La voz de Alma retumbó desde el jardín, cortando la mañana como una navaja bien afilada. Su bata de seda roja ondeaba al viento como una bandera de guerra, y sus pies descalzos pisaban el césped mojado sin miedo, como si la furia le templara los huesos. El cabello largo, suelto, aún húmedo, le caía por la espalda mientras sus ojos escaneaban al grupo que acababa de entrar al terreno como si fueran ratas invadiendo su templo. Dos abogados vestidos de traje, un asistente cargando carpetas, y en medio de todos ellos, como si fuese la emperatriz de una venganza mal cocinada, estaba Isabela Maldonado.
—Buen día, señorita Alma —respondió uno de los abogados con un tono forzadamente cordial—. Venimos a realizar una inspección formal de la propiedad, de acuerdo con el testamento legal que posee la señora Isabela.
Alma avanzó un paso más, cruzándose de brazos, con una ceja arqueada como quien ya se huele la traición desde antes de que la tinta se seque.
—¿Testamento? ¿