Samuel Blake no se quedó a mirar. Cargó detrás, arma en mano, respiración de atleta.
Valentín giró para cubrir a Alma y, en ese giro, su cargador terminó de vaciarse.
Escuchó el clic del arma hambrienta.
La maldición le subió automática.
No hubo tiempo de recargar.
Blake se le vino encima como un tren, y el lobby se volvió ring.
Puños.
Codos.
En cada embestida, Valentín veía destellos, el rostro de Alma en la penumbra de la bóveda, la risa breve de Arturito en el jardín, la promesa de un mañana sin huir. Cada golpe llevaba también esos recuerdos, mezclados con el dolor de los nudillos y el ardor en los pulmones.
Dos hombres hechos para cosas distintas midiéndose en su reino común.
Valentín golpeó a la mandíbula, al hígado, a la historia. Blake soportó, devolvió, lo tronó contra la columna. El aire se cortó como un cable.
El cuchillo salió de no se sabe dónde, brillo corto, pero la intención era larga, asesinar.
—Se acabó —dijo Blake, con una sonrisa deshidratada.
El filo buscó el pech