Me Llamaste Don Nadie, Ahora Soy Tu Jefa

Me Llamaste Don Nadie, Ahora Soy Tu JefaES

Romance
Última atualização: 2025-12-24
Vicenta Soler  Atualizado agora
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Índice

Durante doce años, Isadora Montes fue la sombra perfecta: la asistente invisible que construyó el imperio financiero de la familia Castellanos mientras su jefe, Ignacio, se llevaba todo el crédito y su esposa, Regina, la trataba como a una sirvienta. El día que descubrió que planeaban despedirla para contratar a la amante de Ignacio, también descubrió algo más: un secreto enterrado en los archivos de la empresa que podía destruirlos a todos. Esa misma noche, un hombre moribundo le entregó una carta que cambiaría todo: Isadora no era huérfana, era la heredera legítima de la fortuna Montemayor, la familia rival de los Castellanos, desaparecida hace treinta años en un escándalo que todos creían resuelto. Ahora Isadora tiene dos opciones: seguir siendo nadie, o reclamar lo que le pertenece y destruir a quienes la humillaron. Pero para heredar, primero debe demostrar quién es ante un consejo de administración hostil, un abogado que desconfía de ella, y fantasmas del pasado que preferirían verla muerta antes que en el trono. Ella no vino a pedir permiso. Vino a tomar lo que es suyo.

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Capítulo 1

La mujer invisible

El café estaba frío, pero Isadora lo bebió de todos modos porque llevaba catorce horas en la oficina y el temblor en las manos ya no se iba con descanso sino con cafeína, aunque fuera rancia, aunque supiera a derrota líquida.

Desde su escritorio en el pasillo, el único sin ventana ni nombre grabado en la puerta, podía escuchar las risas que venían de la sala de juntas donde Ignacio Castellanos celebraba el cierre del contrato con Meridian, el mismo contrato que ella había negociado durante seis meses mientras él jugaba golf con los socios y firmaba los documentos que ella redactaba de madrugada.

—Isadora —la voz de Regina Castellanos cortó el aire como un cuchillo oxidado—, necesito que recojas la tintorería antes de las siete, y que pases por la floristería para las rosas del evento de mañana, las blancas no las rojas porque las rojas son vulgares, y que confirmes la reserva en el Almendra porque la última vez el maitre me sentó cerca de la cocina y eso es inaceptable.

Isadora levantó la vista del informe financiero que debía entregar en dos horas, el mismo informe que decidiría si la empresa sobrevivía al próximo trimestre, y encontró los ojos de Regina mirándola con ese desprecio cultivado que solo las mujeres nacidas en cuna de oro saben perfeccionar. —Señora Castellanos, estoy terminando el análisis que su esposo necesita para la junta de accionistas de mañana, pero puedo encargarme de eso en cuanto...

—El informe puede esperar —interrumpió Regina, ajustándose el collar de perlas que costaba más que el salario anual de Isadora—, mis necesidades no.

Se fue sin esperar respuesta, dejando tras de sí una estela de perfume francés y condescendencia, y el sonido de sus tacones sobre el mármol resonó como sentencias dictadas por un juez que nunca había conocido la clemencia.

Isadora cerró los ojos durante tres segundos, el tiempo exacto que se permitía para sentir rabia antes de tragársela como había hecho durante doce años, desde que llegó a esta empresa con veintitrés años y un título en finanzas que nadie quiso reconocer porque venía de una universidad pública y no tenía apellido ni contactos ni el tipo de sonrisa que abre puertas en este mundo.

Terminó el informe a las nueve de la noche, sola en una oficina vacía donde las luces automáticas se habían apagado dos veces porque el sensor no detectaba movimiento en su rincón sin ventanas, y lo envió al correo de Ignacio sabiendo que él lo presentaría mañana como propio, como siempre, como había hecho con cada idea brillante que ella generaba desde las sombras.

Estaba recogiendo su bolso cuando escuchó las voces. Venían del despacho de Ignacio, cuya puerta había quedado entreabierta porque él nunca cerraba nada, porque creía que el mundo entero le pertenecía incluyendo la privacidad de los demás.

—...y cuando Isadora se vaya, Mariana puede ocupar su puesto sin problemas —decía Ignacio con esa voz de terciopelo que usaba para las negociaciones—, tiene menos experiencia pero es más... manejable.

—¿Manejable? —la risa de Regina sonó como cristal rompiéndose—. Quieres decir que se acuesta contigo sin exigir aumentos de sueldo.

—Regina, por favor...

—No me vengas con «Regina por favor», Ignacio, sé perfectamente lo que pasa entre tú y esa secretaria nueva, pero mientras seas discreto y ella me obedezca como debe hacerlo la servidumbre, no me importa dónde metas tu...

—El punto —la interrumpió él— es que Isadora se ha vuelto un problema, pide demasiado, sabe demasiado, y el mes pasado tuvo la audacia de sugerirme que la consideráramos para el puesto de directora financiera cuando Mendoza se jubile.

—¿Ella? —Regina soltó una carcajada que atravesó las paredes como veneno—. ¿La huérfana sin pedigrí que recogimos de la nada? ¿Directora financiera de Castellanos Holdings? Ignacio, esa mujer debería estar agradecida de que le permitamos limpiar nuestros zapatos.

Isadora se quedó paralizada en el pasillo, con el bolso colgando del hombro y las llaves del coche mordiendo su palma porque las apretaba con tanta fuerza que dejaron marcas en forma de medialuna, esas marcas que después miraría en su mano vacía preguntándose por qué no había entrado a gritarles todo lo que pensaba.

Pero no entró, porque las mujeres como ella habían aprendido a sobrevivir guardando silencio, y porque necesitaba el trabajo, y porque sin referencias de los Castellanos su currículum era papel mojado en un mercado que valoraba los apellidos por encima del talento.

Salió del edificio con las piernas temblando y el orgullo sangrando, cruzó el estacionamiento subterráneo hacia su coche de segunda mano que había comprado con tres años de ahorros, y estaba buscando las llaves cuando vio al hombre tirado junto a la columna de cemento.

Tenía unos setenta años, un traje que alguna vez fue elegante pero ahora estaba manchado de algo oscuro que podía ser vino o sangre, y los ojos clavados en ella con una intensidad que la hizo retroceder. —Isadora Montes —dijo él, y su voz sonó como papel de lija sobre madera vieja—. Te he buscado durante treinta y cinco años.

Ella debería haber corrido, debería haber llamado a seguridad, debería haber hecho cualquiera de las cosas sensatas que una mujer sola hace cuando un desconocido la llama por su nombre en un estacionamiento vacío a las diez de la noche, pero algo en los ojos del hombre la mantuvo clavada al suelo, algo que se parecía al reconocimiento aunque nunca lo había visto en su vida.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Alguien que le debe la verdad a tu madre —respondió él, sacando un sobre amarillento del bolsillo interior de su chaqueta—, y que llega treinta años tarde para dártela.

Tosió, y esta vez Isadora vio que lo oscuro en su camisa definitivamente era sangre, mucha sangre, demasiada para que siguiera hablando con esa calma de quien ya ha aceptado su destino.

—Voy a llamar una ambulancia —dijo ella, buscando el teléfono.

—No hay tiempo —la mano del hombre atrapó su muñeca con una fuerza sorprendente—. Escúchame, Isadora, porque lo que voy a decirte cambiará todo lo que crees saber sobre ti misma: tú no eres huérfana, nunca lo fuiste, tu madre era Valentina Montemayor y tu padre era Alejandro Montemayor, los herederos de la fortuna más grande de este país antes de que los asesinaran y te robaran todo.

—Eso es imposible —susurró Isadora—, los Montemayor murieron en un incendio hace treinta años, toda la familia, no hubo sobrevivientes...

—Hubo una —la interrumpió el hombre—, una bebé de seis meses que la niñera sacó por la puerta de servicio mientras el fuego consumía la mansión, una bebé que debería haber heredado todo pero que fue escondida en un orfanato para que los verdaderos asesinos pudieran quedarse con la fortuna.

Le puso el sobre en las manos, y el papel se sentía frágil como una promesa, pesado como una condena. —Aquí está todo: el acta de nacimiento original, las pruebas de ADN que hice en secreto hace cinco años cuando finalmente te encontré, los documentos que demuestran que el incendio fue provocado, y el nombre de la persona que ordenó matar a tus padres.

—¿Quién? —la voz de Isadora apenas era un hilo.

El hombre sonrió, una sonrisa triste de quien sabe que está pronunciando sus últimas palabras. —El abuelo de Ignacio Castellanos, el fundador del imperio que te ha mantenido como esclava durante doce años mientras vivía de la fortuna que te robó a ti y a tu familia.

La sangre abandonó el rostro de Isadora tan rápido que tuvo que apoyarse en el coche para no caer, y las piezas empezaron a encajar con una claridad horrible: la empresa Castellanos había surgido de la nada hace exactamente treinta años, justo después del incendio Montemayor, construida sobre cimientos que nadie había cuestionado porque el dinero limpia historias y el poder entierra verdades.

—¿Por qué me cuenta esto ahora? —preguntó—. ¿Por qué no antes, por qué no cuando era niña, por qué me dejó crecer en orfanatos y casas de acogida creyendo que nadie en el mundo me quería?

—Porque era un cobarde —respondió el hombre, y una lágrima se deslizó por su mejilla mezclándose con el sudor frío de quien siente la muerte acercándose—, porque trabajaba para los Castellanos y tenía miedo de lo que me harían si hablaba, porque me convencí de que estabas mejor sin saber la verdad, y porque ahora que me quedan horas de vida ya no tengo nada que perder excepto mi alma, y esta es la única forma que conozco de salvarla.

Cerró los ojos, y durante un momento Isadora creyó que había muerto ahí mismo, pero entonces él habló una última vez con voz que apenas era un susurro. —En el sobre hay un número de teléfono, es del abogado que manejó el patrimonio Montemayor antes del incendio, él puede ayudarte a reclamar lo que te pertenece, pero ten cuidado, Isadora, porque los Castellanos mataron una vez para quedarse con esa fortuna y no dudarán en hacerlo de nuevo.

Esta vez sí dejó de respirar.

Isadora se quedó arrodillada junto al cuerpo de un hombre cuyo nombre nunca supo, sosteniendo un sobre que contenía la destrucción o la salvación, incapaz de procesar todo lo que acababa de escuchar.

El teléfono vibró en su bolsillo: un mensaje de Ignacio preguntando si había terminado el informe, seguido de otro de Regina recordándole que mañana debía llegar una hora antes para organizar los arreglos florales del evento.

Miró el sobre en sus manos, luego el cuerpo del hombre que había muerto para darle la verdad, y finalmente la pantalla del teléfono donde los mensajes de sus opresores brillaban con esa urgencia arrogante de quienes creen que el mundo existe para servirlos.

«La huérfana sin pedigrí que recogimos de la nada», había dicho Regina.

«Debería estar agradecida de que le permitamos limpiar nuestros zapatos».

Isadora se puso de pie, guardó el sobre en su bolso con manos que ya no temblaban de miedo sino de algo más peligroso, y marcó el número de emergencias para reportar el cuerpo porque era lo correcto, porque ese hombre merecía un entierro digno aunque le hubiera robado treinta años de verdad.

Pero mientras esperaba a la policía, abrió el sobre y leyó el nombre del abogado que podía devolverle todo lo que le habían quitado: Sebastián Herrera, con una dirección en el distrito financiero y una nota escrita a mano que decía simplemente «Él sabe quién eres, él te estaba esperando».

La lluvia comenzó a caer sobre el estacionamiento, pero Isadora ya no sentía el frío.

Por primera vez en treinta y cinco años, sabía exactamente quién era y exactamente qué iba a hacer.

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