A las siete y cuarenta de la mañana, Isadora cruzó las puertas de cristal de Castellanos Holdings con un traje negro que había comprado a crédito a las seis de la mañana en la única tienda del centro comercial que abría temprano, un traje que le quedaba como si hubiera sido diseñado para ella porque la dependienta, una mujer con ojos cansados de madre soltera que trabaja turnos dobles, le había dicho «te mereces verte poderosa» mientras le ajustaba las solapas sin cobrarle el arreglo.El collar de rubíes descansaba sobre su pecho, visible, deliberado, brillando bajo las luces del vestíbulo como una declaración de guerra que nadie excepto ella podía entender todavía.—Buenos días, señorita Montes —dijo el guardia de seguridad con la sonrisa automática que reservaba para los empleados de bajo rango—, llega temprano hoy.—Buenos días, Roberto —respondió ella, usando su nombre por primera vez en doce años porque hoy todo era diferente, hoy cada pequeño acto de humanidad contaba—, y ya no
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