Mundo ficciónIniciar sesiónDante Castellanos tenía el tipo de presencia que hacía que el aire de una habitación cambiara cuando entraba, no por arrogancia sino por algo más difícil de definir, una intensidad en la mirada que sugería que veía más de lo que la gente quería mostrar, que escuchaba los silencios entre las palabras, que había aprendido hace mucho tiempo a desconfiar de las sonrisas demasiado perfectas.
Sus ojos se detuvieron en el collar de rubíes durante tres segundos exactos antes de moverse hacia el rostro de Isadora, estudiándola con la misma intensidad con la que ella lo estudiaba a él.
—Dante, hijo, gracias a Dios que llegaste —Ignacio recuperó la compostura con la velocidad de un político profesional, su voz transformándose en la de un padre preocupado—, esta mujer se infiltró en mi oficina, está haciendo acusaciones descabelladas, hay que llamar a seguridad...
—Ese collar —interrumpió Dante sin apartar los ojos de Isadora— pertenecía a Valentina Montemayor, lo he visto en las fotografías que la abuela guardaba en el ático, las mismas fotografías que mamá insistió en quemar cuando yo tenía quince años porque decía que eran «recuerdos de una época que mejor olvidar».
Ignacio palideció aún más, si eso era posible, y por primera vez Isadora vio miedo real en sus ojos, no el miedo de un hombre atrapado sino el miedo de un padre que acaba de darse cuenta de que su hijo podría no estar de su lado.
—Es una réplica —dijo Ignacio—, cualquiera puede encargar una copia, esta mujer está loca, Dante, es una empleada resentida que...
—Isadora Montes —dijo Dante, y el nombre sonó diferente en sus labios, como si lo estuviera probando—. La asistente que según los informes financieros que revisé durante el vuelo ha sido responsable del ochenta por ciento de los contratos exitosos de esta empresa en la última década, aunque todos figuran a nombre de mi padre.
Isadora sintió algo descolocarse en su pecho, algo que no esperaba: este hombre la había investigado, había leído los números que contaban la historia de su trabajo invisible, había notado las discrepancias que nadie más se había molestado en ver.
—Ya no me llamo Montes —dijo ella, sosteniendo la mirada de Dante sin pestañear—. Mi nombre es Isadora Montemayor, y tengo documentos que prueban que tu familia asesinó a mis padres para robar una fortuna que me pertenece.
El silencio que siguió fue diferente al anterior, más pesado, más peligroso, cargado de verdades que amenazaban con reconfigurar todo lo que Dante creía saber sobre su propia historia.
—Eso es ridículo —dijo Ignacio, pero su voz había perdido toda convicción—, Dante, no puedes creer a esta...
—¿Dónde están esos documentos? —preguntó Dante, ignorando a su padre con una frialdad que sugería que esta no era la primera vez que descubría mentiras en su propia familia.
Isadora sacó el fideicomiso de su bolso y se lo entregó, observando cómo él lo leía con la atención meticulosa de alguien entrenado para encontrar errores en contratos de millones de dólares, sus ojos moviéndose por cada página mientras su expresión se volvía más sombría con cada párrafo.
—Esto tiene el sello del registro civil de mil novecientos ochenta y nueve —dijo finalmente—, y la firma de Sebastián Herrera como notario certificante.
—¿Conoces a Sebastián? —preguntó Isadora.
—Era el mejor abogado corporativo del país antes de que desapareciera hace treinta años —respondió Dante, y algo cambió en su voz, algo que sonaba como el reconocimiento de una pieza que finalmente encajaba en un rompecabezas incompleto—. Mi abuelo lo mencionaba a veces, decía que había sido un traidor que abandonó a la familia en el momento más difícil, pero nunca explicó qué había pasado exactamente.
—Lo que pasó exactamente —intervino Isadora— es que Sebastián se negó a participar en el asesinato de mis padres y el robo de su fortuna, y tu abuelo lo amenazó con matarlo si hablaba.
—¡Basta! —gritó Ignacio, perdiendo finalmente el control—. No voy a permitir que una don nadie entre en mi empresa y difame a mi familia con mentiras inventadas por un abogado amargado que...
—Padre —la voz de Dante cortó el aire como un bisturí—, hace cinco minutos dijiste que «esos testigos están muertos, los eliminamos hace...» antes de darte cuenta de que ella estaba grabando, así que te sugiero que te calles antes de confesar algo más.
Ignacio abrió la boca, la cerró, la volvió a abrir como un pez fuera del agua, y finalmente dio un paso atrás chocando contra la pared porque no había ningún lugar al que escapar, ninguna mentira lo suficientemente grande para cubrir la verdad que acababa de revelarse.
—Dante, hijo, tienes que entender —su voz cambió, volviéndose suplicante de una manera que Isadora nunca había escuchado en doce años de trabajar para él—, lo que hizo tu abuelo fue hace mucho tiempo, nosotros no tuvimos nada que ver, heredamos una situación que...
—¿Una situación? —Dante soltó una risa amarga que no tenía nada de humor—. ¿Llamas «situación» a asesinar a una familia entera incluyendo a una bebé de seis meses para robar su dinero?
—La bebé sobrevivió —dijo Isadora—, eso es lo que tu abuelo nunca supo, y eso es lo que va a destruir todo lo que los Castellanos han construido sobre los cadáveres de mi familia.
Dante se giró hacia ella, y por primera vez Isadora vio algo además de la evaluación fría en sus ojos, algo que se parecía al dolor de un hombre que acaba de descubrir que toda su vida ha sido una mentira edificada sobre huesos ajenos.
—Si lo que dices es verdad —dijo lentamente—, y estos documentos parecen indicar que lo es, entonces todo lo que tengo, todo lo que soy, todo lo que creía saber sobre mi familia...
—Es robado —completó Isadora—, cada peso, cada propiedad, cada acción de esta empresa fue pagada con la sangre de mis padres y los treinta años de vida que me robaron haciéndome creer que era huérfana cuando en realidad era heredera.
La puerta del despacho se abrió nuevamente, y Regina Castellanos entró con su habitual aire de reina ofendida que se disolvió en el instante en que vio la escena: su esposo acorralado contra la pared, su hijo sosteniendo documentos con expresión devastada, y la asistente a la que había tratado como basura durante doce años de pie en el centro de la habitación con un collar de rubíes que Regina reconoció con un terror visceral.
—No puede ser —susurró Regina, llevándose una mano al pecho—, ese collar fue destruido en el incendio, yo misma vi los restos...
—¿Tú viste los restos? —la voz de Dante se volvió peligrosamente suave—. ¿Estuviste en la escena del incendio, madre? ¿Cómo es eso posible si supuestamente los Montemayor eran desconocidos para nuestra familia?
Regina miró a su esposo buscando ayuda, pero Ignacio estaba demasiado ocupado tratando de no desmayarse, y Dante la observaba con unos ojos que ella nunca había visto en su hijo, ojos que no perdonarían, ojos que exigían respuestas que ella no podía dar sin destruirse a sí misma.
—A las nueve de la mañana —dijo Isadora, mirando su reloj—, que es en exactamente cuarenta y tres minutos, la junta directiva recibirá copias de todos los documentos que prueban mi identidad y el origen criminal de la fortuna Castellanos, y tendrán que decidir si quieren ser cómplices de treinta años de encubrimiento o si prefieren cooperar con la investigación que mi abogado ya ha iniciado.
—Podemos llegar a un acuerdo —la voz de Ignacio sonaba desesperada—, podemos darte dinero, mucho dinero, lo que quieras, puedes desaparecer con millones y olvidar todo esto...
—No quiero tu dinero —respondió Isadora, y cada palabra cayó como una sentencia—, quiero el mío, quiero la empresa que mi padre construyó antes de que se la robaran, quiero las propiedades que mi madre decoró con sus propias manos, quiero las obras de arte que mi familia coleccionó durante generaciones, y quiero ver a cada persona que participó en el asesinato de mis padres pagar por lo que hicieron.
—Eso incluye a mi padre —dijo Dante, y no era una pregunta.
—Eso incluye a cualquiera que haya sabido la verdad y haya elegido guardar silencio mientras yo crecía sin familia, sin identidad, sin saber quién era.
Los ojos de Dante se encontraron con los suyos, y durante un momento que pareció extenderse más allá del tiempo, Isadora vio algo en su mirada que no esperaba: no era odio, no era desprecio, era algo que se parecía terriblemente al respeto.
—Entonces supongo —dijo él, dejando caer el fideicomiso sobre el escritorio de su padre— que tenemos un problema, porque yo no sabía nada de esto hasta hace diez minutos, pero ahora que lo sé, no puedo pretender que no existe.
—¡Dante! —Regina avanzó hacia su hijo con las manos extendidas—. No puedes creerle a esta mujer, es una impostora, una oportunista que...
—Madre —la interrumpió él con una frialdad que hizo que Regina retrocediera como si la hubieran golpeado—, hace treinta segundos admitiste haber estado en la escena del incendio, así que te sugiero que guardes silencio antes de que digas algo más que pueda usarse en tu contra.
Isadora observó cómo la familia que la había humillado durante doce años se desmoronaba frente a ella, cómo las máscaras caían revelando el miedo y la desesperación debajo, cómo el poder que habían usado para aplastarla se convertía en cenizas bajo el peso de la verdad.
Y por primera vez desde que había encontrado a Ernesto muriendo en el estacionamiento, sintió algo que no era rabia ni dolor.
Sintió el comienzo de la justicia.







