Mundo ficciónIniciar sesiónA las siete y cuarenta de la mañana, Isadora cruzó las puertas de cristal de Castellanos Holdings con un traje negro que había comprado a crédito a las seis de la mañana en la única tienda del centro comercial que abría temprano, un traje que le quedaba como si hubiera sido diseñado para ella porque la dependienta, una mujer con ojos cansados de madre soltera que trabaja turnos dobles, le había dicho «te mereces verte poderosa» mientras le ajustaba las solapas sin cobrarle el arreglo.
El collar de rubíes descansaba sobre su pecho, visible, deliberado, brillando bajo las luces del vestíbulo como una declaración de guerra que nadie excepto ella podía entender todavía.
—Buenos días, señorita Montes —dijo el guardia de seguridad con la sonrisa automática que reservaba para los empleados de bajo rango—, llega temprano hoy.
—Buenos días, Roberto —respondió ella, usando su nombre por primera vez en doce años porque hoy todo era diferente, hoy cada pequeño acto de humanidad contaba—, y ya no soy la señorita Montes.
El guardia frunció el ceño sin entender, pero Isadora ya estaba caminando hacia el ascensor privado que llevaba directamente al piso ejecutivo, el ascensor que nunca había usado porque estaba reservado para la familia Castellanos y sus invitados de honor, el ascensor cuyo código de acceso ella conocía porque había sido la encargada de programarlo hace tres años cuando renovaron el sistema de seguridad.
Marcó los números con dedos que no temblaban, sintiendo el peso de los documentos en su bolso, el peso del fénix sobre su corazón, el peso de treinta y cinco años de mentiras a punto de derrumbarse.
El despacho de Ignacio Castellanos olía a cuero caro y a ego desmedido, con sus paredes forradas de diplomas que ella sabía falsos porque había sido quien los mandó enmarcar, sus estanterías llenas de premios empresariales que ella había redactado las solicitudes para obtener, su escritorio de caoba donde se firmaban contratos que ella había negociado mientras él jugaba golf y cenaba con políticos.
Se sentó en su silla, la silla de cuero italiano que costaba más que su salario de tres meses, y colocó el fideicomiso de su padre exactamente en el centro del escritorio, junto a la fotografía familiar donde Ignacio, Regina y un joven de ojos oscuros sonreían con la satisfacción de quienes creen que el mundo les pertenece.
El joven de la foto debía ser Dante, pensó Isadora mientras estudiaba sus rasgos, buscando algún indicio de la crueldad de sus padres en la línea de su mandíbula o en la curva de sus labios, pero solo encontró una sonrisa que parecía genuina, unos ojos que miraban a la cámara con algo que se parecía más a la resignación que a la arrogancia.
A las ocho y tres minutos, la puerta del despacho se abrió.
Ignacio Castellanos entró con su café de la mañana en una mano y el teléfono en la otra, dictando instrucciones a alguien sobre una reunión que Isadora había organizado la semana pasada, tan concentrado en su propia importancia que tardó cinco segundos completos en notar que había alguien sentado en su lugar.
El café se estrelló contra el suelo cuando la reconoció.
—¿Isadora? —su voz pasó de la confusión a la furia en el espacio de una respiración—. ¿Qué demonios haces en mi oficina, en mi silla, cómo te atreves a...?
—Siéntate, Ignacio —lo interrumpió ella, y el uso de su nombre sin el «señor» delante fue como una bofetada que lo dejó mudo—. Tenemos que hablar sobre el patrimonio Montemayor.
El color abandonó el rostro de Ignacio tan rápido que Isadora casi pudo ver el momento exacto en que su mundo comenzó a derrumbarse, el momento en que entendió que ella sabía, que la mujer invisible a la que había pisoteado durante doce años conocía el secreto que su familia había enterrado bajo capas de mentiras y cadáveres.
—No sé de qué hablas —dijo él, pero su voz tembló y sus ojos se movieron hacia la puerta calculando rutas de escape que no existían.
—Entonces permíteme refrescarte la memoria —Isadora deslizó el fideicomiso hacia él con la misma calma con la que había presentado informes financieros durante una década—: el doce de marzo de mil novecientos noventa, tu abuelo ordenó incendiar la mansión Montemayor con Valentina y Alejandro Montemayor dentro, mis padres, para quedarse con el cuarenta por ciento de las acciones que tu familia nunca pudo comprar legalmente.
—Eso es mentira —Ignacio dio un paso hacia atrás, chocando con la puerta que acababa de cerrarse tras él—, los Montemayor murieron en un accidente, todo el mundo lo sabe, la policía investigó...
—La policía que tu abuelo sobornó, los investigadores que tu padre compró, los periodistas que tu familia amenazó para que enterraran la verdad —Isadora se levantó de la silla, sintiendo cómo cada palabra golpeaba a Ignacio con más fuerza que cualquier puño—. Pero cometieron un error, Ignacio, un error que les va a costar todo: no verificaron que la bebé de seis meses también hubiera muerto en el fuego.
El silencio que siguió fue tan denso que Isadora podía escuchar el latido del corazón de Ignacio acelerándose, podía ver el sudor formándose en su frente perfectamente afeitada, podía oler el miedo emanando de él como un perfume rancio que ningún traje caro podía disimular.
—Tú... —comenzó él.
—Yo soy Isadora Montemayor —completó ella, y las palabras sonaron como un veredicto—, la heredera legítima de la fortuna que tu familia robó, y este documento es el fideicomiso que mi padre creó tres días antes de que lo asesinaran, un fideicomiso que me otorga el derecho legal de reclamar cada centavo, cada propiedad, cada acción que los Castellanos han disfrutado durante treinta años mientras yo crecía en orfanatos sin saber quién era.
Ignacio agarró el documento con manos que temblaban visiblemente, sus ojos recorriendo las páginas con la desesperación de un hombre buscando un error, una fisura, cualquier cosa que pudiera usar para destruir lo que tenía delante, pero Isadora sabía que no encontraría nada porque Sebastián había pasado treinta años perfeccionando cada detalle.
—Esto no prueba nada —dijo finalmente, recuperando algo de la arrogancia que lo caracterizaba—, cualquiera puede falsificar documentos, y una asistente resentida que quiere vengarse de sus jefes no es exactamente una fuente creíble.
—Tienes razón —concedió Isadora, caminando hacia la puerta con pasos lentos, deliberados—, por eso a las nueve de la mañana, cuando llegue el resto de la junta directiva, encontrarán sobre sus escritorios copias certificadas del fideicomiso junto con los resultados de la prueba de ADN que confirma mi identidad, los registros bancarios que demuestran cómo tu abuelo transfirió los fondos Montemayor a cuentas fantasma tres días después del incendio, y las declaraciones juradas de tres testigos que vieron a los hombres de tu familia entrar en la mansión con bidones de gasolina la noche del fuego.
—Eso es imposible —la voz de Ignacio se quebró—, esos testigos están muertos, los eliminamos hace...
Se detuvo, demasiado tarde, cuando vio la sonrisa en el rostro de Isadora y el teléfono en su mano con la grabadora activada.
—Gracias por la confesión —dijo ella, guardando el teléfono en su bolso—. Mi abogado estará encantado de añadirla al expediente.
Ignacio se lanzó hacia ella con una furia ciega que transformó sus rasgos aristocráticos en algo primitivo y violento, pero antes de que pudiera alcanzarla, la puerta del despacho se abrió de golpe y un hombre entró con la autoridad de quien está acostumbrado a que las habitaciones se detengan cuando él aparece.
Era más alto de lo que las fotografías sugerían, con el cabello negro despeinado como si acabara de bajarse de un avión y unos ojos oscuros que evaluaron la escena en medio segundo: su padre con el rostro descompuesto, una mujer desconocida con un collar de rubíes que él reconoció inmediatamente porque había visto ese mismo collar en las fotografías antiguas que su abuela guardaba en cajas que nadie tenía permiso de abrir.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Dante Castellanos, y su voz grave resonó en el despacho como un trueno que anuncia tormenta.







