Mundo ficciónIniciar sesiónLa oficina de Sebastián Herrera ocupaba el último piso de un edificio que parecía diseñado para intimidar: todo cristal y acero, con una recepción de mármol negro donde una mujer impecable le pidió que esperara con el tono de quien evalúa si el visitante merece respirar el mismo aire que su jefe.
Isadora esperó cuarenta minutos en un sofá que probablemente costaba más que su coche, leyendo y releyendo los documentos del sobre hasta que cada palabra quedó grabada en su memoria: el acta de nacimiento con el sello del registro civil de 1989, las pruebas de ADN con un 99.97% de coincidencia, los recortes de periódico del incendio que mostraban fotos de sus padres jóvenes, hermosos, muertos.
Tenía los ojos de su madre, descubrió con un dolor que no esperaba, y la mandíbula de su padre, y durante treinta y cinco años nadie le había dicho que se parecía a alguien, que venía de algún lugar, que existía un rostro en el mundo del que su cara era eco.
—Señorita Montes —la recepcionista pronunció su nombre como si le dejara mal sabor en la boca—, el señor Herrera la recibirá ahora.
El despacho era más pequeño de lo que esperaba, pero cada objeto en él gritaba poder silencioso: libros de derecho encuadernados en cuero que parecían haber sido leídos de verdad, un escritorio de madera oscura con las esquinas gastadas por décadas de uso, y en las paredes fotografías en blanco y negro de un hombre junto a una pareja que Isadora reconoció de inmediato.
Sus padres, vivos, sonriendo, con los brazos entrelazados y los ojos llenos de un futuro que nunca llegó.
—Se parecen —dijo una voz desde la ventana, y cuando Isadora se giró encontró a un hombre de unos sesenta años con el cabello completamente blanco y unos ojos verdes que la atravesaron como si pudiera ver cada secreto que había guardado en su vida—. Valentina tenía tu misma forma de fruncir el ceño cuando enfrentaba algo que no entendía, y Alejandro tenía tu manera de mantener la espalda recta aunque el mundo se estuviera cayendo.
—¿Los conocía? —la voz de Isadora sonó más frágil de lo que habría querido.
—Era su abogado y su amigo —respondió Sebastián, caminando hacia el escritorio con movimientos que revelaban una cojera antigua en la pierna derecha—. Fui el padrino de tu bautizo, te sostuve en brazos cuando tenías tres días de nacida, y pasé los últimos treinta años creyendo que habías muerto en el incendio hasta que Ernesto me trajo las pruebas de que seguías viva.
—Ernesto era el hombre del estacionamiento —adivinó Isadora—, el que murió anoche.
—Era el chofer de tu familia —Sebastián se sentó frente a ella con un peso en los hombros que parecía acumulado durante décadas—, estuvo ahí la noche del incendio, vio cosas que lo persiguieron hasta la tumba, y guardó silencio todos estos años porque los Castellanos le prometieron que te matarían si hablaba.
—Entonces ¿por qué habló ahora?
—Cáncer terminal —respondió el abogado—. Le dieron tres meses hace un año, sobrevivió once buscándote porque quería morir en paz, y anoche los Castellanos descubrieron lo que planeaba hacer y decidieron acelerar el proceso.
Isadora procesó la información con la calma fría que había aprendido a usar cuando las emociones amenazaban con destruirla. —¿Está diciendo que Ignacio Castellanos mandó matar a Ernesto?
—Estoy diciendo que la familia Castellanos ha matado antes para proteger lo que robaron, y que tú eres la mayor amenaza que han enfrentado en treinta años porque tienes algo que ellos creían enterrado para siempre: la verdad.
El abogado abrió un cajón del escritorio y sacó una carpeta gruesa, llena de documentos legales y fotografías y lo que parecían ser planos arquitectónicos de una mansión que Isadora nunca había visto pero que de alguna manera reconoció, como si su cuerpo guardara memorias que su mente había olvidado. —Tu familia era dueña del cuarenta por ciento de las acciones de lo que hoy es Castellanos Holdings —explicó Sebastián—, además de propiedades en cuatro países, inversiones en fondos internacionales que han crecido exponencialmente en tres décadas, y obras de arte que fueron «vendidas» después del incendio pero que en realidad están escondidas en bodegas propiedad de los Castellanos.
—¿Cuánto estamos hablando?
—A valores actuales, aproximadamente ochocientos millones de dólares.
El número quedó flotando en el aire como una sentencia, tan absurdo que Isadora casi se rió porque apenas ayer estaba calculando si podía permitirse cambiar las llantas del coche antes del invierno.
—Eso es... —comenzó.
—Es tuyo —completó Sebastián—, cada centavo es legalmente tuyo, y tengo los documentos para probarlo, pero recuperarlo no será fácil porque los Castellanos han pasado treinta años borrando evidencia y comprando jueces y destruyendo a cualquiera que se atreviera a cuestionar su versión de la historia.
—¿Qué necesito hacer?
El abogado la miró durante un largo momento, evaluándola con la misma intensidad que había usado su padre en las fotografías de las paredes. —Primero necesitas entender contra qué estás peleando: no solo son Ignacio y Regina, es toda una red de socios, políticos, y empresarios que se han beneficiado del dinero robado a tu familia y que harán cualquier cosa para que la verdad no salga a la luz.
—No me ha respondido —insistió Isadora—. ¿Qué necesito hacer?
—Necesitas desaparecer.
Isadora parpadeó, segura de haber escuchado mal. —¿Perdón?
—Isadora Montes, la asistente de Ignacio Castellanos, necesita desaparecer esta noche —explicó el abogado, sacando otro documento del cajón—, y mañana por la mañana, Isadora Montemayor, la heredera legítima de la fortuna que los Castellanos robaron, necesita aparecer en la puerta de la empresa con los documentos originales del fideicomiso que tu padre estableció antes de morir y que nadie sabe que existe excepto yo porque fui quien lo redactó.
—No entiendo.
—Tu padre sospechaba que alguien planeaba algo contra la familia —Sebastián se inclinó hacia adelante con la urgencia de quien ha guardado un secreto durante demasiado tiempo—, y tres días antes del incendio me pidió que creara un fideicomiso secreto que protegiera tus derechos de herencia incluso si él y tu madre morían, un fideicomiso que solo podría activarse cuando tú cumplieras treinta y cinco años y presentaras pruebas de identidad ante un notario independiente.
—Cumplí treinta y cinco hace dos meses.
—Lo sé —sonrió el abogado, y por primera vez Isadora vio esperanza en sus ojos—. He estado esperando este momento durante tres décadas, preparando cada documento, verificando cada prueba, porque sabía que algún día vendrías a reclamar lo que es tuyo.
Isadora se levantó y caminó hacia la ventana, mirando la ciudad que se extendía abajo como un tablero de juego donde ella había sido un peón durante treinta y cinco años sin saberlo, sin siquiera imaginar que existía una partida más grande que la miserable supervivencia que llamaba vida. —Si hago esto —dijo lentamente—, si me presento mañana como Isadora Montemayor, los Castellanos van a destruirme, van a usar cada recurso que tienen para desacreditarme, van a decir que soy una impostora, van a...
—Van a intentar todo eso y más —la interrumpió Sebastián—, van a amenazarte, van a ofrecerte dinero para que desaparezcas, y cuando nada de eso funcione van a intentar matarte como mataron a tus padres y como mataron a Ernesto anoche.
—Entonces ¿por qué debería hacerlo?
—Porque llevas doce años siendo invisible, trabajando catorce horas al día para personas que te tratan como basura mientras viven del dinero que le robaron a tu familia, y porque anoche escuchaste a Regina Castellanos llamarte huérfana sin pedigrí cuando en realidad eres la heredera de una de las familias más importantes de este país.
Isadora se giró hacia él. —¿Cómo sabe lo que dijo Regina anoche?
—Porque tengo ojos y oídos en esa empresa desde hace treinta años —respondió el abogado sin avergonzarse—, porque nunca dejé de buscarte, nunca dejé de preparar este momento, nunca dejé de creer que algún día la hija de mis mejores amigos vendría a reclamar la justicia que merece.
El silencio se extendió entre ellos, cargado de decisiones que no podían deshacerse, de caminos que una vez tomados no permitían retorno.
—Si hago esto —dijo Isadora finalmente—, quiero que entienda algo: no voy a conformarme con recuperar el dinero, no voy a aceptar un acuerdo silencioso que me dé una parte mientras los Castellanos se quedan con el resto, no voy a permitir que las personas que mataron a mis padres sigan viviendo como si fueran los dueños del mundo.
—¿Qué quieres entonces?
—Quiero todo —respondió, y su voz sonó como acero templado—. Quiero la empresa, quiero las propiedades, quiero el dinero, quiero las obras de arte, y quiero ver a Ignacio y Regina Castellanos arrodillados mientras les quito cada cosa que creyeron que era suya.
Sebastián la miró durante un largo momento, y algo cambió en su expresión, algo que se parecía al orgullo de un padre que ve a su hija convertirse en la mujer que siempre supo que podía ser. —Tu madre habría dicho exactamente lo mismo —murmuró—. Tenías seis meses cuando te vi por última vez, pero ya entonces tenías fuego en los ojos.
Abrió el cajón una vez más y sacó una caja de terciopelo negro que colocó sobre el escritorio con reverencia. —Esto era de tu madre, lo rescaté del incendio antes de que los Castellanos pudieran robárselo junto con todo lo demás, y lo he guardado durante treinta años esperando dártelo.
Isadora abrió la caja con manos que temblaban a pesar de todos sus esfuerzos por controlarlas, y encontró un collar de rubíes tan rojo como la sangre, tan antiguo como las historias que nadie le había contado, con un dije en forma de fénix que brillaba bajo la luz artificial como si tuviera vida propia.
—El emblema de la familia Montemayor —explicó el abogado—. El fénix que renace de las cenizas, el símbolo que tu bisabuelo eligió cuando fundó la fortuna familiar hace cien años porque creía que los verdaderos Montemayor siempre encontrarían la forma de levantarse después de cualquier caída.
Isadora se puso el collar con dedos que ya no temblaban, sintiendo el peso frío del metal contra su pecho, sintiendo el peso de treinta años de mentiras, de soledad, de invisibilidad transformándose en algo nuevo, algo peligroso, algo que llevaba el nombre de sus padres y ardía con el fuego de la justicia que finalmente iba a conseguir.
—¿A qué hora abren las oficinas de Castellanos Holdings mañana? —preguntó.
—A las ocho.
—Entonces estaré ahí a las siete cincuenta y cinco —dijo, guardando los documentos en su bolso con la calma de quien ya ha tomado la decisión más importante de su vida—, y cuando Ignacio Castellanos llegue a su oficina con su café de la mañana y su sonrisa de dueño del mundo, voy a estar sentada en su silla, con el fideicomiso de mi padre sobre su escritorio, lista para quitarle todo lo que cree que es suyo.
Sebastián sonrió, y en esa sonrisa había treinta años de espera, treinta años de preparación, treinta años de fe en que este momento llegaría. —Hay algo más que debes saber antes de irte.
—¿Qué?
—Ignacio Castellanos tiene un hijo, un hombre de tu edad que maneja las operaciones internacionales de la empresa desde hace cinco años, alguien a quien nunca has visto porque trabaja desde Europa, pero que llegó esta mañana al país porque su padre lo llamó de urgencia.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—Tiene que ver porque Dante Castellanos no sabe la verdad sobre cómo su familia construyó su fortuna, porque ha pasado su vida creyendo las mentiras que sus padres le contaron, y porque cuando descubra quién eres y lo que representas, va a convertirse en tu enemigo más peligroso o en tu aliado más valioso.
Isadora procesó la información, archivándola junto con todo lo demás que había aprendido en las últimas veinticuatro horas, junto con el dolor, la rabia, la determinación que ahora corría por sus venas como fuego líquido. —¿Y usted qué cree que será, enemigo o aliado?
—Creo —respondió Sebastián, acompañándola hacia la puerta con esa cojera que hablaba de batallas antiguas— que eso dependerá enteramente de ti y de la mujer que decidas ser cuando lo enfrentes.
Isadora salió del edificio con el collar de su madre bajo la blusa, los documentos de su herencia en el bolso, y la certeza de que mañana comenzaría una guerra que solo podía terminar de dos maneras: con ella recuperando todo lo que le habían quitado, o con su cuerpo enterrado junto al de sus padres.
Pero mientras caminaba hacia el metro que la llevaría a su departamento diminuto por última vez, mientras sentía el peso del fénix sobre su corazón y el fuego de la venganza calentando su sangre, supo con absoluta certeza cuál de esos dos finales iba a elegir.
Porque ya no era la mujer invisible que los Castellanos habían pisoteado durante doce años, ya no era la huérfana sin pedigrí que Regina despreciaba, ya no era nadie.
Era Isadora Montemayor, la última de su linaje, y mañana el mundo entero iba a saberlo.







