La primera victoria sabe a fuego

La sala de juntas de Castellanos Holdings tenía capacidad para treinta personas, pero a las nueve de la mañana solo había catorce: los doce miembros del consejo de administración, Ignacio Castellanos sudando en la cabecera de la mesa, y Dante de pie junto a la ventana con los brazos cruzados y una expresión que su padre no podía descifrar.

Isadora esperó en el pasillo hasta las nueve y cinco, el tiempo suficiente para que todos hubieran leído los documentos que Sebastián había enviado a las ocho en punto, el tiempo suficiente para que el murmullo de conversaciones alarmadas se transformara en un silencio tenso cuando las secretarias empezaron a susurrar sobre la mujer con el collar de rubíes que había entrado en la oficina del jefe antes del amanecer.

Cuando entró, todas las miradas se clavaron en ella con una mezcla de curiosidad, incredulidad y algo que en varios rostros se parecía al cálculo de las ratas abandonando un barco que se hunde.

—Buenos días —dijo, ocupando la silla vacía al otro extremo de la mesa, directamente frente a Ignacio—. Mi nombre es Isadora Montemayor, y estoy aquí para reclamar lo que me pertenece.

—Esto es absurdo —Ignacio golpeó la mesa con el puño, pero su voz temblaba y nadie en la sala parecía dispuesto a respaldarlo—, estos documentos son falsificaciones, esta mujer es una empleada resentida que...

—Señor Castellanos —lo interrumpió una mujer de cabello plateado y ojos agudos que Isadora reconoció como Elena Vargas, la directora legal de la empresa—, he revisado estos documentos durante la última hora y puedo confirmar que el fideicomiso es auténtico, los sellos corresponden a la época indicada, y la firma de Sebastián Herrera coincide con los registros notariales de mil novecientos ochenta y nueve.

El murmullo que recorrió la sala sonó como el primer crujido de un edificio a punto de colapsar.

—También he verificado los resultados del ADN —continuó Elena, con la calma profesional de quien ha decidido qué bando elegir y no es el de los perdedores—, y puedo confirmar que la señorita Montemayor es, con un noventa y nueve punto noventa y siete por ciento de certeza, la hija biológica de Valentina y Alejandro Montemayor.

—Eso no prueba nada sobre cómo murieron —intervino un hombre mayor que Isadora reconoció como Tomás Aguirre, uno de los socios originales que llevaba con la familia desde los tiempos del abuelo Castellanos—, el incendio fue un accidente, la investigación lo determinó hace treinta años.

—La investigación que pagó esta empresa —respondió Isadora, sacando otra carpeta de su bolso—, con fondos que he rastreado hasta una cuenta en Panamá que el abuelo Castellanos usaba para sobornos, una cuenta cuyos registros completos están ahora en manos de mi abogado y que serán entregados a la fiscalía a las doce del mediodía si esta junta no acepta mis términos.

—¿Términos? —Tomás Aguirre la miró con una mezcla de furia y miedo—. ¿Vienes aquí con acusaciones sin fundamento y pretendes ponernos términos?

—Vengo aquí con pruebas documentales de asesinato, fraude y conspiración para encubrir un crimen —respondió Isadora sin alterar la voz—, y sí, pretendo poner términos, porque la alternativa es que todos ustedes enfrenten cargos como cómplices después del hecho por haber administrado durante décadas una fortuna que sabían robada.

El silencio que siguió fue tan profundo que Isadora pudo escuchar la respiración agitada de Ignacio, el roce de la tela cuando Elena Vargas se ajustó las gafas, el crujido del cuero cuando Dante cambió de posición junto a la ventana.

—¿Qué términos? —preguntó finalmente una mujer joven que Isadora no reconoció, probablemente una de las nuevas directoras que habían entrado al consejo en los últimos años.

—El cuarenta por ciento de las acciones de esta empresa me pertenece legalmente según el fideicomiso de mi padre —comenzó Isadora, desplegando un documento sobre la mesa—, pero estoy dispuesta a aceptar el cincuenta y uno por ciento como compensación por treinta años de usufructo ilegal de mi patrimonio.

—¡Eso es un robo! —gritó Ignacio—. ¡Estás pidiendo el control mayoritario de una empresa que mi familia construyó desde cero!

—Tu familia no construyó nada desde cero —la voz de Dante resonó desde la ventana, y todas las cabezas se giraron hacia él—. Acabo de revisar los libros de contabilidad originales de mil novecientos noventa, los que supuestamente se perdieron en una «inundación del archivo» hace veinte años pero que curiosamente encontré en una caja fuerte del despacho del abuelo cuando murió.

Ignacio se puso pálido como la cera.

—El capital inicial de Castellanos Holdings provino íntegramente de la liquidación de activos Montemayor —continuó Dante, caminando hacia la mesa con pasos lentos que resonaban como sentencias—, cada peso que usamos para arrancar esta empresa fue robado a la familia de esta mujer, y tengo los registros originales para probarlo.

—Dante, hijo, no sabes lo que estás haciendo —la voz de Ignacio se había convertido en un susurro desesperado—, estás destruyendo a tu propia familia...

—Estoy dejando de ser cómplice de un asesinato —respondió Dante, colocando una carpeta gruesa sobre la mesa frente a Elena Vargas—, algo que tú deberías haber hecho hace treinta años.

Elena abrió la carpeta con manos que temblaban ligeramente, y a medida que pasaba las páginas, su expresión fue cambiando de la sorpresa a la comprensión y finalmente a algo que se parecía al alivio de quien ve confirmadas sus peores sospechas.

—Esto es... —comenzó.

—Incontrovertible —completó Dante—. Y hay más: cuando empecé a sospechar que algo no cuadraba en la historia de la familia, hace dos años, contraté a un investigador privado para que siguiera el rastro del dinero, y lo que encontró está en esa carpeta junto con testimonios de empleados antiguos que aceptaron hablar a cambio de inmunidad.

Isadora miró a Dante con ojos nuevos, entendiendo de pronto que este hombre no era simplemente el hijo de sus enemigos, era alguien que había vivido con dudas durante años, que había investigado en silencio, que había esperado el momento de actuar sin saber que ese momento llegaría en la forma de una mujer con un collar de rubíes y una verdad que él ya había empezado a descubrir por su cuenta.

—Propongo —dijo Elena Vargas, levantándose de su silla con la autoridad de quien ha tomado una decisión— que sometamos a votación inmediata la aceptación de los términos de la señorita Montemayor y la suspensión temporal de Ignacio Castellanos de todas sus funciones ejecutivas hasta que se complete una investigación interna.

—¡No pueden hacer esto! —Ignacio se levantó tan violentamente que su silla cayó hacia atrás con un estruendo—. ¡Esta empresa lleva mi nombre!

—Esta empresa lleva el nombre de la familia que asesinó a la mía —respondió Isadora, poniéndose de pie para enfrentarlo directamente—, y a partir de hoy, ese nombre va a significar algo muy diferente.

La votación fue rápida y brutal: diez a favor, dos abstenciones, ninguno en contra excepto Ignacio, cuyo voto ya no contaba porque acababan de suspenderlo.

Cuando los directivos empezaron a salir de la sala con expresiones que iban desde el alivio hasta la consternación, Ignacio se quedó clavado en su lugar como un hombre que acaba de ver derrumbarse todo lo que creía sólido, todo lo que había construido sobre mentiras y huesos ajenos.

—Esto no ha terminado —dijo, mirando a Isadora con un odio tan puro que casi parecía admiración—. No sabes con quién te estás metiendo.

—Sé exactamente con quién me estoy metiendo —respondió ella—: con el hombre que ordenó asesinar a mis padres, que me robó treinta años de vida, que me trató como basura mientras vivía de mi dinero, y que va a pasar el resto de sus días preguntándose cómo la huérfana sin pedigrí a la que despreciaba terminó quitándole todo.

Ignacio abrió la boca para responder, pero antes de que pudiera hacerlo, dos guardias de seguridad entraron en la sala con expresiones profesionalmente neutras.

—Señor Castellanos —dijo uno de ellos—, tenemos órdenes de escoltarlo fuera del edificio mientras se completa la investigación interna.

Lo último que Isadora vio de Ignacio Castellanos fue su espalda encogida mientras los guardias lo guiaban hacia el ascensor, la espalda de un hombre que hace veinticuatro horas era el dueño del mundo y que ahora no era dueño ni de su propia dignidad.

—Impresionante —dijo una voz a su espalda, y cuando Isadora se giró encontró a Dante observándola con una expresión que no lograba descifrar—. Llevas menos de tres horas en esta empresa como propietaria y ya has conseguido lo que ningún competidor logró en treinta años.

—No soy una competidora —respondió ella—, soy la dueña legítima reclamando lo que me robaron.

—Lo sé —Dante caminó hacia ella con pasos lentos, deteniéndose a una distancia que era profesional pero que de alguna manera se sentía demasiado cercana—. Y quiero que sepas que lo que dije ahí dentro no fue para proteger a mi familia ni para ganarme tu favor, fue porque era lo correcto y porque llevo dos años esperando el momento de exponer la verdad sin saber cómo hacerlo.

—¿Por qué no lo hiciste antes?

—Porque no tenía pruebas suficientes, porque no sabía que había una heredera viva, porque parte de mí esperaba que mis sospechas fueran equivocadas y que la familia en la que crecí no fuera tan monstruosa como los documentos sugerían —sus ojos se oscurecieron—. Pero ahora que sé la verdad completa, no puedo pretender que no existe.

Isadora lo estudió durante un momento largo, buscando señales de engaño, indicios de que esto era una trampa elaborada para ganarse su confianza, pero lo único que encontró fue cansancio, dolor, y algo que se parecía terriblemente a la misma soledad que ella había sentido durante treinta y cinco años.

—Tu madre y tu padre van a intentar destruirme —dijo finalmente—, van a usar cada recurso que tengan para desacreditarme, y cuando eso no funcione, van a intentar algo peor.

—Lo sé.

—¿Y qué lado vas a elegir cuando eso pase?

Dante la miró durante un momento que pareció extenderse más allá del tiempo, y cuando habló, su voz sonó como una promesa y una advertencia al mismo tiempo.

—El lado correcto —dijo—, que resulta ser el tuyo, aunque eso no significa que confíe en ti ni que espere que confíes en mí, porque ambos sabemos que la confianza se gana y que tenemos una historia muy complicada entre nuestras familias.

—Entonces ¿qué propones?

—Propongo que trabajemos juntos para limpiar esta empresa del legado de sangre que mi abuelo dejó —dijo—, y que mientras lo hacemos, nos observemos mutuamente para decidir si podemos ser aliados o si estamos condenados a ser enemigos.

Isadora extendió la mano hacia él, consciente de que este apretón significaba algo diferente al que había compartido con Sebastián la noche anterior, algo más peligroso, más incierto, más cargado de posibilidades que no se atrevía a nombrar.

—Trato —dijo.

Dante tomó su mano, y el contacto fue firme, cálido, eléctrico de una manera que no debería serlo considerando que acababan de conocerse, considerando que él era el hijo de sus enemigos, considerando que todo entre ellos debería ser sospecha y distancia.

—Hay algo más que deberías saber —dijo él, sin soltar su mano—. Mi madre llamó a mi tía Lucía hace veinte minutos, y Lucía llamó al senador Montenegro, y el senador Montenegro está casado con la hija del juez que archivó la investigación original sobre el incendio Montemayor hace treinta años.

—¿Qué significa eso?

—Significa que para el almuerzo, la mitad de la élite de esta ciudad va a saber que Isadora Montemayor ha vuelto de entre los muertos, y que para la cena, algunos de ellos van a estar planeando cómo devolverte ahí.

Isadora soltó su mano con una sonrisa que sorprendió a Dante porque no había miedo en ella, solo la determinación feroz de una mujer que ha sobrevivido demasiado para dejarse intimidar ahora.

—Entonces será mejor que empecemos a trabajar —dijo—, porque tengo una empresa que reconstruir, una fortuna que recuperar, y una lista muy larga de personas que van a arrepentirse de haber subestimado a la huérfana sin pedigrí.

Caminó hacia la puerta de la sala de juntas, sintiendo la mirada de Dante clavada en su espalda, sintiendo el peso del collar de rubíes sobre su pecho, sintiendo por primera vez en treinta y cinco años que estaba exactamente donde debía estar.

Pero antes de salir, se detuvo y giró la cabeza hacia él.

—Dante.

—¿Sí?

—Dijiste que tu madre llamó a tu tía hace veinte minutos, lo que significa que sabías de esa llamada mientras estábamos en la reunión y no dijiste nada hasta ahora —sus ojos se encontraron con los de él—. ¿Por qué esperaste?

Dante sonrió, y fue la primera sonrisa genuina que Isadora había visto en su rostro, una sonrisa que transformaba sus facciones de algo intimidante a algo peligrosamente atractivo.

—Porque quería ver cómo manejabas la reunión sin saber que el enemigo ya estaba movilizándose —respondió—, y porque ahora que sé que eres capaz de ganar una batalla sin esa información, me interesa mucho ver qué haces cuando la tengas.

—¿Me estabas probando?

—Estaba evaluando a mi posible aliada —corrigió él—, igual que tú me has estado evaluando a mí desde el momento en que entré en el despacho de mi padre esta mañana.

Isadora lo miró durante un momento largo, y algo entre ellos cambió, algo que dejó de ser solo sospecha y distancia para convertirse en algo más complejo, más peligroso, más cargado de un futuro que ninguno de los dos podía predecir.

—Esta noche —dijo finalmente— hay una gala benéfica en el hotel Excelsior, el mismo hotel donde mi madre organizaba eventos cuando yo era bebé según las fotos que encontré en los documentos de Sebastián.

—Lo sé —respondió Dante—, mi familia es la anfitriona.

—Ya no es tu familia la anfitriona —corrigió Isadora—, ahora lo soy yo, y voy a usar esa gala para presentarme ante toda la sociedad que creyó que los Montemayor habían muerto hace treinta años.

—Eso es...

—¿Peligroso? ¿Arriesgado? ¿Una locura? —Isadora sonrió—. Sí, es todas esas cosas, pero también es exactamente lo que mi madre habría hecho, y es hora de que esta ciudad recuerde que el fénix siempre renace de las cenizas.

Salió de la sala de juntas antes de que él pudiera responder, sintiendo su mirada seguirla mientras caminaba por el pasillo hacia su nueva oficina, la oficina que había sido de Ignacio hasta hace una hora, la oficina desde donde iba a reconstruir el imperio que le habían robado.

Y mientras el ascensor se cerraba frente a ella, reflejando su imagen con el collar de rubíes brillando como fuego sobre su pecho, Isadora permitió que la sonrisa que había estado conteniendo finalmente se extendiera por su rostro.

Esta era solo la primera victoria.

Y la noche apenas estaba comenzando.

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