Mundo ficciónIniciar sesión—¿Sí? —pregunto sin apartar del todo la vista del informe. —Señor, hay… —hace una pausa breve, y traga saliva antes de continuar— hay dos personas que lo buscan. Pero no tienen cita. Levanto por completo la mirada, deteniendo el movimiento del bolígrafo. Mi tono se vuelve seco. —¿Y qué debes hacer cuando alguien quiere verme, pero no tiene cita? —pregunto, dejando que la ironía se escurra entre las palabras. Ella baja la vista de inmediato, como si la pregunta pesara más de lo que debería. —No dejarlos pasar, señor —responde en voz baja. Asiento despacio, con un leve gesto que debería bastar para cerrar el tema, pero ella no se mueve. Permanece inmóvil, de pie frente al escritorio, con los labios apretados y una respiración que tiembla. La observo con atención, sin entender aún por qué no se retira. —Entonces… —murmuro, marcando cada sílaba— ¿por qué estás todavía aquí? Vázquez se retuerce un poco en su sitio. Su incomodidad es palpable. La mano derecha se desliza hasta el borde de la falda, alisa el tejido sin necesidad, un gesto nervioso que ya he visto antes en empleados que prefieren demorar una mala noticia. —Es que, señor… —duda, busca las palabras— estas dos personas… bueno… son dos niños. El bolígrafo se me escapa de entre los dedos y cae sobre el escritorio con un golpe seco. El sonido retumba más de lo que debería en el silencio de la oficina. —¿Niños? —repito, con el ceño apenas fruncido. —Sí, señor. Un niño y una niña, según me dijeron abajo en recepción. Dicen que… —hace una pausa más larga, y su voz se quiebra apenas— que son sus hijos.
Leer másCristian.
Mi mente está enfocada en la montaña de papeles frente a mí. No es una exageración. Es literalmente una pila que amenaza con desplomarse sobre el escritorio, una masa de contratos, informes de rendimiento, presupuestos en revisión y una lista interminable de ajustes que deben aprobarse antes de fin de mes. La nueva empresa apenas está despegando, y cualquier decisión mal tomada podría hundirla antes de que alcance la estabilidad que prometí a los inversores. Cada cifra es una cuerda floja, y cada firma, una apuesta calculada para atraer, al menos, la mirada de algún capital dispuesto a invertir. De lo contrario, tendré que dar ese dinero por perdido, junto con meses de planificación y noches sin descanso. El reloj sobre la pared marca las once y cuarto, pero el tiempo dentro de la oficina parece otro. Ni el aire se mueve. Las luces blancas del techo bañan el espacio con un brillo estéril, reflejándose en el vidrio del ventanal que da a la ciudad. Afuera, Buenos Aires bulle, caótica y despierta, pero aquí dentro todo es silencio. Solo el rasgueo de mi pluma y el leve zumbido del aire acondicionado interrumpen la quietud. Me recuesto un instante en la silla, dejando que el respaldo crujido suavemente me devuelva una sensación falsa de descanso. Tomo aire. Exhalo. La presión se acumula detrás de mis ojos como un peso invisible. Las últimas semanas se han convertido en un desfile constante de juntas, correos urgentes y reuniones con gente que sonríe demasiado para no estar ocultando algo. El mundo de los negocios es un teatro, y hoy, más que nunca, siento que me toca representar el papel del hombre que lo controla todo, aunque por dentro apenas sostenga el guion. El sonido de la puerta interrumpe la línea de mis pensamientos. Tres golpes secos, seguidos por el leve chirrido de las bisagras. Apenas un segundo de distracción, pero suficiente para sacarme del cálculo que estaba revisando. Levanto la mirada del documento y fijo los ojos en la puerta. —Adelante —digo, con ese tono automático que se vuelve reflejo después de años en despachos como este. La puerta se abre con suavidad. La señorita Vázquez entra en la oficina con pasos medidos, procurando que los tacos no resuenen demasiado sobre el piso de madera. No tengo que verla directamente para saber que algo anda mal. Su respiración es distinta. Corta, irregular. Hay algo en su forma de sostener los papeles contra el pecho, en el modo en que aprieta los dedos contra el borde de la carpeta, que la delata. Nervios. Mantengo la vista en el documento unos segundos más, como si su presencia no alterara nada, pero la incomodidad en el aire crece lo suficiente como para obligarme a levantar la mirada. —¿Sí? —pregunto sin apartar del todo la vista del informe. —Señor, hay… —hace una pausa breve, y traga saliva antes de continuar— hay dos personas que lo buscan. Pero no tienen cita. Levanto por completo la mirada, deteniendo el movimiento del bolígrafo. Mi tono se vuelve seco. —¿Y qué debes hacer cuando alguien quiere verme, pero no tiene cita? —pregunto, dejando que la ironía se escurra entre las palabras. Ella baja la vista de inmediato, como si la pregunta pesara más de lo que debería. —No dejarlos pasar, señor —responde en voz baja. Asiento despacio, con un leve gesto que debería bastar para cerrar el tema, pero ella no se mueve. Permanece inmóvil, de pie frente al escritorio, con los labios apretados y una respiración que tiembla. La observo con atención, sin entender aún por qué no se retira. —Entonces… —murmuro, marcando cada sílaba— ¿por qué estás todavía aquí? Vázquez se retuerce un poco en su sitio. Su incomodidad es palpable. La mano derecha se desliza hasta el borde de la falda, alisa el tejido sin necesidad, un gesto nervioso que ya he visto antes en empleados que prefieren demorar una mala noticia. —Es que, señor… —duda, busca las palabras— estas dos personas… bueno… son dos niños. El bolígrafo se me escapa de entre los dedos y cae sobre el escritorio con un golpe seco. El sonido retumba más de lo que debería en el silencio de la oficina. —¿Niños? —repito, con el ceño apenas fruncido. —Sí, señor. Un niño y una niña, según me dijeron abajo en recepción. Dicen que… —hace una pausa más larga, y su voz se quiebra apenas— que son sus hijos. El aire cambia. No hay otra forma de describirlo. La habitación entera se contrae, como si el oxígeno se hubiera esfumado de golpe. La frase queda suspendida entre nosotros, sin eco, pero con un peso que se clava en el ambiente. La observo en silencio. No sé si espero que se retracte o que diga que se trata de un error, una broma absurda, una confusión con alguien más que lleve mi apellido. Pero ella no lo hace. Permanece quieta, con la cabeza ligeramente inclinada, evitando mi mirada. Apoyo los codos sobre el escritorio y entrelazo las manos frente al rostro. Intento mantener la compostura. —¿Mis hijos? —repito despacio, casi en un murmullo, como si la idea necesitara probar su sonido antes de existir. Ella asiente con un movimiento leve. El silencio que sigue es más espeso que cualquier palabra. Solo se oye el leve tic del reloj y el zumbido constante del aire acondicionado, un ruido mecánico que ahora parece insoportable. Intento racionalizar. Pienso en la posibilidad de un malentendido: tal vez los niños confundieron nombres, tal vez alguien los envió con una historia inventada. O tal vez —y esa idea se abre paso con una frialdad que me incomoda— alguien busca usar mi nombre para obtener algo. No sería la primera vez que intentan manipular mi imagen para sacar provecho. Pero el modo en que Vázquez lo dice… su nerviosismo no parece fingido. —¿Dónde están? —pregunto al fin. —En la recepción, señor. Los hizo pasar seguridad cuando mencionaron su nombre. Parecían… —vacila— bastante insistentes. Asiento, sin mirarla. Muevo los papeles frente a mí solo por tener algo que hacer con las manos. El sonido del papel contra el escritorio suena áspero, como si la realidad necesitara recordarme que sigue allí. Me inclino hacia atrás, dejo escapar un suspiro apenas audible. La mente me trabaja rápido, pero las emociones, no. Se quedan atascadas en algún punto del pecho, atrapadas entre la incredulidad y una irritación que no sé bien a quién dirigir. No digo nada. Ella espera una instrucción, y yo necesito un segundo más para ordenar las ideas, para no dejar que el desconcierto se note. Finalmente, levanto la mirada. —Diles que esperen —ordeno con voz firme. Vázquez asiente con rapidez. Se da la vuelta y avanza hacia la puerta, aunque su paso vacila antes de salir. La puerta se cierra con un leve clic. Y el silencio regresa, más denso que antes. Me quedo inmóvil unos segundos, mirando sin ver el ventanal. Afuera, las luces del mediodía se reflejan en el vidrio, y por un instante me veo a mí mismo, mi reflejo distorsionado, ajeno, el rostro impasible de un hombre que ha construido demasiadas murallas como para dejar que algo lo sorprenda. Pero lo hizo. Dos niños. Mis hijos. Las palabras vuelven a mi mente con un eco que no logro silenciar. Y, por primera vez en mucho tiempo, no sé qué hacer.No moví ni un solo músculo de mi cuerpo a pensar de que por alguna extraña razón ansiaba obedecerle y eso solo avivaba mi ira. Mi cuerpo estaba más que rígido, las manos cerradas a los costados, como si cualquier gesto de más pudiera romper algo que ya estaba peligrosamente resquebrajado. —No —dije. Cristian no reaccionó de inmediato. Se limitó a inclinar apenas la cabeza, observándome como quien evalúa una resistencia menor, algo que puede ceder con la presión correcta. —No es una sugerencia —respondió, tranquilo—. Es una conversación pendiente desde hace años. —Podemos tenerla aquí El aire entre nosotros estaba cargado de cosas viejas. De silencios mal cerrados. De acuerdos nunca escritos que él siempre creyó que seguían vigentes. Lo último que haría es encerrarme entre cuatro pareces sola con el. No soy tan fuerte —Por favor que será rápido, tengo cosas que hacer —continué—. Una sombra cruzó su expresión. Breve, pero real. —¿Con quien? ¿Con tu Rafa? —dijo—. Sol
Lisa El teléfono vibró cuando estaba cerrando la cafetería. Al ver el número de Rafa en la pantalla y estómago se apretó dolorosamente y una emoción indescriptible me inundó. Tuve que mentalizarme unos segundos antes de contestar —Hola. —Lisa… —su voz sonaba apagada—. Que lindo es escuchar su voz. Lamento mucho a ver faltado al trabajo todos estos días Su voz sonaba un poquito apagada. —Me estaba empezando a preocupar, Rafa. ¿Porque has faltado? —No me he estado sintiendo bien —continuó—. Desde ayer. Mareos, fiebre… No quise preocupar a nadie. —¿Estás solo? —pregunté alarmada, ya sabiendo la respuesta. —Sí, pero estoy bien. De verdad. Nunca confío en esa frase. —¿Dónde estás? Hubo una pausa mínima. Casi imperceptible. —En casa. —Voy para allá. —No, Lisa, no hace falta —se apresuró—. En serio. No quiero molestarte. —No es molestia. —No… prefiero descansar. —Rafa —dije, firme—. Te aviso cuando llego. Pásame tu dirección Colgué antes de que pudiera
LizaEl día en la cafetería fue un total caos. Rafa no se apareció en ningún momento. Creo que me debe está odiando de la peor manera y todo por cualpa de cabron que parece existir solo para joder mi paz y todo lo que amenace con hacerme feliz. El cabron se atrevió a volver a besarme frente a la escuela de nuestros niños. ¿Qué carajo le pasa? Lo pero que es que las personas a nuestro alrededor nos miraban con brillo en los ojos como si fuéramos la pareja perfecta. Después de que insistirá en explicarme porque me destrozo en mil pedazos. Tome mi auto y hui como una cobarde. No va a volver a suceder. No va a destrozarme dos beses. Ahora vuelvo a la escuela a recoger a los niños mientras ruego no encontrármelo, pero mi ruegos no son escuchados y otra vez lo encuentra frente a la escuela recostado en su auto. Al parecer esto se va a volver una rutina. Los chicos salen del edificio justo cuando yo bajo de mi auto. Cristian se agacha, los saludó, preguntó por la mañana, por una prue
Lisa No pude mentir. Y Cristian lo supo en el mismo segundo en que no respondí. Se apartó apenas, lo justo para mirarme a los ojos. Ya no había sonrisa. Tampoco triunfo. Había algo más incómodo… vulnerable. —Eso —dijo en voz baja—. Ese silencio. Siempre fuiste pésima mintiéndome. Me solté de golpe, como si el contacto empezara a quemar. —No confundas las cosas —dije, acomodándome el cabello, buscando aire—. Sentir algo no significa que esté bien. No significa que quiera esto. Ni a vos. —Pero significa que todavía estamos ahí —respondió—. Que no se terminó. —Se terminó —lo miré firme—. Lo que pasa es que vos no aceptás perder. Sus ojos se endurecieron un segundo. Después bajó la mirada, respiró hondo y dio un paso atrás. Me dio espacio. Y eso, viniendo de él, fue casi más inquietante. —No vine a forzarte —dijo—. Vine a recordarte lo que somos cuando dejamos de mentirnos. —No somos nada —repetí, aunque ya no estaba tan segura de a quién intentaba convencer. Un golpe suave en
Lisa Stefani llevaba diez minutos hablándome sin respirar, y yo llevaba diez minutos tratando de no colapsar mientras armaba las bandejas de medialunas. El aroma a café no alcanzaba para borrar el de la noche anterior, ese que se te queda impregnado en el pecho: miedo, bronca, y algo que prefería seguir barriendo bajo la alfombra mental.—Voy para allá —anunció ella de golpe—. Tal vez ese loco va a volver —No —la frené enseguida—. No vengas. No creo que lo haga y Tengo que abrir en veinte minutos, después paso a buscar a los chicos. No voy a tener tiempo ni para respirar. En serio, no vengas.Se hizo un silencio de esos que dicen “no estoy de acuerdo pero me voy a callar”.—Bueno —cedió a regañadientes—. Pero si pasa algo, me llamás. ¿Me escuchaste, Lisa?—Sí, mamá —bufé.—Ah, andate a la mierda. Te llamo más tarde.Cortó sin despedirse, como buena amiga preocupada.Respiré hondo, apagué las ganas de llorar, abrí la cafetería y dejé que las horas corrieran. El trabajo me calmaba, a
Lisa A la mañana siguiente me desperté con un dolor de cabeza leve, pero persistente. No era físico. Era emocional. Una mezcla de vergüenza, bronca, confusión… y algo que prefería no nombrar. Dormí pocas horas. Cada vez que cerraba los ojos veía el puño de Cristian impactando en Rafa, la furia en su mirada, la forma en que me habló, la forma en que me miró. Y también veía a la rubia, de pie en la puerta, sin entender nada. Me forcé a levantarme, a ducharme, a prepararme. La cafetería no se iba a abrir sola. Necesitaba rutina. Normalidad. Algo que me hiciera creer que la noche anterior había sido solo una mala película. Llegué temprano, como siempre. El aroma a café recién molido me recibió apenas encendí las máquinas. Me puse a armar los mostradores, acomodar medialunas, revisar la caja, limpiar las mesas. Algo simple. Repetitivo. Terapéutico. Y mientras acomodaba los cartelitos de precios, mi teléfono vibró. Stefani. Respiré hondo. No tenía ganas de contar nada, pero sabía que
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