Lo que sea para que vuelvas conmigo
Lo que sea para que vuelvas conmigo
Por: Pz
Capítulo 1 sus hijos

Cristian.

Mi mente está enfocada en la montaña de papeles frente a mí. No es una exageración. Es literalmente una pila que amenaza con desplomarse sobre el escritorio, una masa de contratos, informes de rendimiento, presupuestos en revisión y una lista interminable de ajustes que deben aprobarse antes de fin de mes.

La nueva empresa apenas está despegando, y cualquier decisión mal tomada podría hundirla antes de que alcance la estabilidad que prometí a los inversores. Cada cifra es una cuerda floja, y cada firma, una apuesta calculada para atraer, al menos, la mirada de algún capital dispuesto a invertir. De lo contrario, tendré que dar ese dinero por perdido, junto con meses de planificación y noches sin descanso.

El reloj sobre la pared marca las once y cuarto, pero el tiempo dentro de la oficina parece otro. Ni el aire se mueve. Las luces blancas del techo bañan el espacio con un brillo estéril, reflejándose en el vidrio del ventanal que da a la ciudad. Afuera, Buenos Aires bulle, caótica y despierta, pero aquí dentro todo es silencio. Solo el rasgueo de mi pluma y el leve zumbido del aire acondicionado interrumpen la quietud.

Me recuesto un instante en la silla, dejando que el respaldo crujido suavemente me devuelva una sensación falsa de descanso. Tomo aire. Exhalo. La presión se acumula detrás de mis ojos como un peso invisible. Las últimas semanas se han convertido en un desfile constante de juntas, correos urgentes y reuniones con gente que sonríe demasiado para no estar ocultando algo. El mundo de los negocios es un teatro, y hoy, más que nunca, siento que me toca representar el papel del hombre que lo controla todo, aunque por dentro apenas sostenga el guion.

El sonido de la puerta interrumpe la línea de mis pensamientos. Tres golpes secos, seguidos por el leve chirrido de las bisagras. Apenas un segundo de distracción, pero suficiente para sacarme del cálculo que estaba revisando. Levanto la mirada del documento y fijo los ojos en la puerta.

—Adelante —digo, con ese tono automático que se vuelve reflejo después de años en despachos como este.

La puerta se abre con suavidad. La señorita Vázquez entra en la oficina con pasos medidos, procurando que los tacos no resuenen demasiado sobre el piso de madera. No tengo que verla directamente para saber que algo anda mal. Su respiración es distinta. Corta, irregular. Hay algo en su forma de sostener los papeles contra el pecho, en el modo en que aprieta los dedos contra el borde de la carpeta, que la delata. Nervios.

Mantengo la vista en el documento unos segundos más, como si su presencia no alterara nada, pero la incomodidad en el aire crece lo suficiente como para obligarme a levantar la mirada.

—¿Sí? —pregunto sin apartar del todo la vista del informe.

—Señor, hay… —hace una pausa breve, y traga saliva antes de continuar— hay dos personas que lo buscan. Pero no tienen cita.

Levanto por completo la mirada, deteniendo el movimiento del bolígrafo. Mi tono se vuelve seco.

—¿Y qué debes hacer cuando alguien quiere verme, pero no tiene cita? —pregunto, dejando que la ironía se escurra entre las palabras.

Ella baja la vista de inmediato, como si la pregunta pesara más de lo que debería.

—No dejarlos pasar, señor —responde en voz baja.

Asiento despacio, con un leve gesto que debería bastar para cerrar el tema, pero ella no se mueve. Permanece inmóvil, de pie frente al escritorio, con los labios apretados y una respiración que tiembla. La observo con atención, sin entender aún por qué no se retira.

—Entonces… —murmuro, marcando cada sílaba— ¿por qué estás todavía aquí?

Vázquez se retuerce un poco en su sitio. Su incomodidad es palpable. La mano derecha se desliza hasta el borde de la falda, alisa el tejido sin necesidad, un gesto nervioso que ya he visto antes en empleados que prefieren demorar una mala noticia.

—Es que, señor… —duda, busca las palabras— estas dos personas… bueno… son dos niños.

El bolígrafo se me escapa de entre los dedos y cae sobre el escritorio con un golpe seco. El sonido retumba más de lo que debería en el silencio de la oficina.

—¿Niños? —repito, con el ceño apenas fruncido.

—Sí, señor. Un niño y una niña, según me dijeron abajo en recepción. Dicen que… —hace una pausa más larga, y su voz se quiebra apenas— que son sus hijos.

El aire cambia. No hay otra forma de describirlo. La habitación entera se contrae, como si el oxígeno se hubiera esfumado de golpe. La frase queda suspendida entre nosotros, sin eco, pero con un peso que se clava en el ambiente.

La observo en silencio. No sé si espero que se retracte o que diga que se trata de un error, una broma absurda, una confusión con alguien más que lleve mi apellido. Pero ella no lo hace.

Permanece quieta, con la cabeza ligeramente inclinada, evitando mi mirada.

Apoyo los codos sobre el escritorio y entrelazo las manos frente al rostro. Intento mantener la compostura.

—¿Mis hijos? —repito despacio, casi en un murmullo, como si la idea necesitara probar su sonido antes de existir.

Ella asiente con un movimiento leve. El silencio que sigue es más espeso que cualquier palabra. Solo se oye el leve tic del reloj y el zumbido constante del aire acondicionado, un ruido mecánico que ahora parece insoportable.

Intento racionalizar. Pienso en la posibilidad de un malentendido: tal vez los niños confundieron nombres, tal vez alguien los envió con una historia inventada. O tal vez —y esa idea se abre paso con una frialdad que me incomoda— alguien busca usar mi nombre para obtener algo. No sería la primera vez que intentan manipular mi imagen para sacar provecho. Pero el modo en que Vázquez lo dice… su nerviosismo no parece fingido.

—¿Dónde están? —pregunto al fin.

—En la recepción, señor. Los hizo pasar seguridad cuando mencionaron su nombre. Parecían… —vacila— bastante insistentes.

Asiento, sin mirarla. Muevo los papeles frente a mí solo por tener algo que hacer con las manos. El sonido del papel contra el escritorio suena áspero, como si la realidad necesitara recordarme que sigue allí.

Me inclino hacia atrás, dejo escapar un suspiro apenas audible. La mente me trabaja rápido, pero las emociones, no. Se quedan atascadas en algún punto del pecho, atrapadas entre la incredulidad y una irritación que no sé bien a quién dirigir.

No digo nada. Ella espera una instrucción, y yo necesito un segundo más para ordenar las ideas, para no dejar que el desconcierto se note.

Finalmente, levanto la mirada.

—Diles que esperen —ordeno con voz firme.

Vázquez asiente con rapidez. Se da la vuelta y avanza hacia la puerta, aunque su paso vacila antes de salir. La puerta se cierra con un leve clic.

Y el silencio regresa, más denso que antes.

Me quedo inmóvil unos segundos, mirando sin ver el ventanal. Afuera, las luces del mediodía se reflejan en el vidrio, y por un instante me veo a mí mismo, mi reflejo distorsionado, ajeno, el rostro impasible de un hombre que ha construido demasiadas murallas como para dejar que algo lo sorprenda.

Pero lo hizo. Dos niños. Mis hijos.

Las palabras vuelven a mi mente con un eco que no logro silenciar.

Y, por primera vez en mucho tiempo, no sé qué hacer.

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