Capítulo 9 el nuevo profesor

Lisa

El sonido del despertador fue lo primero que rompió el silencio de mi habitación. Abrí los ojos con dificultad, con esa sensación espesa de no haber dormido realmente. La noche anterior seguía persiguiéndome, con imágenes que no sabía si habían sido reales o solo parte de un sueño demasiado vívido.

La sombra.

Esa silueta en la ventana. La sensación de estar siendo observada.

Por un momento, quise convencerme de que había sido solo producto del cansancio. Tenía sentido. Había pasado demasiadas noches sin dormir bien, con demasiadas cosas en la cabeza. Pero en el fondo, algo dentro de mí se negaba a aceptarlo.

Esa mirada, esos ojos que brillaron un instante en la oscuridad… no podían ser imaginación.

Me levanté despacio. El suelo estaba helado, y el aire cargado del amanecer se filtraba por la rendija de la ventana. Al mirarme en el espejo, me sobresalté: las ojeras se marcaban con crueldad bajo mis ojos, y mi piel tenía ese tono pálido que aparece después de una noche larga y sin respuestas. Me recogí el cabello, luego lo solté. No sabía si quería ocultarme o sentirme libre.

Me vestí con lo primero que encontré: unos jeans oscuros, una camisa blanca y un abrigo ligero. La rutina de siempre, pero con el cuerpo funcionando en automático. Mientras preparaba el café, miré de reojo hacia la ventana del fondo. El reflejo me devolvió el mismo vacío que anoche, aunque por un instante creí distinguir una silueta moviéndose entre los árboles. Parpadeé. Nada.

Tomé el bolso y salí.

El camino hacia la universidad fue una sucesión de calles conocidas, pero cada paso se sentía distinto, como si algo me acompañara a pocos metros, invisible. Aun así, cuando llegué y escuché el murmullo habitual de los pasillos, una parte de mí se tranquilizó.

El ruido de los estudiantes, los saludos, los pasos apresurados. Lo de siempre.

Me acomodé en mi asiento, cerca de la ventana. El sol de media mañana apenas alcanzaba a filtrarse entre las nubes.

El profesor Núñez no había regresado después del accidente, y aunque nadie sabía bien qué le había pasado, los rumores no faltaban.

Unos minutos después, el director entró al aula. Era un hombre bajo, de rostro redondo y gafas gruesas, que siempre olía a café y a papeles viejos.

—Buenos días a todos —saludó, dejando un legajo sobre el escritorio—. Como saben, el profesor Núñez no podrá continuar con sus clases por un tiempo, así que la universidad ha encontrado un reemplazo temporal.

Los murmullos comenzaron al instante.

—¿Temporal? —preguntó alguien desde el fondo.

—Sí, hasta que se recupere. El nuevo docente tiene amplia experiencia y ha trabajado en otros países, así que espero que le den una buena bienvenida.

Yo apenas escuchaba. Mi cabeza seguía flotando entre las imágenes confusas de la noche anterior. Me dolía el pecho, una presión sutil, como si algo estuviera por revelarse.

El director se giró hacia la puerta.

—Puede pasar, profesor.

La puerta se abrió.

El murmullo se desvaneció al instante, como si el aire hubiera cambiado de densidad. Lo sentí incluso antes de verlo.

Esa presencia. Esa energía que hacía vibrar el ambiente.

Y entonces, lo vi entrar.

El hombre que había creído imaginar la noche anterior caminaba ahora hacia el frente del aula. Alto, con un porte elegante, cada paso medido, controlado. Sus ojos… eran los mismos.

El mismo brillo, la misma profundidad imposible.

Me quedé inmóvil. No respiré. No pensé.

Él avanzó hasta el escritorio con una calma casi insoportable. Saludó al director con un leve asentimiento, luego giró la cabeza y su mirada recorrió el aula lentamente, hasta detenerse en mí.

No hubo sorpresa en su rostro. Ninguna.

Solo esa certeza serena de quien ya sabía lo que iba a encontrar.

El corazón me golpeó con fuerza, un latido seco que me hizo apretar los dedos contra el borde de la mesa.

—Buenos días a todos —dijo él, con una voz grave, pausada, que se sintió más como una caricia que como un saludo—. Soy Cristian Beaumont, y estaré reemplazando al profesor Núñez mientras sea necesario.

Al escuchar su nombre, algo dentro de mí se contrajo. Cristian.

Un nombre que parecía antiguo y nuevo al mismo tiempo.

Algunos alumnos se acomodaron en sus sillas, otros murmuraron entre sí, pero yo no podía apartar los ojos de él.

Su presencia llenaba el espacio con una autoridad tranquila, casi hipnótica. No necesitaba alzar la voz ni imponer respeto; lo hacía sin esfuerzo, con esa serenidad que parecía venir de otro tiempo.

Cuando su mirada volvió a encontrar la mía, sentí que el mundo se detenía.

Esa conexión… era imposible. Y sin embargo, la reconocí.

La misma sensación que la noche anterior me había dejado sin aliento.

Él dio un paso hacia el frente, dejando el abrigo sobre el escritorio. Movía las manos con calma, pero su atención estaba en mí. Lo sentía, lo sabía.

Yo intenté mirar a otro lado, pero fue inútil. Había algo en esa mirada que no me dejaba escapar.

El director le entregó unos documentos y salió del aula, dejándonos en ese silencio expectante. Cristian se tomó unos segundos antes de hablar otra vez.

—Sé que los cambios de rutina pueden resultar incómodos —dijo con voz suave—, pero prometo que haré lo posible para que esta transición sea sencilla.

Las palabras flotaban, pero el sentido se perdía. Todo mi cuerpo estaba en tensión. El aire, el sonido, la luz, todo parecía girar en torno a un solo punto: él.

Por un instante, sus labios se movieron apenas, sin emitir sonido.

Y entonces, con una calma que me desarmó, pronunció mi nombre.

—Lisa.

No lo gritó. No lo susurró.

Simplemente lo dijo.

Como si lo conociera desde siempre.

Como si hubiera estado repitiéndolo en silencio durante siglos.

La sangre se me heló.

No podía moverme. No podía responder.

El aula se desvaneció a mi alrededor. Todo quedó suspendido entre nosotros dos.

En su mirada no había sorpresa, ni curiosidad, ni duda.

Solo reconocimiento.

Y en ese momento, supe que nada en mi vida volvería a ser igual.

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