Capítulo 10 Castigada

Lisa

La voz de Cristian seguía resonando en mi cabeza, aun cuando ya habían pasado varios minutos desde que pronunció mi nombre. “Lisa.” Era imposible no escucharlo una y otra vez, como un eco que no se disipaba.

Intentaba concentrarme en la clase, en las palabras que escribía en el pizarrón con esa calma meticulosa, pero cada trazo, cada movimiento suyo parecía destinado a atraerme la mirada.

El aula estaba en silencio, salvo por el ruido de los bolígrafos sobre el papel. Yo fingía tomar notas, aunque no entendía nada de lo que él decía. Su voz tenía un tono profundo, medido, casi hipnótico, que me envolvía y me obligaba a mirarlo.

No debía hacerlo, pero lo hacía igual.

A mitad de clase, alguien se sentó en la silla vacía junto a la mía. Era Martín, un compañero de otro curso, de sonrisa fácil y mirada curiosa.

—¿Lisa, tenés un momento? —susurró inclinándose hacia mí.

—Ahora no, estoy escuchando —respondí en voz baja, sin mirarlo.

—Es que el profesor Sosa pidió que trabajemos en parejas para el informe, y pensé que podríamos hacerlo juntos.

Intenté mantener la vista en mi cuaderno, pero el sonido de su voz atrajo la atención de Cristian. Lo sentí, lo supe antes de levantar la mirada.

Su tono cesó.

El silencio cayó sobre el aula como una sombra.

Cuando finalmente me atreví a mirarlo, él ya estaba observándonos.

Esa mirada… no era la de un profesor. Era algo mucho más oscuro, más intenso.

—¿Hay algún problema, señorita Moore? —preguntó con voz serena, pero la tensión en su mandíbula lo traicionaba.

—No, profesor —respondí rápido—. Solo hablábamos sobre otro trabajo.

—¿Durante mi clase? —preguntó, y aunque sus palabras eran suaves, cada una pesaba como una piedra.

Martín levantó las manos, nervioso.

—Fue mi culpa, profesor, yo le estaba—

—Silencio —lo interrumpió sin mirarlo siquiera. Su atención estaba fija en mí—. Si tiene algo tan importante que decir, puede hacerlo fuera del aula.

Algunos compañeros se miraron incómodos. Yo tragué saliva, sintiendo cómo las mejillas me ardían.

—No fue nada, en serio —intenté defenderme, pero Cristian ya se había enderezado, dejando el marcador sobre el escritorio.

Caminó despacio hacia nosotros. Cada paso sonaba con un peso distinto, como si el suelo supiera quién lo pisaba.

—Le agradecería que cambiara de lugar, señorita Moore. —Su voz no admitía réplica.

Por un segundo, quise negarme. No por rebeldía, sino porque algo en su tono me dolió más de lo que debía. Pero al ver los ojos fijos en los míos, supe que no había opción.

Tomé mis cosas en silencio y caminé hacia una silla más atrás.

El aula volvió a llenarse de murmullos, pero Cristian no pareció notarlo.

Volvió al frente, retomó la explicación como si nada hubiera pasado, aunque su voz sonaba distinta, más cortante.

Intenté concentrarme, pero no podía. Cada palabra suya me sonaba a castigo. No entendía qué había hecho para provocarlo. Tal vez fue mirarlo demasiado. Tal vez fue hablar cuando no debía. Tal vez simplemente… existía en un lugar donde él no quería que existiera.

A mitad de la clase, el marcador se rompió entre sus dedos. Nadie lo notó excepto yo.

Sus manos se tensaron, y por un instante, el aire se llenó de una energía extraña, como si algo invisible se agitara a su alrededor.

“Contrólate”, lo oí murmurar para sí, tan bajo que creí haberlo imaginado.

Cuando la clase terminó, los demás comenzaron a guardar sus cosas. Yo me levanté también, lista para salir sin mirarlo, pero su voz me detuvo antes de llegar a la puerta.

—Señorita Moore.

Su tono no era el mismo que usaba con los demás.

Me giré despacio.

Él estaba junto al escritorio, con los brazos cruzados, la mirada fija en mí.

—¿Sí? —pregunté, intentando mantener la calma.

—Quédese un momento.

Algunos compañeros voltearon, curiosos. Yo quise negarme, pero él no apartó la mirada, y sentí que si lo hacía me quebraría en pedazos.

Esperé a que el aula quedara vacía.

Cristian se acercó, despacio. El aire parecía volverse más espeso con cada paso.

—No tolero interrupciones en mis clases, Lisa —dijo, sin rastro de emoción.

—No fue una interrupción. Solo—

—Hable cuando se le pida hablar.

La frialdad en su voz me atravesó.

—¿Qué te pasa? —pregunté en voz baja, casi sin pensarlo.

Él parpadeó. Por un instante, esa máscara perfecta pareció resquebrajarse. Luego volvió a endurecer la expresión.

—Tendrá una hora de detención después de clases.

El silencio fue tan violento como el golpe que me había esperado anoche.

—¿Qué? —alcancé a decir—. Pero él empezó, yo ni siquiera—

—Ya lo decidí. —Su tono era definitivo.

La rabia me subió como fuego por la garganta. No entendía por qué me trataba así. Ni siquiera sabía quién era realmente ese hombre, y aun así me afectaba más de lo que debía.

Lo miré directo a los ojos, sin parpadear.

—Está bien, profesor. —Escupí la palabra con un veneno que apenas pude disimular.

Tomé mis cosas y caminé hacia la puerta.

Cuando estuve a punto de salir, su voz me alcanzó de nuevo, más baja, más contenida.

—No vuelvas a hablarle a ese muchacho durante mis clases.

Me quedé quieta. Giré solo lo suficiente para verlo de reojo.

—¿Y qué pasa si lo hago?

Por primera vez, una sombra cruzó su rostro. No era enojo. Era miedo.

—No lo hagas —dijo, apenas audible.

Salí del aula antes de que pudiera decir algo más.

Mis pasos resonaron en el pasillo vacío, y cada uno llevaba dentro la mezcla exacta de enojo, confusión y algo que no quería nombrar.

No sabía por qué me importaba tanto. No sabía por qué él me miraba como si me perteneciera.

Pero sí sabía algo: desde ese momento, no volvería a dejar que me hiciera sentir pequeña.

Y sin embargo, al doblar la esquina, me descubrí temblando.

No de miedo.

De algo mucho peor.

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