Mundo ficciónIniciar sesiónCristian
El silencio entre nosotros se ha vuelto una presencia tangible. Los dos niños continúan frente a mí, inmóviles, con la serenidad imposible de quien no necesita pruebas para sostener su verdad. Yo sigo observándolos, intentando encontrar algún detalle que rompa el espejo que parecen ser de mí mismo. La similitud es abrumadora. Demasiado perfecta. Los dedos de la niña rozan el borde del sillón. El niño mantiene la vista fija en el escritorio. No dicen nada, y sin embargo, cada segundo que pasa se siente como una acusación muda. Tomo la pluma, más por costumbre que por necesidad, y la hago girar entre los dedos. Intento volver al control, a esa versión de mí que no se deja alterar por nada ni por nadie. Pero el aire pesa, y la oficina, mi propio territorio, empieza a sentirse ajena. Estoy por hablar cuando la puerta se abre sin previo aviso. —Disculpe, señor —la voz de la señorita Vázquez irrumpe con un tono que intenta ser neutro, aunque el temblor le delata—. Llaman de la junta de inversiones. Preguntan si puede atenderlos ahora o si deben reagendar. Su interrupción suena lejana, como si llegara desde otra habitación. Me tardo unos segundos en procesar lo que dice. —Dígales que esperen —respondo, sin apartar la vista de los niños. Vázquez asiente, pero no se retira de inmediato. Puedo sentir su incomodidad desde el marco de la puerta. La situación, sin contexto, debe parecerle absurda: yo frente a dos pequeños desconocidos que afirman ser mis hijos. Finalmente, cierra la puerta y el sonido seco del pestillo resuena en el ambiente. Me paso una mano por el rostro, con gesto lento. No debería permitir que algo tan improbable me afecte, pero la lógica se está volviendo un terreno inestable. —¿De dónde vienen? —pregunto al fin. —De casa —responde el niño. —¿Y dónde queda “casa”? La niña lo mira de reojo, como si evaluara si deben responder. Finalmente, se encoge de hombros. —Lejos —dice simplemente. Nada más. Ni una palabra adicional. Solo ese tono que deja más preguntas que respuestas. Miro el reloj sobre la pared, aunque no veo la hora. Estoy intentando pensar, ordenar los hechos. Si realmente tienen nueve años… retrocedo mentalmente, hago cálculos, repaso nombres, fechas, rostros. Nada encaja. Hasta que un pensamiento, uno que no había querido mirar de frente en años, se insinúa con suavidad, como una sombra que reconoce su lugar. La sensación me recorre el pecho, helada y familiar. No. No puede ser. Suelto un suspiro, bajo la mirada y encuentro a la niña observándome con esa calma desconcertante. —¿Cómo se llama su madre? —pregunto, casi en un susurro. Ambos guardan silencio. La respuesta no llega. El niño se limita a cruzar los brazos, y la niña desvía la vista hacia el ventanal, donde el resplandor del mediodía tiñe de blanco los bordes del cristal. —No podemos decirlo —dice ella al fin. —¿Por qué? —Porque nos pidió que no lo hiciéramos. Su sinceridad es tan limpia que desarma cualquier intento de reproche. No hay manipulación en sus voces, solo convicción. Me inclino hacia atrás. El cuero de la silla cruje suavemente bajo mi peso. El aire acondicionado sigue soplando con constancia mecánica, pero mi mente se ha quedado detenida en un solo punto, girando sobre una idea que preferiría no explorar. Vuelvo a verlos. La estructura del rostro, los ojos, incluso el modo de mantener el silencio… No hay margen de duda razonable. Y sin embargo, me niego a aceptarlo. Los niños intercambian una mirada breve, como si se entendieran sin hablar. Luego, la niña dice: —Ella no quería que viniéramos, pero sabíamos que tenía que verlo. —¿Por qué? —Porque usted tenía que saber —responde el niño —. Y porque mamá siempre decía que usted no era tan malo como creía. El comentario me toma por sorpresa. Una frase que no parece dicha por un niño de nueve años. Siento una punzada extraña, algo que roza la culpa, aunque intento suprimirla de inmediato. —No sé quién les llenó la cabeza de eso —digo con frialdad—, pero se equivocaron de persona. —No —interrumpe la niña, con una seguridad que me desconcierta—. No nos equivocamos. El silencio que sigue es más elocuente que cualquier discusión. De pronto, el teléfono de mi escritorio vibra. Un recordatorio de la realidad que había olvidado por unos minutos. Vázquez me ha dejado un mensaje: “Los inversores esperan confirmación. ¿Procedo con la llamada?” Podría usar eso como excusa. Podría levantarme, salir de la oficina y pedirle a alguien que se encargue. Podría cerrar la puerta y fingir que nada de esto ocurrió. Pero no lo hago. Mis manos permanecen quietas sobre la mesa. Hay un leve temblor en mis dedos. Apenas perceptible. El niño me observa con una intensidad que no sé cómo sostener. Es la misma forma en que yo miraba a los adultos cuando quería respuestas y sabía que no las obtendría. Algo en su mirada me lleva inevitablemente hacia el pasado. Un recuerdo difuso. Un pasillo largo, una puerta que se cerraba, una voz que decía “no te atrevas a volver”. Respiro hondo. No he pensado en ella en años. No me he permitido hacerlo. Pero ahora el nombre vuelve solo, como un eco inevitable que sube desde el fondo de la memoria. Recuerdo el color de su cabello, la forma en que hablaba, la manera precisa en que sabía desarmar mis argumentos. Lisa siempre fue así: directa, insolente, imposible de olvidar. No debería tener relación con esto. No podría. Pero la coincidencia temporal, las edades, los rasgos… todo empieza a encajar con una claridad perturbadora. La niña inclina la cabeza, y durante un instante, la luz del ventanal ilumina su rostro. Veo algo en sus ojos —un brillo cálido, inteligente, familiar— que me corta la respiración. El mismo brillo que conocí hace casi una década, cuando aún creía que podía mantener el control de todo y de todos. Trago saliva. Mi voz apenas sale cuando hablo. —¿Su madre… —empiezo, aunque no termino la frase. —No podemos decirlo —repiten al unísono, casi como si hubieran ensayado la respuesta. Miro el reloj otra vez. Los minutos han pasado sin que me diera cuenta. La reunión, los papeles, los compromisos… todo se disuelve. Solo queda la pregunta suspendida, y esa certeza que se forma sola, sin que nadie la confirme. La niña juega con el cordón de su abrigo, el niño vuelve a mirar el suelo. Ninguno parece consciente del pequeño terremoto que acaban de provocar. Cierro los ojos un momento. El nombre se forma en mi mente con una claridad que duele. Lo pronuncio sin pensarlo, como si dijera algo prohibido, como si nombrarla fuera convocarla. —Lisa… El sonido llena la oficina, suave, apenas un hilo de voz. Pero es suficiente para que los dos niños levanten la cabeza al mismo tiempo. Y en sus ojos encuentro la respuesta que no dijeron.






