Capítulo 6 sueño

Liza

Desperté con la sensación de haber dormido durante siglos. La luz que se filtraba entre las cortinas me molestaba los ojos, y por un segundo no supe dónde estaba. Parpadeé un par de veces, tratando de ordenar mis pensamientos. Estaba en mi habitación. Todo parecía normal, pero algo dentro de mí no lo estaba.

No recordaba haber llegado a casa. Tampoco recordaba el final de la fiesta, ni cuándo me había ido del garaje. Tenía la cabeza pesada, como si hubiera soñado algo intenso y lo hubiera olvidado justo antes de despertar.

Me senté en la cama, pasándome una mano por el rostro. Sentía el corazón acelerado sin motivo, una inquietud vaga que no sabía de dónde venía. Afuera cantaban los pájaros y el sonido de los autos llenaba la calle. Todo era tan cotidiano que por momentos me parecía absurdo estar tan nerviosa.

Suspiré y me obligué a levantarme. Hoy era el primer día de clases en la universidad después de las vacaciones, y llegar tarde no era una opción.

Mientras me vestía, vi mi reflejo en el espejo. Había algo extraño en mis ojos. No sabía explicarlo, como si el color se viera más profundo o el brillo diferente. Me incliné un poco para mirarme mejor, pero al final sacudí la cabeza y me reí. Estaba imaginando cosas.

Tomé mi mochila, el celular y salí. El aire de la mañana estaba fresco, húmedo. El camino hacia la universidad era el mismo de siempre, con los árboles lanzando sombras largas sobre la vereda y los puestos de café abriendo temprano. Sin embargo, por más que intentara concentrarme en el entorno, una sensación persistente me seguía acompañando: la certeza de que algo había pasado.

“Tuve que haber soñado”, pensé. Pero el sueño no tenía forma, solo un eco. Un par de ojos, una voz. Nada más.

Cuando llegué a la universidad, el bullicio habitual me recibió. Estudiantes por todas partes, risas, pasos, saludos. Era reconfortante, familiar. Me encontré con Estefani, mi mejor amiga, en la entrada del edificio.

—¡Lisa! —me abrazó—. Pensé que no ibas a venir.

—¿Por qué no iría? —pregunté confundida.

—No sé, desapareciste anoche —respondió mientras caminábamos hacia las aulas—. Todos pensaron que te fuiste con alguien.

—¿Desaparecí? —repetí, tratando de recordar.

Ella asintió, dándole un sorbo a su café.

—Sí. Un momento estabas ahí, y al siguiente, puff, nada. Tu papá fue a buscarte y no te encontró. Me escribió esta mañana para ver si sabía algo de vos.

Fingí una sonrisa, aunque por dentro una punzada de ansiedad me atravesó el pecho.

—Seguramente me sentí mal y me vine —mentí, sin mirarla.

—¿Caminando sola de noche? —levantó una ceja.

—Estefani, ya sabés que no me gusta que me sermonees. —Intenté reír, pero mi voz sonó más tensa de lo que quería.

Ella soltó un bufido resignado y cambió de tema, pero mi mente se había quedado enganchada en esas palabras. Desapareciste.

Entramos al aula, y apenas me senté noté algo extraño. En el pizarrón había un papel pegado con cinta, con un aviso escrito en marcador negro:

“Se informa que el profesor Núñez no podrá asistir temporalmente por motivos de salud. Las clases quedarán suspendidas hasta nuevo aviso.”

—¿Qué pasó con él? —le pregunté a Sofía, que se sentó a mi lado.

—Dicen que tuvo un accidente anoche —contestó en voz baja—. Lo encontraron cerca de la ruta, su auto estaba destruido.

Se me heló la sangre.

—¿Anoche?

—Sí. Algunos dicen que fue tarde, como a las dos o tres de la mañana. Está grave, pero vivo.

Tragué saliva. Mi mente empezó a trabajar sin que yo pudiera detenerla. No sabía por qué, pero algo dentro de mí relacionó esa noticia con la sensación de vacío que traía desde que desperté. Como si ambas cosas, de alguna forma, estuvieran conectadas.

—¿Lo conocías mucho? —preguntó Sofía.

—No, no tanto —mentí otra vez, solo para tener algo que decir.

Durante el resto de la mañana no pude concentrarme. Las voces a mi alrededor se volvían lejanas, los rostros se mezclaban. Todo parecía moverse demasiado rápido, como si el mundo siguiera su ritmo mientras yo permanecía suspendida en otra frecuencia.

Cada tanto cerraba los ojos y veía flashes. Luz blanca. Sombras. La luna. Pero cada vez que intentaba sostener la imagen, desaparecía.

En el almuerzo, Sofía hablaba sin parar sobre un nuevo compañero que había llegado al grupo, pero yo apenas la escuchaba. Había algo en el aire, una electricidad que me erizaba la piel.

Cuando salí al patio a respirar, una ráfaga de viento me golpeó de frente. Me detuve, cerré los ojos y, por un instante, el aroma a tierra húmeda me trajo una sensación tan fuerte que tuve que apoyarme contra una columna. Era una mezcla de nostalgia y miedo, como si una parte de mí reconociera algo que mi mente había olvidado.

Un fragmento cruzó mi mente: una voz grave, diciendo mi nombre. Lisa.

Abrí los ojos, agitada, pero el lugar estaba vacío.

Me quedé quieta varios segundos, tratando de calmarme. Todo mi cuerpo vibraba, como si una corriente invisible me recorriera. No entendía nada, pero sabía que eso no era solo imaginación.

Cuando finalmente decidí volver al aula, escuché a un grupo de chicas hablando cerca del pasillo.

—Parece que van a traer a un nuevo profesor para reemplazar a Núñez —decía una.

—Sí, lo anunciaron recién. Empieza la semana que viene. —respondió otra—. Dicen que viene del extranjero.

No le di importancia al principio, pero cuando escuché el resto, se me heló la piel.

—Creo que se llama Cristian… algo. No me acuerdo el apellido.

Me quedé petrificada.

No sabía por qué ese nombre me sonó tan familiar, ni por qué mi corazón empezó a golpear con tanta fuerza.

Traté de convencerme de que era coincidencia, pero algo en mi interior susurró que no.

Y aunque no podía recordarlo, sabía que ese nombre había estado conmigo antes.

En algún lugar.

Bajo la luz de la luna.

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