Mundo ficciónIniciar sesiónLisa
La tarde caía lenta cuando llegué a casa. El cielo se teñía de un naranja apagado y el aire olía a lluvia. Sentía el cuerpo cansado, la cabeza llena de pensamientos inconexos. La universidad había sido un torbellino de voces y confusión, y ahora solo quería silencio. Apenas crucé la puerta, el sonido me golpeó. No el silencio, sino un grito. —¡Te dije que no me hablaras así! —la voz de mi padre resonó desde el comedor. Me quedé inmóvil. El corazón empezó a latir con fuerza, reconociendo esa tonalidad rota que tantas veces había escuchado antes. —Por favor, bajá la voz… —respondió mi madre, casi suplicante. Cerré la puerta con cuidado, tratando de no hacer ruido. Tal vez si subía rápido a mi habitación podría evitarlo. Pero otro golpe retumbó, seco, y un vaso se estrelló contra el suelo. No pude quedarme quieta. Corrí hacia el comedor. Mi padre estaba de pie, el rostro rojo, el puño todavía alzado. Mi madre estaba en el suelo, apoyada contra la pared, con la mejilla marcada. —¡Basta! —grité, sin pensar. Él se giró hacia mí, con los ojos vidriosos por el alcohol. La botella de whisky abierta sobre la mesa explicaba todo. —¿Qué hacés metiéndote? —bufó, avanzando un paso hacia mí. —¡La estás lastimando! —respondí, poniéndome frente a mi madre—. ¡Déjala! Mi voz temblaba, pero no me moví. Había algo en mí que no podía quedarse callado esta vez. —Metete en tus cosas, mocosa —escupió la frase con desprecio—. Esto es entre tu madre y yo. —¡No dejare que la lastimes mas! —le grité, al borde de las lágrimas—. ¡Voy a llamar a la policía, papá! Busqué mi celular en el bolsillo del jean, pero él fue más rápido. En un segundo, su mano me golpeó el rostro con fuerza. El sonido fue seco, y el ardor me recorrió la mejilla hasta el ojo. Perdí el equilibrio y caí al piso. Todo giró unos segundos. Mi madre gritó mi nombre y se lanzó hacia mí. —¡Dios, Lisa! —me sostuvo, con la voz quebrada—. No digas nada, por favor. Sentí la sangre latir en mi sien. El ojo me ardía, y una lágrima caliente se mezcló con el dolor. —Mamá… —balbuceé, intentando incorporarme—. No podés seguir permitiendo esto. Ella negó con la cabeza, desesperada. —Él no es así, Lisa… solo tuvo un mal día. —¿Un mal día? —mi voz se quebró—. ¡Te está lastimando! ¡Nos está lastimando! —Por favor, callate —susurró, con las manos temblorosas—. No lo empeores. Mi padre seguía ahí, mirándonos, respirando con dificultad. Por un segundo pensé que se arrepentiría, pero solo se sirvió otro trago. —Mirá lo que me hacés hacer —murmuró, más para sí que para nosotras—. Siempre provocando, siempre gritando. Me levanté despacio, con una mezcla de miedo y furia. —Sos un cobarde —le dije. Él levantó la vista, con los ojos encendidos. Por un momento temí que volviera a pegarme, pero mi madre se interpuso. —¡Basta los dos! —gritó ella, con la voz rota—. ¡Por favor, basta! El silencio cayó de golpe. Solo se escuchaba el goteo del vaso roto y el zumbido del televisor encendido. Mi padre se pasó una mano por el rostro y murmuró algo inentendible antes de salir tambaleando hacia el pasillo. La puerta del dormitorio se cerró de un portazo. Mi madre se dejó caer en una silla y se tapó el rostro. —Mamá… —me acerqué con cuidado, pero ella no levantó la cabeza. —No lo denuncies, Lisa, te lo ruego —dijo entre sollozos—. No sabés lo que puede hacer si se entera. —¿Y qué más puede hacer? —respondí, sintiendo la garganta arder—. Ya lo hizo todo. Ella negó, una y otra vez, como si repetirlo pudiera cambiar la realidad. —No es malo… solo está confundido. Lo estresa el trabajo, el dinero, todo. —Mamá, eso no lo justifica. —Mi voz sonó más fría de lo que pretendía—. Ningún golpe se justifica. No me respondió. Se levantó despacio y comenzó a juntar los pedazos del vaso roto, en silencio, con movimientos mecánicos. Yo la miré, impotente. Quería abrazarla, sacarla de ahí, hacerle entender que no estaba sola. Pero ella no quería ser salvada. Al menos, no todavía. Fui hasta mi habitación y cerré la puerta con llave. El espejo del armario me devolvió mi reflejo: el ojo hinchado, la piel enrojecida, el cabello revuelto. Me toqué con cuidado. Dolía. No solo físicamente. Sentí una oleada de rabia, luego tristeza, luego nada. Me senté en el suelo, con la espalda contra la pared, y por primera vez en mucho tiempo lloré sin detenerme. Las lágrimas caían sin control, hasta que el cuerpo se me quedó sin fuerza. Entre sollozos, recordé algo. No una imagen clara, sino una sensación. Un calor en el pecho, una voz grave pronunciando mi nombre con ternura. Lisa. Levanté la cabeza, confundida. No sabía de dónde venía ese recuerdo, pero por alguna razón me dio paz. Cerré los ojos. El dolor seguía ahí, pero debajo, muy profundo, había algo más. Algo que me hacía sentir que no todo estaba perdido. Y sin entender por qué, pensé en la luna.






