Mundo ficciónIniciar sesiónLiza
La casa estaba en silencio. Un silencio pesado, denso, que no pertenecía al descanso sino al agotamiento. Afuera, la noche se había cerrado sobre el mundo. La lluvia caía despacio, como si el cielo también estuviera cansado de llorar. Me quedé en la cama, con la luz apagada. La almohada aún tenía rastros de mis lágrimas. El golpe en el ojo empezaba a doler de una forma punzante, rítmica, y el lado derecho del rostro se sentía más caliente que el izquierdo. Intenté acomodarme, pero cada vez que cerraba los ojos veía la escena repetirse una y otra vez: el grito, el golpe, la mirada vacía de mi padre. Me cubrí hasta la cabeza, buscando consuelo en la oscuridad. Pero el silencio no era del todo silencio. Había algo debajo. Un rumor. Un pulso. Respiré hondo. El corazón me latía tan fuerte que podía escucharlo. Entonces lo sentí: una presencia. Era débil al principio, apenas una sensación en el aire. Como si alguien me mirara desde algún lugar cercano, sin moverse, sin hacer ruido. Me incorporé lentamente y miré hacia la ventana. La cortina se movía apenas, aunque el aire estaba quieto. Afuera, la lluvia caía fina, constante. No vi a nadie. Pero el presentimiento seguía ahí. Era raro, porque no sentía miedo. Era algo distinto. Una calidez sutil, una corriente invisible que se colaba entre las sombras, haciéndome sentir… acompañada. Me levanté despacio. Caminé hasta la ventana. El vidrio estaba empañado por el calor de la habitación, pero entre los reflejos creí distinguir algo. Una silueta. Alta. Inmóvil. Parpadeé. Nada. Solo la calle vacía, el asfalto mojado reflejando la luz amarilla del farol. —Estás imaginando cosas —murmuré, tratando de convencerme. Pero no lo estaba. Podía sentirlo. Algo dentro de mí reconocía esa energía. Era la misma sensación que me había envuelto aquella noche que no recordaba bien, la misma vibración que había sentido antes del olvido. Un nudo se formó en mi garganta. Sin saber por qué, me llevé la mano al pecho. Y ahí estaba otra vez: esa tibieza, ese pulso que no venía de mi corazón, sino de algo más profundo. Por un segundo, el aire en la habitación pareció hacerse más denso. Las sombras se movieron sutilmente, y la temperatura bajó. El viento golpeó la ventana, haciendo que la cortina se levantara. Y entonces lo escuché. Mi nombre. Susurrado, casi imperceptible. Lisa. Me quedé helada. El sonido no venía de dentro de la casa, ni de afuera. Era como si hubiera surgido justo al lado de mí, en el aire. Di un paso atrás, con el corazón en la garganta. Miré alrededor. Nadie. Pero lo sentía. Una presencia firme, invisible, protectora. Algo me dijo que no estaba en peligro. Todo lo contrario. Que esa presencia había venido porque yo lo estaba. Me senté en el borde de la cama, sin apartar la vista de la ventana. El viento seguía moviendo la cortina. El reflejo del farol jugaba sobre el suelo. Todo era tan real y tan irreal al mismo tiempo que por un momento pensé que me estaba volviendo loca. Cerré los ojos y respiré hondo. Intenté concentrarme en el sonido de la lluvia. Poco a poco, la tensión empezó a disiparse, y en su lugar sentí algo extraño: calma. Una calma profunda, que no tenía sentido después de todo lo ocurrido. Una sensación de que, aunque todo estuviera roto, alguien allá afuera velaba por mí. No sé cuánto tiempo pasó así, solo sé que, justo antes de quedarme dormida, escuché un último murmullo. —Ya no estás sola. No sé si fue real o un sueño. Pero me aferré a esas palabras como si fueran una promesa. ***** Narrador en tercera persona A kilómetros de distancia, entre los árboles de un bosque oscuro, Cristian alzaba el rostro hacia la luna. Sus ojos, brillando con un fulgor plateado, reflejaban una mezcla de furia y dolor. Había sentido el golpe como si hubiera sido en su propio cuerpo. La conexión entre él y su Luna había despertado, viva, indomable. El aire olía a humedad y a rabia contenida. Su respiración era profunda, tensa. —¿Qué te hicieron…? —murmuró con la voz rota. El lobo dentro de él rugía, exigiendo justicia. Pero no podía ir a ella todavía. No así. No mientras la manada lo buscaba, no mientras el Consejo lo vigilaba. Apretó los puños. La marca en su pecho ardía. La había encontrado, y no pensaba perderla otra vez. Entre la bruma del bosque, un aullido resonó, grave y solitario, perdiéndose entre los árboles. Un llamado. Una promesa.






