Lisa
No pude mentir.
Y Cristian lo supo en el mismo segundo en que no respondí.
Se apartó apenas, lo justo para mirarme a los ojos. Ya no había sonrisa. Tampoco triunfo. Había algo más incómodo… vulnerable.
—Eso —dijo en voz baja—. Ese silencio. Siempre fuiste pésima mintiéndome.
Me solté de golpe, como si el contacto empezara a quemar.
—No confundas las cosas —dije, acomodándome el cabello, buscando aire—. Sentir algo no significa que esté bien. No significa que quiera esto. Ni a vos.
—Pero significa que todavía estamos ahí —respondió—. Que no se terminó.
—Se terminó —lo miré firme—. Lo que pasa es que vos no aceptás perder.
Sus ojos se endurecieron un segundo. Después bajó la mirada, respiró hondo y dio un paso atrás. Me dio espacio. Y eso, viniendo de él, fue casi más inquietante.
—No vine a forzarte —dijo—. Vine a recordarte lo que somos cuando dejamos de mentirnos.
—No somos nada —repetí, aunque ya no estaba tan segura de a quién intentaba convencer.
Un golpe suave en