Capitulo 2 ¿por que nos dejó?

Cristian

Intento volver a concentrarme, pero las palabras en los documentos se deshacen frente a mis ojos. Las cifras se distorsionan, los párrafos se mezclan, y por primera vez en mucho tiempo, no logro sostener el hilo del trabajo. Leo la misma línea tres veces sin asimilar una sola palabra. El eco de la frase de Vázquez sigue rebotando en mi cabeza con obstinación: “Dicen que son sus hijos.”

Muevo los papeles de un lado a otro sin sentido. El roce del papel contra el escritorio suena más fuerte de lo normal, como si el silencio amplificara hasta el mínimo movimiento. Intento escribir algo, cualquier cosa, pero la mano no responde. Termino dejando la pluma a un costado, con una calma fingida que apenas disimula el ruido interno.

No debería importarme. No tengo tiempo para distracciones absurdas, mucho menos para rumores o confusiones. Pero el pensamiento se queda ahí, agazapado. Dos niños. Nueve años, tal vez, según lo que creí oír. Demasiado específicos para ser una invención.

Cierro los ojos un instante, exhalo despacio, y apoyo ambas manos sobre el escritorio. El impulso de levantarme llega antes que la decisión consciente. El cuerpo actúa por sí mismo, movido por una mezcla de curiosidad y algo que prefiero no nombrar.

Camino hacia la puerta, cada paso retumba en el suelo encerado. Al salir al pasillo, el aire parece más liviano, aunque no menos tenso. Las paredes de vidrio reflejan mi figura mientras avanzo. Los empleados, sentados frente a sus pantallas, fingen no mirar, pero noto el leve desvío de sus ojos. La oficina tiene ese tipo de silencio donde todos oyen todo, pero nadie comenta nada.

El ascensor tarda más de lo necesario. Miro mi reflejo en la superficie metálica de las puertas cerradas. El traje impecable, la corbata perfectamente ajustada, el rostro impasible. No hay señales externas de alteración. Pero mis pensamientos no se alinean con esa imagen.

Cuando las puertas se abren, bajo al primer piso. La recepción de la empresa es amplia, moderna, diseñada para impresionar. El mármol del suelo refleja las luces del techo, y las paredes grises transmiten una elegancia que roza la frialdad.

Los veo apenas giro el rostro hacia los sillones de espera. Dos niños sentados uno al lado del otro. Quietos. Demasiado quietos para su edad.

La niña tiene el cabello castaño claro, recogido en una trenza que cae sobre el hombro. Viste un abrigo beige que le queda un poco grande, como si alguien se lo hubiera prestado. Sus manos reposan sobre las rodillas, con una calma impropia para alguien tan pequeña. El niño, a su lado, lleva una chaqueta oscura y observa el suelo con la barbilla apoyada en los puños. Ambos tienen los mismos ojos. Un tono gris que no es común. Un tono que he visto antes.

Siento una tensión sutil en el pecho. No sabría decir si es sorpresa o incomodidad, pero algo se desordena en mi interior. Me detengo a pocos metros, sin hablar. Los empleados de recepción bajan la vista en cuanto notan mi presencia.

—¿Ustedes… me estaban buscando? —pregunto al fin.

Ambos levantan la cabeza al mismo tiempo. El gesto es idéntico, como un reflejo. La niña asiente, mientras el niño me mira sin parpadear, con una firmeza que no encaja con su edad.

—Sí, señor —responde ella, con voz suave pero segura—. Queríamos verlo.

El tono me descoloca. No hay timidez, pero tampoco desafío. Solo una seguridad extraña.

Hago un gesto con la mano hacia el ascensor.

—Vengan conmigo.

Ellos se ponen de pie sin dudar. Sus movimientos son coordinados, casi calculados. El ascensor se cierra tras nosotros, y durante los segundos que dura el trayecto hasta el piso superior, el silencio se vuelve insoportable. Puedo oír el zumbido del motor, el leve crujido del cable, y la respiración pausada de los dos. No dicen nada. Ni una pregunta, ni un murmullo. Solo me observan.

Cuando las puertas se abren, los conduzco hasta mi oficina. Vázquez está detrás de su escritorio y se levanta al vernos pasar, pero no le dirijo palabra alguna. Entro primero, hago un gesto para que se sienten frente a mí, y cierro la puerta.

Ellos se acomodan en los sillones de cuero. Me quedo de pie por unos segundos, intentando decidir por dónde empezar. No sé si hablarles como a desconocidos o como a… algo que no quiero admitir todavía.

Finalmente, me siento.

—Dijeron que… —empiezo, pero las palabras se traban— que son mis hijos.

El niño me mira directo, sin vacilar.

—Lo somos.

Su respuesta es tan simple que por un momento parece una mentira perfecta. Pero hay algo en su expresión que la vuelve imposible de negar. La niña asiente, confirmando en silencio.

Apoyo los codos sobre el escritorio.

—Eso es un error. No tengo hijos —digo, sin alterar el tono.

—Sí tiene —interrumpe la niña con voz tranquila, sin elevarla—. Solo que no quiso tenerlos.

La frase se clava en el aire como una aguja. No sé qué decir.

La observo con detenimiento. El parecido se vuelve más evidente cuanto más la miro: la forma del mentón, la línea recta de la nariz, incluso la manera en que sostiene la mirada. En el niño, la semejanza es aún más marcada. La misma expresión cuando guarda silencio, el mismo gesto tenso al apretar los labios.

Intento mantener la compostura.

—¿Quién les dijo eso? —pregunto con cuidado.

—Nuestra madre —responde el niño, sin apartar la vista de mí.

Las palabras me golpean con una frialdad inesperada. No por su contenido, sino por el modo en que las pronuncia. No hay resentimiento en su voz, solo certeza.

—Y ella… —dudo— ¿sabe que están aquí?

La niña intercambia una mirada breve con su hermano antes de responder.

—No. No quería que viniéramos. Pero teníamos que hacerlo.

Me reclino lentamente en la silla, buscando refugio en la rutina del movimiento. La situación roza lo absurdo, pero la sensación de realidad se impone. Los tengo frente a mí. Dos niños con mis mismos rasgos, la misma mirada contenida que aprendí a usar para no mostrar nada.

—¿Y para qué vinieron? —pregunto finalmente.

El niño tarda unos segundos antes de responder.

—Para preguntarle por qué nos dejó.

Las palabras caen con un peso que no esperaba. No hay gritos ni lágrimas. Solo esa calma que duele más que cualquier acusación.

—No sé de qué están hablando —murmuro, aunque la voz suena más baja de lo que pretendía.

—Sí lo sabe —replica la niña con suavidad—. Si no lo supiera, no estaría tan serio.

Sus ojos me atraviesan con una precisión incómoda. No hay desafío, solo una especie de intuición que no debería tener a esa edad.

Desvío la mirada hacia el ventanal. Las luces del mediodía siguen allí, idénticas, indiferentes. Nada afuera ha cambiado, pero dentro de mí algo se ha desplazado apenas un milímetro fuera de lugar. Lo suficiente para sentir que todo lo demás podría derrumbarse.

Ellos siguen mirándome en silencio. No piden nada. No lloran. Solo esperan.

Y yo, por primera vez en muchos años, no tengo una respuesta preparada.

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