Capítulo 4 Cumpleaños

Lisa

10 años antes

Nunca me gustaron las fiestas, pero mi padre insistió. Decía que los dieciocho no se cumplen todos los días, que debía celebrar, que merecía tener “una noche para recordar”. Irónico, porque lo único que recordaré de esa noche fue el deseo de irme.

El garaje de mi vecina, el que amablemente me prestó, estaba lleno de música alta, risas forzadas y el olor pegajoso del alcohol barato. Mis amigas bailaban, algunos chicos se turnaban para tomar del mismo vaso, y mi padre, como era de esperarse, ya había empezado a arruinarlo todo.

Lo vi tambalear hacia el centro del lugar con una botella en la mano, gritando mi nombre como si fuera el alma de la fiesta. Todos rieron. Yo fingí una sonrisa, pero por dentro algo se quebró. Me ardía la vergüenza, la impotencia, la tristeza. Todo junto.

Aproveché el momento en que se detuvo para buscar más bebida. Me deslicé entre la gente, tomé mi abrigo y salí sin decir una palabra.

El aire de la noche me golpeó el rostro como un recordatorio de que afuera seguía existiendo el silencio. Caminé descalza, con el vestido blanco recogido entre los dedos para no arrastrarlo. Era un vestido sencillo, de tela ligera, pero el viento lo hacía moverse como si flotara. Nunca había sentido tanto alivio como al dejar atrás el ruido.

El cielo estaba despejado, la luna llena colgaba enorme sobre el barrio, tan brillante que parecía observarme. Siempre la había sentido cercana, como si me entendiera. Esa noche, más que nunca.

Mis pasos me llevaron sin pensarlo al único lugar donde podía respirar: la casa abandonada al final del camino. Mi refugio.

Los vecinos decían que estaba maldita. Que hacía años hubo una tragedia dentro, pero nadie sabía bien qué había pasado. Yo nunca creí en fantasmas, solo en heridas que se niegan a morir. Esa casa tenía algo de eso: heridas antiguas, silenciosas, invisibles.

Empujé la verja oxidada, que chirrió como un quejido. El jardín estaba cubierto de maleza, y el aire olía a tierra húmeda y madera vieja. Me colé por una abertura en la puerta principal, la misma de siempre.

El interior me recibió con ese silencio denso que parece absorber los sonidos. La luna se filtraba por los huecos del techo, dibujando destellos plateados sobre el polvo suspendido. Caminé despacio, tocando las paredes, reconociendo los rincones de mi escondite.

Siempre me había gustado imaginar que la casa era mía. Que algún día la arreglaría, la llenaría de vida, de risas que no dolieran. Pero esa noche no había espacio para sueños. Solo quería desaparecer.

Me senté en el suelo del salón principal, justo donde un viejo piano se mantenía en pie a medias. Pasé los dedos por las teclas cubiertas de polvo. El sonido fue un gemido bajo, como un suspiro atrapado.

Cerré los ojos y respiré hondo. Por primera vez en toda la noche, sentí paz.

Hasta que escuché un ruido.

Fue apenas un crujido, algo leve, como el roce de una suela contra la madera. Abrí los ojos y el corazón me dio un salto. Me quedé inmóvil, conteniendo la respiración. Otro sonido, esta vez más cerca.

—¿Quién anda ahí? —pregunté, mi voz sonó más firme de lo que me sentía.

El silencio duró unos segundos, luego una voz masculina respondió desde la penumbra:

—No quise asustarte.

La silueta de un hombre apareció junto a la puerta. Alto, de hombros anchos, con el rostro parcialmente oculto por la sombra.

—¿Qué hacés acá? —pregunté, poniéndome de pie.

Él no respondió enseguida. Caminó unos pasos hacia mí. Su andar era tranquilo, casi felino. Cuando la luz de la luna tocó su rostro, me quedé sin palabras.

Era joven, quizás no mucho mayor que yo, pero había algo en su mirada que parecía más antiguo. Sus ojos… nunca vi algo igual. Oscuros, intensos, y por un instante, un destello fugaz —plateado, casi luminoso— cruzó sus pupilas.

—No sabía que alguien venía aquí —dijo con voz baja, grave.

Tragué saliva, intentando recuperar el control.

—No suelo traer compañía —respondí, intentando sonar segura—. Es un lugar olvidado.

—No para todos —murmuró, y su tono me hizo fruncir el ceño.

—¿Vivís cerca?

Negó con la cabeza.

—Viví aquí hace mucho tiempo.

La respuesta me descolocó. Miré alrededor, a las paredes descascaradas, al techo vencido. No podía imaginar a nadie viviendo allí.

—¿En serio? Esta casa está abandonada desde…

—Lo sé —interrumpió, y por un segundo su expresión cambió. Dolor, quizá. O algo más profundo.

No supe qué decir. Él apartó la vista, recorriendo con la mirada cada rincón del salón, como si todo le resultara familiar.

—Perdón si te interrumpí —dijo después—. No pensé que encontraría a alguien.

—Yo tampoco —respondí con un hilo de voz.

No sabía si debía irme o quedarme. Había algo extraño en él, algo que me asustaba y me atraía al mismo tiempo. Su presencia llenaba el espacio, imponía una calma que rozaba el peligro.

—¿Cómo te llamás? —preguntó.

—Lisa.

Asintió, y en su rostro apareció una sombra de sonrisa.

—Lisa… —repitió, como probando el sonido del nombre.

—¿Y vos?

—Cristian.

El nombre me sonó bien, aunque algo en su voz me erizó la piel.

—¿Por qué volviste? —pregunté sin pensar.

Él levantó la vista hacia la ventana rota, donde la luna se reflejaba en sus ojos. Ese brillo volvió a aparecer, fugaz, imposible.

—A veces —dijo despacio—, uno regresa a donde empezó todo.

No entendí lo que quería decir, pero su tono me heló la sangre.

El viento sopló y la puerta se cerró con un golpe seco. Instintivamente di un paso hacia atrás, pero él ni se inmutó. Su mirada seguía fija en mí, con una intensidad que me hizo olvidar cómo respirar.

No era una mirada normal. No era simple curiosidad ni interés. Era como si buscara algo en mí, algo que no podía ver pero sí sentir. Y en esa búsqueda, había una necesidad tan profunda que me desarmó.

—¿Por qué me mirás así? —susurré.

Sus labios se movieron apenas, como si quisiera responder, pero no lo hizo. En cambio, se acercó un paso más. Pude sentir su respiración, cálida, contenida.

Por un momento creí que la casa entera respiraba con nosotros. El aire cambió, denso, vibrante. La vela que había encendido antes titiló y se apagó, dejando todo envuelto en sombras y en el resplandor pálido de la luna.

Y entonces lo sentí. Una punzada extraña en el pecho, un temblor leve en las manos, un reconocimiento que no tenía sentido.

No sabía quién era ese hombre, pero algo en mí lo conocía.

Él me sostuvo la mirada un segundo más, y en su voz, apenas un susurro, dijo:

—Te encontré.

Mi corazón se detuvo. No supe si debía correr o quedarme. Solo supe que esa noche, en aquella casa olvidada, algo que había dormido durante siglos acababa de despertar.

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