Capítulo 5 la casa abandonada

No sé cuánto tiempo permanecimos mirándonos, ni en qué momento el silencio empezó a sentirse tan denso que parecía tener peso. Las palabras que acababa de pronunciar —“Te encontré”— seguían suspendidas en el aire, vibrando entre nosotros como un eco que se negaba a desvanecerse.

Mi mente buscaba una explicación lógica. ¿Quién era ese hombre? ¿Qué quería decir con eso? Pero mi cuerpo no reaccionaba. Estaba inmóvil, atrapada en esa mirada que parecía desnudarme sin tocarme.

Él dio un paso más, lento, calculado, y la distancia entre nosotros se redujo a apenas un par de metros. No me moví. No podía. Había algo hipnótico en la forma en que me observaba, en ese brillo casi líquido que destellaba en sus ojos cada vez que la luz de la luna los alcanzaba.

—No entiendo —murmuré—. ¿Qué querés decir con eso?

Sus labios se curvaron apenas, pero no era una sonrisa. Era una expresión cargada de algo más: reconocimiento, alivio… y un dejo de miedo.

—No importa ahora —respondió, con voz grave, controlada, como si se hablara a sí mismo más que a mí.

El corazón me golpeaba el pecho con fuerza. A pesar del frío, sentía el calor trepándome por la piel, el aire se volvió espeso. Todo mi cuerpo reaccionaba como si una corriente invisible me envolviera.

Él apartó la vista por un instante, girando la cabeza hacia la ventana. La luna llena iluminaba su perfil, y por un momento juré ver la sombra de algo extraño detrás de él, algo que no pertenecía del todo al mundo humano.

—¿Qué sos? —pregunté sin pensar.

Volvió a mirarme. Y aunque no respondió, su silencio fue más elocuente que cualquier palabra.

El viento sopló con fuerza, levantando polvo y hojas secas dentro del salón. La puerta golpeó de nuevo. Mi cabello se desordenó, el vestido blanco se agitó, y sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

Él dio un paso hacia atrás, como si necesitara distancia. Su respiración se volvió irregular.

—No deberías estar aquí —dijo, casi en un susurro.

—¿Y vos sí? —repliqué.

Por un momento, creí ver un destello de frustración en su expresión. No era enojo conmigo, era como si peleara contra algo interno, invisible.

—No lo entendés… —murmuró.

—Entonces explícamelo.

—No puedo. Todavía no.

Sus palabras tenían un peso extraño, como si escondieran un peligro que él intentaba mantener lejos de mí.

El silencio volvió, pero esta vez era distinto. Había tensión en el aire, como si la casa misma estuviera conteniendo la respiración. Cristian me miraba de una manera que no sabía cómo describir: con hambre, con anhelo, con un tipo de tristeza que parecía de otra vida.

—¿Por qué me mirás así? —pregunté por segunda vez.

Sus ojos se entrecerraron apenas.

—Porque pasé demasiado tiempo buscándote —dijo finalmente, y mi corazón se detuvo un instante.

No tuve tiempo de responder. Un ruido seco, lejano, rompió el silencio. Un crujido, como un tronco partiéndose en el bosque. Él se tensó al instante. Todos los músculos de su cuerpo se contrajeron, su respiración cambió.

—¿Qué fue eso? —pregunté, alarmada.

No me respondió. Estaba quieto, escuchando. Su rostro se endureció, y en su mirada apareció algo primitivo, salvaje. En un parpadeo, el brillo plateado volvió a sus ojos, más intenso esta vez.

—Cristian… —empecé, pero él levantó una mano para que guardara silencio.

El viento se coló por las grietas del techo, ululando como un lamento. Él giró la cabeza, atento a un sonido que yo no podía oír. Había cambiado por completo: su postura, su respiración, incluso su presencia.

—Algo no está bien —murmuró, casi para sí.

Su voz tenía un temblor nuevo, una mezcla de alerta y dolor.

—¿Qué pasa? —insistí.

Él me miró, y por primera vez noté miedo en sus ojos. No hacia mí, sino hacia lo que estaba afuera.

—Tengo que irme —dijo con urgencia.

—¿Qué? ¿Por qué?

Dio un paso hacia la puerta, pero luego se detuvo. Se giró hacia mí, y en ese segundo su expresión cambió. Era como si estuviera grabando mi rostro en su memoria, como si supiera que no debía olvidarlo.

—No salgas de aquí —ordenó, con voz firme.

—¿Qué estás diciendo? Cristian, ¿qué pasa?

No respondió. En lugar de eso, cruzó la sala con una rapidez imposible. El aire a su alrededor pareció vibrar. Por un instante creí que el suelo temblaba bajo mis pies.

—Cristian… —volví a llamarlo, pero ya estaba en la puerta.

Se detuvo solo un instante, con la luna recortando su figura. El brillo en sus ojos volvió, más nítido, más irreal.

—Nos volveremos a ver, Lisa. —Su voz fue un susurro que me erizó la piel—. Lo prometo.

Y entonces desapareció.

Literalmente.

No escuché pasos. No escuché la puerta abrirse. Solo el viento. Un parpadeo, y ya no estaba.

Corrí hasta el marco de la puerta, pero afuera solo había oscuridad. La luna seguía alta, inmensa, bañando el camino con su luz plateada. No se escuchaba nada más que el murmullo distante del bosque.

Me quedé ahí, temblando, sin saber si lo que acababa de pasar era real. Todo en mí gritaba que sí lo era.

El corazón me latía tan fuerte que dolía. Me llevé una mano al pecho y cerré los ojos. Su voz seguía resonando en mi mente, su mirada seguía ardiendo en mi memoria.

Pero lo que más me inquietaba era esa sensación… como si algo invisible me uniera a él, como si una parte de mí se hubiera ido junto con ese desconocido que había pronunciado mi nombre como si lo conociera desde siempre.

A lo lejos, un aullido rompió la quietud. Largo, grave, desgarrador.

Y supe, sin entender por qué, que era él.

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