Nunca creí que amar pudiera doler tanto. Ni que alguien tan hermoso pudiera romperme tan despacio. Yo solo quería escapar de esta vida gris, de las calles que siempre huelen a lo mismo, de los días que se repiten como una canción triste. Y entonces apareció él. Ethan. Perfecto por fuera, jodido por dentro. Un desastre que me sonrió como si ya me conociera. Como si supiera exactamente en qué rincón de mi alma esconderse para no irse nunca más. Me enamoré de él como se cae en un abismo: sin frenos, sin preguntas, sin salvación. Esta no es una historia de redención. No hay héroes aquí. Sólo dos personas que se arrastran una a la otra hacia el fondo, jurando que es amor lo que los mantiene unidos, cuando en realidad es dolor. Si vas a leer esto, hacelo con cuidado. No esperes finales felices. A veces, el verdadero infierno no tiene fuego... tiene promesas rotas, caricias venenosas y miradas que te destruyen más que cualquier golpe.
Leer másMe acostumbré a vivir con lo justo.
Lo justo de comida, lo justo de dinero, lo justo de amor. Nada sobraba. Nada alcanzaba realmente. Pero tampoco moría. La palabra “pobre” tiene muchas formas. A veces es un refrigerador medio vacío. Otras veces es tener que elegir entre comprar jabón o arroz. A veces es fingir que todo está bien porque no querés que te miren con lástima. En mi caso, era un departamento chico con goteras en el baño y paredes que escuchaban demasiado. Pero tenía agua caliente y una cama con sábanas limpias. En mi mundo, eso ya era un lujo. Tenía 22 años y ya estaba cansada. Cansada de buscar trabajos temporales que no me llevaban a ningún lado. Cansada de caminar con los mismos tenis rotos pero aún funcionales. Cansada de esperar algo que ni sabía si existía. Ese día me levanté con el sonido del vecino golpeando la puerta de al lado. Gritaba algo sobre un pago atrasado. Cerré los ojos con fuerza. Mis domingos eran lo único sagrado que me quedaba. Me gustaban los domingos porque no había que fingir nada. No había que trabajar, no había expectativas. Solo existía el silencio... hasta que alguien lo rompía. Me preparé un café instantáneo. Nada de lujos. Ni leche, ni azúcar. Tomé un pan del día anterior, lo tosté apenas, y me senté en la mesita frente a la ventana. Desde ahí se veía parte del barrio: edificios viejos, cables colgando, perros vagando. El tipo de vista que solo apreciás cuando no tenés otra. En la radio sonaba una canción antigua que mi madre solía cantar. La apagué. No quería pensar en ella. No quería pensar en nada que oliera a pasado. Mis días se parecían todos. Trabajaba en una tienda de ropa de segunda mano, atendiendo clientas que regateaban por prendas de tres dólares como si les estuvieran vendiendo diamantes. El jefe era un tipo gris que me decía “linda” y me tocaba el hombro más veces de las necesarias. Pero pagaba puntual. No me podía dar el lujo de quejarme. Esa tarde, me miré en el espejo antes de salir. Tenía la piel algo opaca, el cabello atado en un moño descuidado. Ojeras que ni el maquillaje barato podía cubrir. No era fea. Nunca lo fui. Pero en los últimos meses me estaba convirtiendo en alguien que no reconocía. Una versión apagada de mí misma. Más callada. Más frágil. En la tienda no pasó nada memorable. Una señora se llevó tres faldas. Un chico adolescente robó una gorra mientras yo atendía la caja. Mi jefe me culpó con una mirada. Lo ignoré. Volví a casa caminando lento, sin prisa, con los auriculares puestos pero sin música. A veces necesitaba aislarme del mundo, aunque fuera en silencio. Subí las escaleras del edificio, metí la llave, abrí la puerta y me quité los zapatos. Me tiré en la cama, con la ropa puesta. Cerré los ojos. Y por primera vez en mucho tiempo, deseé que algo cambiara. Algo. Lo que fuera. Aunque doliera. No sabía que esa noche el destino ya estaba en movimiento. Y que en menos de veinticuatro horas iba a conocer a alguien que iba a arrastrarme al fondo con una sonrisa tan perfecta como letal.Dos años despuésEl viento soplaba suave esa mañana. Había flores en la ventana, risas en el fondo del café y el aroma familiar de pan recién horneado flotando en el aire. Todo era exactamente como debía ser, como siempre soñé que fuera.Gael corría entre las mesas, riendo a carcajadas, con un delantal en miniatura que decía “jefe en entrenamiento”. Tenía ya tres años y un mundo entero por descubrir. Su energía era inagotable, su risa, contagiosa. Y cada vez que decía “mamá” o “papá”, algo en mi pecho se encendía con una dulzura que no podía explicar.—¡Mamá, mira! —gritó, sosteniendo una flor que seguramente había arrancado del jardín de la señora Rita.—¡Gael! —le dije, entre divertida y resignada—. ¿Otra vez robando flores?Él corrió hacia mí, con su cabello alborotado y sus mejillas sonrojadas. Lo abracé. Apreté mi nariz contra su cabeza. Era mi hogar. El único que necesitaba.Ethan llegó justo después, con dos cafés y una sonrisa que seguía siendo mi lugar seguro. Le había costad
El aire olía a café recién hecho, a pan tostado y a esas flores que la señora Rita siempre colocaba en la mesa del rincón. Era un día como cualquier otro en apariencia, pero dentro de mí algo latía distinto, con una fuerza nueva. Estaba viva. No solo respiraba… estaba viva. Y completa.Gael dormía en su cuna portátil, al fondo del local. Lo dejaba cerca, pero lo suficiente lejos como para que los clientes no lo despertaran. Tenía cinco meses y era más risueño que nunca. Sus ojos eran el ancla que necesitaba cada mañana. Era mi motor, mi paz. Mi hogar.Mi cuerpo todavía recordaba las noches sin dormir, los miedos, los vómitos, las contracciones… pero todo se volvía mínimo cuando lo veía respirar tranquilo. Si me preguntaban por qué no me rendí, yo solo decía su nombre. Gael. Mi hijo. Mi amor.—¿Café doble y croissant? —pregunté con una sonrisa a una clienta habitual.—Como siempre, Bianca —respondió, dejando el billete exacto sobre la barra.Mi nombre. Mi propio nombre. Sin que se menc
Había pasado tanto, tanto… que mirar atrás dolía menos de lo que imaginaba. Quizá porque dolía más mirar hacia adelante sin él.Gael dormía profundamente, su manita apretada sobre el borde de su manta azul claro. Ese pequeño ser era la razón por la que respiraba, el motivo por el que no había perdido la cabeza en medio del caos, la oscuridad, los llantos y los silencios. Él me salvó. Me salvó de mí misma, de mis apegos, de Ethan.Pero ahora... Ethan estaba cambiando. Y yo ya no sabía si eso me hacía feliz o me aterraba.Estaba sentada frente a la ventana del pequeño apartamento, el mismo que me había costado meses conseguir y donde aún olía a nuevo, aunque el colchón fuera usado y la estufa fallara a ratos. Era mío. Todo mío. Nada de lo que tenía estaba ligado a él. Ni a su sombra, ni a sus errores. Era mío. Y eso dolía más de lo que debería.Llamaron a la puerta.Sentí un cosquilleo en la nuca. Mi estómago se tensó. Lo supe antes de abrir. Siempre lo supe cuando era él. Era como un e
Las primeras luces del alba filtraban su tenue claridad por la ventana cuando Ethan se sentó en la silla de la sala de espera del hospital. No era la primera vez que venía, pero aquella vez era diferente. Sabía que tenía que enfrentar lo que siempre había intentado evitar: la realidad con Giovanna y el hijo que tendrían juntos.Mientras apretaba con fuerza la pulsera que le había dado Bianca, recordó la última conversación con ella, su fuerza renovada, cómo se había convertido en la mujer que él apenas podía reconocer. Aquel bebé, Gael, era más que un lazo entre ellos; era la esperanza de un futuro que apenas comenzaba a nacer.Pero el pasado, pesado y oscuro, lo seguía atrapando.Cuando la puerta se abrió, Giovanna entró con paso firme. Su rostro, aunque cansado, mantenía una expresión que parecía intentar disimular la mezcla de miedo y resentimiento que sentía. Al ver a Ethan, no dijo nada, solo cruzó los brazos y esperó.—Giovanna —comenzó él, intentando mantener la calma—. Tenemos
La fuerza que me habitaCuando abrí los ojos esa mañana, Gael ya tenía unas horas de haber comido. Dormía plácidamente a mi lado, con su manito diminuta aferrada a una esquina de mi blusa. No había sol en el cielo, solo una neblina leve que parecía acariciar las ventanas del pequeño departamento que ahora era nuestro hogar. Pero dentro de mí, había luz. La sentía latiendo en mi pecho, viva, constante, con el ritmo acompasado de su respiración.Ya no tenía miedo. Lo supe en ese instante. Tal vez no lo había notado antes, pero el miedo, ese que me paralizaba por las noches o me hacía dudar de cada paso que daba, se había ido. En su lugar, había una certeza. Mi hijo estaba aquí. Lo tenía en mis brazos, sano, mío, y eso me bastaba.Me levanté con cuidado, aún adolorida por el parto, y lo acomodé en su moisés. Mientras se removía un poco, lo cubrí con la mantita que le había tejido mi madre durante uno de los pocos momentos de paz que tuvimos juntas. Su cabello era tan oscuro como el de Et
Los pasillos del hospital olían a cloro y ansiedad. El eco de mis pasos apresurados junto a la enfermera me recordaba que no había marcha atrás. Cada contracción era un grito sordo en mi vientre, una llamada urgente del pequeño ser que llevaba meses creciendo dentro de mí y que ahora pedía salir al mundo.—Tranquila, Bianca. Respira —dijo Rosa, mi vecina, que me sostenía del brazo con una fuerza que contrastaba con sus años.Intentaba obedecer, pero era difícil cuando sentías que el cuerpo entero se partía en dos. Aun así, entre una oleada y otra de dolor, pensé en él. En Gael. En la primera vez que escuché su corazón, en la forma en que se movía cuando yo hablaba, en las veces que lloré con su existencia dentro de mí y también en las veces que me hizo reír sin que nadie más supiera.—Ya casi, mi amor —me dije a mí misma mientras me colocaban una bata de hospital y las enfermeras preparaban la sala.Fue entonces cuando la puerta se abrió bruscamente y Ethan apareció. Sudaba, jadeaba,
Último capítulo