Dos años después
El viento soplaba suave esa mañana. Había flores en la ventana, risas en el fondo del café y el aroma familiar de pan recién horneado flotando en el aire. Todo era exactamente como debía ser, como siempre soñé que fuera.
Gael corría entre las mesas, riendo a carcajadas, con un delantal en miniatura que decía “jefe en entrenamiento”. Tenía ya tres años y un mundo entero por descubrir. Su energía era inagotable, su risa, contagiosa. Y cada vez que decía “mamá” o “papá”, algo en mi pecho se encendía con una dulzura que no podía explicar.
—¡Mamá, mira! —gritó, sosteniendo una flor que seguramente había arrancado del jardín de la señora Rita.
—¡Gael! —le dije, entre divertida y resignada—. ¿Otra vez robando flores?
Él corrió hacia mí, con su cabello alborotado y sus mejillas sonrojadas. Lo abracé. Apreté mi nariz contra su cabeza. Era mi hogar. El único que necesitaba.
Ethan llegó justo después, con dos cafés y una sonrisa que seguía siendo mi lugar seguro. Le había costad