Início / Romance / Lo que quedó de mí / Capítulo 5 – La primera grieta
Capítulo 5 – La primera grieta

Ethan se quedó conmigo durante varios días después de esa noche. No fue planeado. No hubo un “¿te quedás?” ni un “me quedo”. Simplemente no se fue. Y yo no le pedí que lo hiciera.

Traía sus cosas en una mochila: dos camisetas, una billetera rota, un encendedor plateado que siempre giraba entre sus dedos y una mirada que parecía vivir en una guerra constante. No pregunté por su casa. Tampoco por su familia. Él no ofreció explicaciones y yo no las pedí. Era más fácil así. Menos real.

Al principio, todo tenía ese sabor adictivo del principio de algo que parece amor. Despertar con él. Hacer café mientras él me abrazaba por la espalda. Reírnos de tonterías. Tener sexo en todos los rincones de mi casa, como si el mundo pudiera terminarse esa misma noche y estuviéramos agotando cada instante.

Me hacía sentir deseada. Como si fuera la única persona capaz de apagar el incendio que él cargaba dentro. Sus ojos me miraban como si yo fuera hogar, refugio, oxígeno. Y eso, después de tanto tiempo sintiéndome invisible, era más poderoso que cualquier droga.

Pero con el tiempo aprendí que las personas rotas no saben amar. Solo saben consumir.

Y Ethan… me estaba empezando a consumir a mí.

---

La primera grieta llegó en forma de silencio.

Un silencio denso, que ocupaba espacio en la cama, en la mesa, en cada mirada que ya no decía nada.

Una noche, después de cenar, le propuse ver una película. Tenía una copia vieja de Réquiem por un sueño, una de esas películas que me estremecían el alma. Quería compartirla con él. Mostrarle algo de mí.

Ethan se puso tenso. Frunció el ceño.

—No me gusta esa m****a —dijo.

Seco. Cortante. Como si yo hubiera sugerido una tortura.

Se levantó sin decir más, agarró su campera y salió del departamento.

No me dijo a dónde iba. No me besó. No me miró.

Solo se fue.

Volvió cuatro horas después. Olía a calle, a sudor, a humo, a algo más que no supe identificar. Su mirada era distinta: perdida, agitada, como si hubiera corrido kilómetros para alejarse de sí mismo.

No pregunté. No quise. Me quedé quieta en la cama, fingiendo dormir. Sentí su peso en el colchón, su brazo pasar por encima de mi cintura. Pero no dijo nada. Ni “hola”, ni “perdón”. Solo respiró cerca de mi cuello, como si eso fuera suficiente.

---

Desde ese día, empezó a irse con más frecuencia. Al principio decía que iba al taller. Luego ni eso. Salía por la mañana, volvía de noche. A veces pasaban dos días sin que apareciera.

Cuando estaba conmigo, todo parecía bien… hasta que no lo era.

Se volvía distante, ausente. Su mirada no estaba en el ahora. Se irritaba por cualquier cosa. El arroz estaba demasiado salado. El ventilador hacía ruido. Yo hablaba mucho. Yo hablaba poco.

Y entonces… empezaron los gritos.

El primero fue por algo tan estúpido que ahora ni lo recuerdo. Creo que le pregunté si había cobrado. O si podía ayudarme a pagar la luz.

Se paró de golpe, con los ojos encendidos.

—¿Qué, ahora soy tu cajero? ¿Eso pensás? ¿Que me metí acá para pagarte las cuentas?

—No dije eso —respondí, bajito.

—Pero lo pensás. Lo leí en tu cara. Todas son iguales. Quieren al chico lindo hasta que se les vuelve una carga.

Se fue dando un portazo.

Yo me quedé temblando en la cocina.

Ni siquiera lloré.

Solo me senté en el suelo y respiré.

No volvió esa noche.

---

Empecé a descubrir cosas. Una bolsita transparente en el bolsillo de su campera. Una jeringa en el fondo del cajón del baño. Ojos que no parpadeaban. Pupilas dilatadas. Dientes apretados.

Un día lo enfrenté.

—¿Estás usando?

Me miró fijo. No parpadeó.

—¿Qué clase de pregunta es esa?

—Una honesta.

—¿Y si lo hiciera? ¿Vas a echarme?

—No sé —dije, sincera—. Pero no quiero mentiras.

—Entonces no preguntes cosas que no estás lista para oír.

Y se fue a dormir.

Así, sin más.

Yo me quedé en la sala, con la garganta cerrada y un nudo en el estómago. Porque lo supe. Porque no hizo falta que lo dijera.

Ethan se drogaba.

---

Me volví adicta a esperarlo. A los momentos buenos. A las pequeñas muestras de cariño que usaba como vendas. A los instantes en los que volvía a ser ese chico que me acariciaba la espalda mientras dormía.

Pero los momentos buenos empezaron a durar menos.

Y los malos… más.

Una noche volvió ebrio, colocado, agitado. Me despertó encendiendo la luz, pateando sus zapatos al entrar. Yo me levanté, preocupada.

—¿Estás bien?

—¡Dejá de preguntarme siempre lo mismo!

—Solo quiero saber qué te pasa.

—¡Nada me pasa, Bianca! ¡Nada! ¡Vos sos la que siempre está con esa cara de víctima, como si yo fuera tu maldito castigo!

Me quedé quieta.

Él me miró como si no me reconociera. Como si yo fuera una amenaza.

Y entonces, lo vi levantar la mano.

No llegó a pegarme.

Pero esa sola intención… esa sombra en sus ojos…

Fue suficiente.

Se fue esa noche.

Y yo me quedé en el suelo del baño, abrazando mis rodillas, llorando en silencio.

---

Pasaron tres días sin noticias. Ni mensajes, ni llamadas. Nada. Me arrastré al trabajo como pude. Las clientas me hablaban y yo asentía sin oírlas. Dormía mal. Comía menos.

Y entonces volvió.

Golpeó la puerta a las tres de la madrugada. Tenía el rostro demacrado, los labios resecos, la ropa sucia. Llevaba dos bolsas con comida, cerveza, y una flor marchita en la mano.

—Perdón.

No lloraba. Pero su voz era tan rota que no hizo falta.

—Perdón, Bianca. No sé qué me pasa. Te juro que estoy tratando. No quiero hacerte daño. No quiero perderte.

Me abrazó tan fuerte que me costaba respirar.

—Yo no soy así. No siempre. Solo… a veces me pierdo. Pero cuando estoy con vos, todo tiene sentido. Todo se calma.

Y yo lo creí.

Otra vez.

---

Esa noche volvimos a hacer el amor.

No como antes.

Esta vez fue más lento, más desesperado. Como si quisiéramos borrar lo anterior. Como si el sexo pudiera ser redención.

Sus manos eran suaves. Su boca se deslizaba por mi cuello como una promesa. Me besó los hombros, el vientre, las caderas. Me tocó como si tuviera miedo de romperme. Como si de verdad me amara.

Y yo, tonta, ingenua, rota…

me entregué completa.

Otra vez.

---

Los días siguientes fueron mejores. O eso quise creer. Me traía café, me acompañaba al trabajo, me abrazaba más. Me prometió que dejaría “esas cosas”. No usó la palabra. No dijo “drogas”. Pero yo entendí.

Y le creí.

Porque una parte de mí necesitaba creer que podía salvarlo.

Que si lo amaba lo suficiente, él iba a cambiar.

No sabía que algunas personas no se dejan salvar.

Que algunas personas solo saben arrastrar.

Pero aún no estaba lista para entenderlo.

Y seguí.

Ciegamente.

Amándolo.

A pesar de todo.

Continue lendo este livro gratuitamente
Digitalize o código para baixar o App
Explore e leia boas novelas gratuitamente
Acesso gratuito a um vasto número de boas novelas no aplicativo BueNovela. Baixe os livros que você gosta e leia em qualquer lugar e a qualquer hora.
Leia livros gratuitamente no aplicativo
Digitalize o código para ler no App