Los lunes siempre tienen ese sabor a error que nunca se quita. Te despertás con un peso en el pecho, como si el mundo te recordara que seguís viva cuando no pediste estarlo.
Ese día, el subte estaba lleno. Gente con cara de zombie, con auriculares, con termos de café mal tapados y ojos cansados. Yo iba como siempre: auriculares vacíos y pensamientos ruidosos. La ciudad olía a humedad y escape. Y yo, como todos, fingía no ver nada. Salí tres estaciones antes solo para caminar. No sé por qué lo hice. A veces me pasa. Como si mi cuerpo supiera cosas que mi cabeza aún no entiende. Caminé por una calle que no solía tomar. Los edificios eran más altos, más sucios. Había bares cerrados, grafitis que decían cosas como “el amor es un arma” y un mural de una mujer llorando sangre. Todo encajaba con mi ánimo. Fue en esa esquina cuando lo vi. Apoyado contra una moto negra, fumando, con el sol de la mañana recortando su silueta como en una escena de película. Y no. No exagero. Era perfecto. No de esos perfectos aburridos que parecen salidos de una revista. Era un tipo de perfección que dolía mirar. Alto, espalda ancha, mandíbula marcada, labios que decían pecado incluso sin moverse. Y unos ojos tan claros que parecía que no pertenecían a su rostro. Llevaba una camiseta blanca, ajustada en los lugares correctos. Jeans gastados, botas negras. El cabello oscuro, algo desordenado, como si recién se hubiera levantado de una cama ajena. Y me miró. Como si yo no fuera solo otra persona caminando por ahí. Como si él ya supiera que iba a marcar mi vida. —¿Perdida? —preguntó, con una voz tan rasposa y baja que se me metió directo bajo la piel. Me detuve sin querer. Mi instinto gritó: peligro. Pero mi cuerpo… no escuchó. —No. Solo camino. Sonrió. No fue una sonrisa amable. Fue de esas que esconden algo. —¿Siempre caminás por calles que parecen escenas de un crimen? Me encogí de hombros. —A veces hay belleza en los lugares rotos. Lo noté sorprendido. Como si esperara que yo respondiera otra cosa. Como si nadie soliera devolverle las frases con cuchillos envueltos en papel suave. —Me gusta eso —dijo, dando una calada al cigarro—. ¿Tenés nombre o preferís seguir siendo una incógnita? —Bianca. —Ethan. Nos miramos un par de segundos. Fue incómodo. Fue adictivo. Me sentí atrapada, como si ya no pudiera seguir caminando sin mirar atrás. —No pareces de por acá —comentó. —Trabajo por acá —mentí. No necesitaba saber que estaba perdida. Que mis pies caminaban donde querían solo para huir de mí misma. —¿Querés un café? —preguntó sin rodeos. Me reí. No por el ofrecimiento, sino porque me pareció surreal. Un chico con cara de modelo de Calvin Klein, hablándome como si esto fuera lo más normal del mundo. —No sé si debería —dije. —No pregunté si debías. Pregunté si querías. Y quise. --- Entramos a un local pequeño, medio oculto entre dos negocios cerrados. Una cafetería independiente con olor a canela y a tiempo detenido. Me senté en una mesa contra la pared. Ethan pidió dos cafés y un par de medialunas como si lo hiciera todos los días. Mientras lo observaba, me di cuenta de algo. Su forma de caminar. De hablar. De mirar. Todo en él gritaba: esto va a doler. Y sin embargo, ahí estaba yo. —¿A qué te dedicás? —le pregunté. —A no dedicarme a nada —respondió sin vergüenza—. Hago trabajos sueltos. Arreglo motos, a veces reparto cosas. ¿Y vos? —Vendedora —dije. No agregué más. —Tenés cara de que odiás los lunes. —Tenés cara de que los lunes te aman igual. Se rió. Y maldita sea… incluso su risa era hermosa. —Tenés lengua afilada, Bianca. —Y vos, cara de problema. —¿Y eso te gusta? No respondí. No hacía falta. --- Salimos una hora después. No me pidió el número. No prometió volver a verme. Solo me miró con esa intensidad peligrosa y dijo: —Ojalá no te me escapes. Y se fue. Yo me quedé en la vereda, con el café aún caliente en las manos, sabiendo que algo en mí ya se había roto. No sabía que esa sería la última vez que tendría el control. Porque cuando Ethan entra a tu vida… no hay salida limpia.