Me acostumbré a vivir con lo justo.
Lo justo de comida, lo justo de dinero, lo justo de amor. Nada sobraba. Nada alcanzaba realmente. Pero tampoco moría. La palabra “pobre” tiene muchas formas. A veces es un refrigerador medio vacío. Otras veces es tener que elegir entre comprar jabón o arroz. A veces es fingir que todo está bien porque no querés que te miren con lástima. En mi caso, era un departamento chico con goteras en el baño y paredes que escuchaban demasiado. Pero tenía agua caliente y una cama con sábanas limpias. En mi mundo, eso ya era un lujo. Tenía 22 años y ya estaba cansada. Cansada de buscar trabajos temporales que no me llevaban a ningún lado. Cansada de caminar con los mismos tenis rotos pero aún funcionales. Cansada de esperar algo que ni sabía si existía. Ese día me levanté con el sonido del vecino golpeando la puerta de al lado. Gritaba algo sobre un pago atrasado. Cerré los ojos con fuerza. Mis domingos eran lo único sagrado que me quedaba. Me gustaban los domingos porque no había que fingir nada. No había que trabajar, no había expectativas. Solo existía el silencio... hasta que alguien lo rompía. Me preparé un café instantáneo. Nada de lujos. Ni leche, ni azúcar. Tomé un pan del día anterior, lo tosté apenas, y me senté en la mesita frente a la ventana. Desde ahí se veía parte del barrio: edificios viejos, cables colgando, perros vagando. El tipo de vista que solo apreciás cuando no tenés otra. En la radio sonaba una canción antigua que mi madre solía cantar. La apagué. No quería pensar en ella. No quería pensar en nada que oliera a pasado. Mis días se parecían todos. Trabajaba en una tienda de ropa de segunda mano, atendiendo clientas que regateaban por prendas de tres dólares como si les estuvieran vendiendo diamantes. El jefe era un tipo gris que me decía “linda” y me tocaba el hombro más veces de las necesarias. Pero pagaba puntual. No me podía dar el lujo de quejarme. Esa tarde, me miré en el espejo antes de salir. Tenía la piel algo opaca, el cabello atado en un moño descuidado. Ojeras que ni el maquillaje barato podía cubrir. No era fea. Nunca lo fui. Pero en los últimos meses me estaba convirtiendo en alguien que no reconocía. Una versión apagada de mí misma. Más callada. Más frágil. En la tienda no pasó nada memorable. Una señora se llevó tres faldas. Un chico adolescente robó una gorra mientras yo atendía la caja. Mi jefe me culpó con una mirada. Lo ignoré. Volví a casa caminando lento, sin prisa, con los auriculares puestos pero sin música. A veces necesitaba aislarme del mundo, aunque fuera en silencio. Subí las escaleras del edificio, metí la llave, abrí la puerta y me quité los zapatos. Me tiré en la cama, con la ropa puesta. Cerré los ojos. Y por primera vez en mucho tiempo, deseé que algo cambiara. Algo. Lo que fuera. Aunque doliera. No sabía que esa noche el destino ya estaba en movimiento. Y que en menos de veinticuatro horas iba a conocer a alguien que iba a arrastrarme al fondo con una sonrisa tan perfecta como letal.