A veces, el infierno no empieza con fuego.
A veces empieza con una sonrisa hermosa en una esquina cualquiera de la ciudad. Con un café. Con un “ojalá no te me escapes”. Y uno cree que puede manejarlo, que puede sostenerse al borde sin caer. Pero no. No era así. No con Ethan. Durante días no volví a verlo. Ni en la esquina, ni en la cafetería, ni en ningún rincón por donde caminaba con la esperanza estúpida de que apareciera. No tenía su número, ni su apellido, ni redes sociales. Nada. Solo un nombre y una imagen grabada a fuego en la memoria. Me sentí ridícula por pensar tanto en alguien que apenas conocía. ¿Pero cómo explicarlo? Él había activado algo. Una parte dormida, hambrienta de emoción, de peligro. Había algo en mí que lo reconocía antes de entenderlo. Esa semana, todo fue rutina. Tienda, clientes, silencios. El jefe cada vez más pesado. Las clientas cada vez más impacientes. Un mundo gris y predecible. Hasta que llegó el viernes. --- Eran las seis de la tarde. Estaba acomodando un perchero con camisas viejas cuando escuché que alguien entraba al local. Ni levanté la vista. Estaba cansada, con dolor de espalda y ganas de cerrar. —No pensé que trabajabas tan cerca de mi ruta —dijo una voz que reconocí al instante. Me giré. Ahí estaba él. Ethan. Contra toda lógica. Contra toda expectativa. Tenía una campera de cuero gastada, una mochila colgada al hombro y la misma mirada que me había desarmado días antes. Su belleza era ofensiva. Como si el universo hubiera decidido poner todo lo magnético en un solo cuerpo. Alto, bronceado, con ese aire de no me importa nada que tanto atrae y tanto duele después. —¿Me seguiste? —pregunté, intentando sonar irónica. Pero por dentro… me derretía. —Estaba en la zona. Pasé por la vidriera y te vi. Asentí, disimulando la tormenta interna. —¿Qué hacés por acá? —Trabajo cerca, ya te dije. Arreglo motos. Hay un taller a dos cuadras de acá. A veces paso la tarde ahí. Mentira o verdad, no me importó. Estaba ahí. Eso bastaba. —¿Tenés algo que hacer después del trabajo? Me miró como si supiera que iba a decir que no. Como si ya supiera leerme. Y tenía razón. —No —respondí. —Vamos a tomar algo. Prometo no secuestrarte. Sonreí. Y esa fue mi primera rendición. --- Fuimos a un barcito escondido entre edificios. De esos lugares con luz tenue, olor a cerveza y paredes cubiertas de pósters viejos. El tipo de lugar donde nadie hace preguntas y todo el mundo parece estar escapando de algo. Nos sentamos en un rincón. Ethan pidió dos cervezas sin siquiera consultar. Me gustó. Su seguridad. Su manera de tomar decisiones sin dudar. Yo había pasado tanto tiempo dudando de todo que eso me resultaba adictivo. —¿Y? ¿Tenés novio, ex, amante secreto? —preguntó, con esa sonrisa torcida que me hacía temblar por dentro. —Tuve uno hace un año. No terminó bien. —¿Por? —Infidelidad. Y después de eso… silencio. Me cansé. Me prometí no volver a darle a nadie ese poder. —¿Y acá estás, tomando algo conmigo? —Te dije que me gusta romper promesas. Ethan sonrió, bajando la vista como si intentara ocultar algo. —¿Y vos? —¿Yo qué? —¿Tenés a alguien? —Tuve. Varias. Nada serio. Me aburro fácil —dijo, sin rodeos. Y aún así… quería más. —¿Sos adicto a algo, Ethan? No sé por qué lo pregunté. Tal vez fue instinto. Tal vez fue la sombra que vi pasar por sus ojos. Él me sostuvo la mirada por un segundo más largo de lo normal. Luego se encogió de hombros. —A muchas cosas. Pero todavía no a vos. No dije nada. No porque no tuviera qué decir. Sino porque sentí cómo esa frase se me metía directo a los huesos. --- Pasamos tres horas ahí. Hablamos de todo y de nada. De música, de películas, de lo jodido que es crecer sin saber para qué. Ethan era inteligente. Más de lo que parecía. Y tenía una tristeza agazapada que me resultaba familiar. Me habló de su infancia, de un padre ausente y una madre rota. De mudanzas, de trabajos sueltos, de noches durmiendo en motos o en casas de desconocidas. No pedía compasión. Solo contaba. Y eso lo hacía más real. —A veces creo que no soy capaz de quedarme en un lugar —dijo. —¿Y por qué te quedaste en esa esquina aquella vez? ¿Por qué hablaste conmigo? —Porque por primera vez en mucho tiempo, no quise seguir caminando. Y ahí. Ahí lo supe. Estaba jodida. --- Salimos del bar a eso de las nueve. Caminamos unas cuadras en silencio. Cuando llegamos a la puerta de mi edificio, no se despidió con un beso, ni con un abrazo. Me miró. Me tocó el mentón con dos dedos, suaves, como si no quisiera romperme. Y dijo: —Tenés algo en la mirada. Algo que grita aunque no hables. Me gusta eso. —¿Y vos qué gritás, Ethan? —Que me estoy por mandar la peor cagada de mi vida. Y se fue. Lo vi alejarse, con ese andar relajado, casi salvaje. No dormí esa noche. Porque supe que algo había empezado. Y que no tenía idea de cómo frenarlo.