Mundo ficciónIniciar sesiónMarcos no estaba buscando enamorarse, y mucho menos de alguien como Samanta. Reservada, brillante y siempre con una respuesta lista, ella parece inmune a su encanto. Pero Marcos tiene un as bajo la manga: la música. Cuando las palabras no le alcanzan, deja que sus canciones hablen por él. Una melodía para cada intento. Una letra para cada emoción. Samanta no se lo pone fácil, pero él tampoco piensa rendirse. Puede que tenga mil dudas, pero una certeza lo impulsa: Ella es especial. Marcos está dispuesto a cantarle hasta que lo vea, por eso decide escribir una canción para Samanta.
Leer másSamanta
Era viernes y, como todas las semanas, me había levantado más temprano de lo habitual. Aunque no era algo que me fascinara, lo hacía porque mi hermana pequeña asistía al colegio y mis padres no podían llevarla por las mañanas. Desde que Emilia había comenzado las clases, mis padres y yo habíamos tenido que adaptar nuestros horarios en función de ella.
Mi hermana tenía cinco años y ese era su primer año escolar, por lo que sus jornadas eran bastante cortas, lo que representaba un problema para mis padres, ya que ambos trabajaban de sol a sol. Por eso, y considerando que mis clases en la universidad eran más flexibles, me había tocado ayudar con las idas al colegio.
Al principio no me molestaba en absoluto llevarla. Mi hermanita lo era todo para mí. Pero debo reconocer que, con el tiempo, la idea se fue volviendo un poco desagradable.
Puede sonar contradictorio, pero todo tiene su motivo, y pensar en eso me provocaba un enorme malestar.
Emilia se encontraba sentada en el sillón con una taza de leche entre las manos, concentrada en la televisión. Mientras ella desayunaba, yo aprovechaba para revisar por tercera vez su mochila, asegurándome de que tuviera todos los materiales que le habían pedido para la clase de artes.
Sonreí al ver que, dentro de la mochila, había una pequeña muñeca: su favorita.
—Emi, ¿qué hace esta señorita aquí? —pregunté, alzando la muñeca para mostrársela. Ella se encogió de hombros y llevó la taza a sus labios.
Negué, divertida, y dejé el juguete sobre la mesa. Las profesoras de mi hermana habían sido claras en que los niños no debían llevar juguetes al colegio, para evitar peleas o que se perdieran.
—Cham, pero ella no quiere quedarse solita —dijo Emilia, acercándose a mí y tomando la muñeca entre sus manitos.
La triste mirada que le lanzó me partió el corazón. Me habría encantado estar en su lugar y volver a creer que, si dejaba solas a mis muñecas, ellas se pondrían tristes.
—Ya sabes que en el colegio no se admiten juguetes… —le susurré con una mueca—. Ella lo entiende, y de hecho, estará feliz por ti, porque vas a aprender cosas nuevas y harás muchos amigos.
Mi hermanita negó con la cabeza, y vi que las lágrimas no tardarían en aparecer. Era una niña muy sensible.
—¿A ti te dejan llevar muñecas a tu colegio? —preguntó. Tomó la muñeca entre sus brazos, como si estuviera consolándola, y la mecía con suaves movimientos.
—Mi colegio es diferente, Emi. Es para personas grandes.
—¿Y si la llevas contigo? —cuestionó. Extendió la muñeca hacia mí y me miró con esos ojitos brillantes.
Si decía que no, probablemente le rompería el corazón. Y sabía que, si me la llevaba, se sentiría tranquila. Asentí con una sonrisa y guardé la muñeca en mi bolso.
Emilia me agradeció y dejó un beso en mi mejilla.
—Vamos, tienes que terminar de comer —señalé con una sonrisa. Ella corrió al sillón y volvió a tomar su leche. Fui tras ella y apagué el televisor.
Tomé su chaqueta, se la extendí y esperé con paciencia a que se la pusiera. Terminé de arreglar mis cosas y tomé su mano para salir de casa.
Desactivé la alarma del auto y abrí la puerta trasera para dejar allí su mochila y mi bolso.
—¿Por qué tengo que ir al colegio? —preguntó Emilia.
Solté una carcajada y le abrí la puerta del copiloto.
—Para que seas una niña muy inteligente —respondí. La ayudé a acomodarse y luego rodeé el auto para sentarme en mi asiento.
—¡Pero si ya lo soy, Cham! —se quejó.
—Ponte el cinturón de seguridad —ordené con una sonrisa. Encendí la radio y puse el auto en marcha—. Eres una niña inteligente, pero el colegio te ayuda a serlo aún más.
Ella hizo una mueca con los labios y tomó mi teléfono para poner música. El trayecto era bastante corto, así que llegamos en un par de minutos al colegio. Salimos del auto, abrí la puerta trasera para tomar su mochila y caminamos juntas hasta la entrada.
—¿Quién me va a venir a buscar hoy? —preguntó.
Me rompió el corazón no tener una respuesta clara para ella, pero intenté disimular.
—Yo salgo tarde, Emi. Quizá venga mamá o papá.
Mi hermana asintió con la cabeza, y coloqué la mochila sobre sus hombros. Emilia me sonrió y dio media vuelta, brincando hacia el interior del colegio.
Me quedé de pie hasta que la perdí de vista. Entonces, una voz infantil cercana llamó mi atención y mi corazón empezó a latir con fuerza.
<<Maldición>>
Caminé de vuelta hacia mi auto, pero mis ojos viajaron sin querer hacia la fuente de esa voz: un pequeño niño se despedía con un abrazo de su padre.
Desesperada, intenté desactivar la alarma del auto, pero las llaves se me cayeron por el nerviosismo. Solté una pequeña maldición y me agaché para recogerlas. Al incorporarme, sentí la boca seca y los nervios a flor de piel.
—¿Hasta cuándo seguirás ignorando mis llamadas?
<<Hijo de…>>
—De hecho, hasta que dejes de llamar —respondí con seriedad. La alarma se desactivó y tomé la manilla de la puerta, dispuesta a marcharme lo antes posible.
—Espera, Samanta —dijo, tomándome del brazo para impedir que me fuera. Miré su rostro y sentí asco.
Definitivamente, ya no podía describirlo con buenas palabras. Era una basura de persona.
—Déjame en paz, Rafael —hablé con claridad. Él hizo una mueca, pero soltó mi brazo.
—Como quieras… —murmuró, sin dejar de mirarme.
—Me alegra que lo entiendas.
No lo miré de nuevo. Subí al automóvil con un enorme nudo en la garganta. Por esto no me gusta venir a dejar a mi hermana al colegio: por el riesgo de toparme con él.
(…)
Estacioné frente a mi cafetería favorita y activé la alarma del auto. Me bajé y caminé hacia el interior. Hoy tenía una prueba importante, así que un repaso de los contenidos me vendría bien.
Estaba en mi primer año de universidad, estudiando pedagogía en matemáticas. Aunque no me resultaba especialmente difícil, siempre estaba repasando o estudiando algo. Me consideraba buena para ello, y además, me gustaba hacerlo; no lo veía como una obligación.
Entré al local y saludé con una sonrisa a las chicas que trabajaban allí. Todas me respondieron el saludo, y me dirigí a una mesa vacía. Una de ellas se acercó para tomar mi pedido: nada extravagante, solo un café normal y un muffin de vainilla.
Saqué la carpeta de mi bolso y con ella, la enorme cantidad de lápices que usaba para estudiar. Muchos de mis compañeros se burlaban porque los cuidaba demasiado, pero sin ellos me costaba tomar apuntes. En mi defensa, necesitaba usar distintos colores para recordar las diversas fórmulas matemáticas.
En una hoja en blanco comencé a resolver algunos ejercicios y traté de concentrarme, pero el rostro de Rafael volvía una y otra vez a mi mente.
<<¿Cómo fui tan imbécil?>>, me reproché.
Debería haber sospechado, pero nunca me di cuenta de sus actitudes extrañas. Yo tenía diecinueve años y él cuarenta, pero siempre se comportó como un adolescente.
Me llevaba a comer a lugares lujosos y alejados de la ciudad. No le gustaba que lo llamara o le enviara mensajes. Nunca supe dónde vivía, y solo nos veíamos cuando él quería y tenía tiempo.
Agradecía no haber estado mucho tiempo dentro de su doble vida: solo cuatro meses. Pero aun así, dolía. Me sentía utilizada.
¿Qué le costaba ser sincero? ¿Por qué no me dijo que yo era “la otra”? ¡Tiene dos hijos con su esposa! Y si no hubiera sido porque una mañana llevé a Emilia al colegio, nunca me habría dado cuenta de que era un hombre casado.
¿Cómo podía ser tan miserable? ¿Por qué le mentía a su esposa? Ella no era una mujer fea, al contrario… Y sus hijos eran tan pequeños, probablemente ni se imaginaban que su padre era un infiel.
—Hay un error, bonita. El resultado es la cuarta parte de 451…
Di un salto en mi asiento y levanté la cabeza de golpe. Robert me sonrió mientras tomaba asiento frente a mí.
—Casi me da un infarto, tonto —le devolví la sonrisa.
Robert soltó una carcajada y me miró divertido.
—No sabía cómo llamar tu atención —murmuró, encogiéndose de hombros—. Te veías muy linda.
—¿O sea que ya no me veo linda? —bromeé, riendo al ver cómo abría la boca sin saber qué decir.
—¿Es una pregunta trampa?
—Quizás…
Robert giró el rostro hacia un lado y me observó con una sonrisa. Alcancé su mano sobre la mesa y entrelacé nuestros dedos.
—Para mí siempre te ves linda, Samanta.
Sonreí ampliamente ante su respuesta. Robert y yo llevábamos un par de semanas saliendo, aunque no era nada formal. Por ahora, nos estábamos conociendo. Era muy dulce conmigo y siempre estaba ahí para apoyarme. Sabía lo de Rafael, y creo que por eso no me había presionado a nada aún. Me gustaba que respetara mi espacio y me diera la libertad que necesitaba.
Robert era mi compañero de carrera, así que nos veíamos todos los días. Pero incluso así, no me sentía agobiada por su presencia. Las cosas entre nosotros habían fluido con calma, de forma tranquila y natural.
Creo que él es justo lo que necesitaba. A su lado me siento en paz. Nada es complicado. Estar con él es cómodo, sin altibajos, y eso me tiene satisfecha.
Lo último que quería en mi vida era a un tipo que lo revolucione todo a su paso, una relación intensa que me lleve al límite.
Robert era lo más sensato y lo que yo necesitaba para ser feliz.
Samanta El silencio de la biblioteca era casi terapéutico.El sonido de las páginas al pasar y el tecleo lejano de algún estudiante concentrado me ayudaban a mantener la mente ocupada, a no pensar demasiado. Había estado repasando mis apuntes durante la última hora, intentando distraerme de todo lo ocurrido en los últimos días.—¿Sam?Levanté la vista y sentí un vuelco en el estómago. Robert estaba frente a mí, con el rostro relajado, aunque sus ojos tenían ese brillo tenso que me resultaba tan familiar. Como si estuviera preocupado por algo que yo no podía entender.—Hola, Robert —murmuré, intentando sonar natural. Cerré mi cuaderno—. No sabía que vendrías.—Pasaba cerca —respondió él encogiéndose de hombros, como si fuera casualidad—. Te vi por fuera y quise hablar contigo un momento.Asentí, guardando mis cosas con calma para salir al pasillo. No quería que los demás nos escucharan. Caminamos en silencio hasta una mesa vacía cerca de la salida.—Sobre lo que hablamos el otro día…
MarcosObservé como todos los niños intentaban seguir los acordes de la nueva canción que estábamos aprendiendo y sonreí al sentirme satisfecho con el esfuerzo que estaban poniendo en la tarea. —Profesor, no entiendo… Miré a Ismael, el nuevo integrante del pequeño grupo y me acerqué para ayudarlo. —¿Qué no entiendes, Ismael? —pregunté con calma. El pequeño bufó e intentó hacer un “fa” con sus dedos sobre las cuerdas, pero noté que se le dificultaba la motricidad en la mano, pues tenía los dedos muy tensos.—No me sale —replicó. Pude ver cómo él se fijaba de reojo en los otros niños del taller, los cuales avanzaban a grandes pasos. Asentí con la cabeza y le hice un gesto con la mano para que se detenga. —Esta es tu segunda clase, es normal que te cueste un poco más que a los demás —dije con voz suave, intentando tranquilizarlo. Me agaché frente a él y acomodé con cuidado su mano sobre el mástil de la guitarra—. Mira, no tienes que apretar tanto las cuerdas. Solo lo justo para que
Samanta Lo mejor de que me hubieran suspendido las clases en la Universidad era que podía dedicarle tiempo extra a mi vida personal, como, por ejemplo, visitar a mi abuela. Ella era una de mis personas favoritas en el mundo; bastaba compartir un momento juntas para sentir que me reiniciaba, que volvía a estar completa.—Ahora sí te tengo atrapada —dijo de pronto, con una chispa traviesa en los ojos—. Cuéntame quién es ese chico que te tiene suspirando.Sonreí divertida al ver la postura que había tomado, tan segura de su intuición, como si supiera más de lo que yo misma estaba dispuesta a reconocer.—Es una larga historia, supongo —respondí, bajando la mirada mientras tomaba la taza de té recién servido.El aroma dulce y frutal me envolvió al darle un sorbo. Mi abuela era fanática de las infusiones y, cada vez que venía a verla, me recibía con una mezcla diferente. Todas lograban cautivar mis sentidos y darme esa paz que tanto necesitaba.Era como una especie de ritual, donde ella me
MarcosNo podía dejar de pensar en la maldita beca. Cada día que pasaba sin recibir noticias era como una espina más clavada en mi espalda. Había puesto tantas ilusiones en esa oportunidad, que la incertidumbre comenzaba a carcomerme por dentro.Sentado frente a mi computadora, abrí la página del banco casi por costumbre, sin esperar encontrar nada nuevo. Pero al ver los números en pantalla, parpadeé varias veces, convencido de que mis ojos me estaban jugando una mala pasada.Gloria ya me había depositado mi primer sueldo.Tragué saliva, repasando la cifra una y otra vez, porque era mucho más de lo que había imaginado. Ni en mis mejores cálculos se me había pasado por la cabeza que mi esfuerzo pudiera valer tanto para alguien más.Una risa incrédula escapó de mis labios. Por primera vez en semanas, la preocupación se hizo a un lado para dejarme sentir alivio. Ese dinero no solo significaba estabilidad económica, sino un seguro frente a la posibilidad de no obtener la beca para estudia
Samanta—No lo soporto, Sami. Sonreí con tristeza a la pantalla de mi celular y pude ver cómo Samuel me observaba con una mueca en los labios. Me encontraba estacionada fuera de la academia de la señora Gloria, y como había llegado varios minutos antes, decidí llamar a Samuel para conversar sobre lo que había ocurrido horas antes en aquella cafetería. —Pero es nuestro amigo, dulcecito —susurré, intentando apelar a los sentimientos que podían estar albergados aún en el corazón de mi amigo—. Está solo, tenemos que apoyarlo. —Dejó de ser mi amigo aquel día cuando hizo aquella escena de celos y te golpeó —puntualizó él.Aunque solo lo estaba viendo a través de una videollamada, podía sentir su disgusto con la situación y no quería presionarlo más, solo hacerlo entrar en razón. —Solo tuvo un mal momento, él no es así —negué con la cabeza—. Y si yo lo perdoné, tú también deberías intentarlo. —Es que no puedo entender cómo volviste con él… —Samuel bufó. —No volví con él —suspiré—. Le
Samanta—Bueno chicos, quedé en verme con Caro. Iremos al cine —anunció Aaron con una pequeña mueca en los labios—. ¿Te quedarás aquí, Sam? —preguntó mirándome fijamente, como si quisiera asegurarse de que yo estuviera bien al quedarme sola con Robert. —Ve tranquilo, amigo —respondí con una sonrisa—. Hablamos más tarde.Aaron asintió con la cabeza y sonrió más tranquilo. —Gracias por todo, Aaron —musitó Robert. Ambos intercambiaron un corto abrazo fraternal, y luego Aaron se alejó con paso firme hacia la salida, dejando tras de sí un silencio extraño. Yo jugueteé con mis manos sobre la mesa, sintiendo la tensión en el ambiente mientras Robert permanecía a mi lado, observándome de reojo con una necesidad que no supe interpretar.—Me alegra que te quedaras —murmuró él finalmente, con la voz rasposa, como si temiera que al hablar demasiado alto me espantara—. Por un momento pensé que saldrías corriendo junto a Samuel. Tragué saliva y forcé una sonrisa, aunque por dentro una parte de
Último capítulo