Una canción para Sam

Una canción para SamES

Romance
Última actualización: 2025-09-04
camivalenzuelita  Recién actualizado
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Resumen
Índice

Marcos no estaba buscando enamorarse, y mucho menos de alguien como Samanta. Reservada, brillante y siempre con una respuesta lista, ella parece inmune a su encanto. Pero Marcos tiene un as bajo la manga: la música. Cuando las palabras no le alcanzan, deja que sus canciones hablen por él. Una melodía para cada intento. Una letra para cada emoción. Samanta no se lo pone fácil, pero él tampoco piensa rendirse. Puede que tenga mil dudas, pero una certeza lo impulsa: Ella es especial. Marcos está dispuesto a cantarle hasta que lo vea, por eso decide escribir una canción para Samanta.

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Capítulo 1

Capítulo 1

Samanta

Era viernes y, como todas las semanas, me había levantado más temprano de lo habitual. Aunque no era algo que me fascinara, lo hacía porque mi hermana pequeña asistía al colegio y mis padres no podían llevarla por las mañanas. Desde que Emilia había comenzado las clases, mis padres y yo habíamos tenido que adaptar nuestros horarios en función de ella.

Mi hermana tenía cinco años y ese era su primer año escolar, por lo que sus jornadas eran bastante cortas, lo que representaba un problema para mis padres, ya que ambos trabajaban de sol a sol. Por eso, y considerando que mis clases en la universidad eran más flexibles, me había tocado ayudar con las idas al colegio.

Al principio no me molestaba en absoluto llevarla. Mi hermanita lo era todo para mí. Pero debo reconocer que, con el tiempo, la idea se fue volviendo un poco desagradable.

Puede sonar contradictorio, pero todo tiene su motivo, y pensar en eso me provocaba un enorme malestar.

Emilia se encontraba sentada en el sillón con una taza de leche entre las manos, concentrada en la televisión. Mientras ella desayunaba, yo aprovechaba para revisar por tercera vez su mochila, asegurándome de que tuviera todos los materiales que le habían pedido para la clase de artes.

Sonreí al ver que, dentro de la mochila, había una pequeña muñeca: su favorita.

—Emi, ¿qué hace esta señorita aquí? —pregunté, alzando la muñeca para mostrársela. Ella se encogió de hombros y llevó la taza a sus labios.

Negué, divertida, y dejé el juguete sobre la mesa. Las profesoras de mi hermana habían sido claras en que los niños no debían llevar juguetes al colegio, para evitar peleas o que se perdieran.

—Cham, pero ella no quiere quedarse solita —dijo Emilia, acercándose a mí y tomando la muñeca entre sus manitos.

La triste mirada que le lanzó me partió el corazón. Me habría encantado estar en su lugar y volver a creer que, si dejaba solas a mis muñecas, ellas se pondrían tristes.

—Ya sabes que en el colegio no se admiten juguetes… —le susurré con una mueca—. Ella lo entiende, y de hecho, estará feliz por ti, porque vas a aprender cosas nuevas y harás muchos amigos.

Mi hermanita negó con la cabeza, y vi que las lágrimas no tardarían en aparecer. Era una niña muy sensible.

—¿A ti te dejan llevar muñecas a tu colegio? —preguntó. Tomó la muñeca entre sus brazos, como si estuviera consolándola, y la mecía con suaves movimientos.

—Mi colegio es diferente, Emi. Es para personas grandes.

—¿Y si la llevas contigo? —cuestionó. Extendió la muñeca hacia mí y me miró con esos ojitos brillantes.

Si decía que no, probablemente le rompería el corazón. Y sabía que, si me la llevaba, se sentiría tranquila. Asentí con una sonrisa y guardé la muñeca en mi bolso.

Emilia me agradeció y dejó un beso en mi mejilla.

—Vamos, tienes que terminar de comer —señalé con una sonrisa. Ella corrió al sillón y volvió a tomar su leche. Fui tras ella y apagué el televisor.

Tomé su chaqueta, se la extendí y esperé con paciencia a que se la pusiera. Terminé de arreglar mis cosas y tomé su mano para salir de casa.

Desactivé la alarma del auto y abrí la puerta trasera para dejar allí su mochila y mi bolso.

—¿Por qué tengo que ir al colegio? —preguntó Emilia.

Solté una carcajada y le abrí la puerta del copiloto.

—Para que seas una niña muy inteligente —respondí. La ayudé a acomodarse y luego rodeé el auto para sentarme en mi asiento.

—¡Pero si ya lo soy, Cham! —se quejó.

—Ponte el cinturón de seguridad —ordené con una sonrisa. Encendí la radio y puse el auto en marcha—. Eres una niña inteligente, pero el colegio te ayuda a serlo aún más.

Ella hizo una mueca con los labios y tomó mi teléfono para poner música. El trayecto era bastante corto, así que llegamos en un par de minutos al colegio. Salimos del auto, abrí la puerta trasera para tomar su mochila y caminamos juntas hasta la entrada.

—¿Quién me va a venir a buscar hoy? —preguntó.

Me rompió el corazón no tener una respuesta clara para ella, pero intenté disimular.

—Yo salgo tarde, Emi. Quizá venga mamá o papá.

Mi hermana asintió con la cabeza, y coloqué la mochila sobre sus hombros. Emilia me sonrió y dio media vuelta, brincando hacia el interior del colegio.

Me quedé de pie hasta que la perdí de vista. Entonces, una voz infantil cercana llamó mi atención y mi corazón empezó a latir con fuerza.

<<Maldición>>

Caminé de vuelta hacia mi auto, pero mis ojos viajaron sin querer hacia la fuente de esa voz: un pequeño niño se despedía con un abrazo de su padre.

Desesperada, intenté desactivar la alarma del auto, pero las llaves se me cayeron por el nerviosismo. Solté una pequeña maldición y me agaché para recogerlas. Al incorporarme, sentí la boca seca y los nervios a flor de piel.

—¿Hasta cuándo seguirás ignorando mis llamadas?

<<Hijo de…>>

—De hecho, hasta que dejes de llamar —respondí con seriedad. La alarma se desactivó y tomé la manilla de la puerta, dispuesta a marcharme lo antes posible.

—Espera, Samanta —dijo, tomándome del brazo para impedir que me fuera. Miré su rostro y sentí asco.

Definitivamente, ya no podía describirlo con buenas palabras. Era una basura de persona.

—Déjame en paz, Rafael —hablé con claridad. Él hizo una mueca, pero soltó mi brazo.

—Como quieras… —murmuró, sin dejar de mirarme.

—Me alegra que lo entiendas.

No lo miré de nuevo. Subí al automóvil con un enorme nudo en la garganta. Por esto no me gusta venir a dejar a mi hermana al colegio: por el riesgo de toparme con él.

(…)

Estacioné frente a mi cafetería favorita y activé la alarma del auto. Me bajé y caminé hacia el interior. Hoy tenía una prueba importante, así que un repaso de los contenidos me vendría bien.

Estaba en mi primer año de universidad, estudiando pedagogía en matemáticas. Aunque no me resultaba especialmente difícil, siempre estaba repasando o estudiando algo. Me consideraba buena para ello, y además, me gustaba hacerlo; no lo veía como una obligación.

Entré al local y saludé con una sonrisa a las chicas que trabajaban allí. Todas me respondieron el saludo, y me dirigí a una mesa vacía. Una de ellas se acercó para tomar mi pedido: nada extravagante, solo un café normal y un muffin de vainilla.

Saqué la carpeta de mi bolso y con ella, la enorme cantidad de lápices que usaba para estudiar. Muchos de mis compañeros se burlaban porque los cuidaba demasiado, pero sin ellos me costaba tomar apuntes. En mi defensa, necesitaba usar distintos colores para recordar las diversas fórmulas matemáticas.

En una hoja en blanco comencé a resolver algunos ejercicios y traté de concentrarme, pero el rostro de Rafael volvía una y otra vez a mi mente.

<<¿Cómo fui tan imbécil?>>, me reproché.

Debería haber sospechado, pero nunca me di cuenta de sus actitudes extrañas. Yo tenía diecinueve años y él cuarenta, pero siempre se comportó como un adolescente.

Me llevaba a comer a lugares lujosos y alejados de la ciudad. No le gustaba que lo llamara o le enviara mensajes. Nunca supe dónde vivía, y solo nos veíamos cuando él quería y tenía tiempo.

Agradecía no haber estado mucho tiempo dentro de su doble vida: solo cuatro meses. Pero aun así, dolía. Me sentía utilizada.

¿Qué le costaba ser sincero? ¿Por qué no me dijo que yo era “la otra”? ¡Tiene dos hijos con su esposa! Y si no hubiera sido porque una mañana llevé a Emilia al colegio, nunca me habría dado cuenta de que era un hombre casado.

¿Cómo podía ser tan miserable? ¿Por qué le mentía a su esposa? Ella no era una mujer fea, al contrario… Y sus hijos eran tan pequeños, probablemente ni se imaginaban que su padre era un infiel.

—Hay un error, bonita. El resultado es la cuarta parte de 451…

Di un salto en mi asiento y levanté la cabeza de golpe. Robert me sonrió mientras tomaba asiento frente a mí.

—Casi me da un infarto, tonto —le devolví la sonrisa.

Robert soltó una carcajada y me miró divertido.

—No sabía cómo llamar tu atención —murmuró, encogiéndose de hombros—. Te veías muy linda.

—¿O sea que ya no me veo linda? —bromeé, riendo al ver cómo abría la boca sin saber qué decir.

—¿Es una pregunta trampa?

—Quizás…

Robert giró el rostro hacia un lado y me observó con una sonrisa. Alcancé su mano sobre la mesa y entrelacé nuestros dedos.

—Para mí siempre te ves linda, Samanta.

Sonreí ampliamente ante su respuesta. Robert y yo llevábamos un par de semanas saliendo, aunque no era nada formal. Por ahora, nos estábamos conociendo. Era muy dulce conmigo y siempre estaba ahí para apoyarme. Sabía lo de Rafael, y creo que por eso no me había presionado a nada aún. Me gustaba que respetara mi espacio y me diera la libertad que necesitaba.

Robert era mi compañero de carrera, así que nos veíamos todos los días. Pero incluso así, no me sentía agobiada por su presencia. Las cosas entre nosotros habían fluido con calma, de forma tranquila y natural.

Creo que él es justo lo que necesitaba. A su lado me siento en paz. Nada es complicado. Estar con él es cómodo, sin altibajos, y eso me tiene satisfecha.

Lo último que quería en mi vida era a un tipo que lo revolucione todo a su paso, una relación intensa que me lleve al límite.

Robert era lo más sensato y lo que yo necesitaba para ser feliz.

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