Decir que no pensaba en él sería mentirme en la cara.
Ethan se había metido en mi cabeza como un virus. No importaba lo que hiciera: lo imaginaba. Su voz ronca, su forma de mirar sin pedir permiso, ese andar arrogante y sucio. Todo él era una contradicción andante: tan perfecto por fuera, tan oscuro por dentro. Y aún así… me quemaba por verlo de nuevo. No me llamó. No me escribió. No apareció por la tienda. Pero algo me decía que no había desaparecido del todo. Y tenía razón. El viernes por la tarde, mientras caminaba hacia mi casa después de una jornada agotadora, lo vi. Estaba sentado en las escaleras de mi edificio, como si fuera lo más natural del mundo. Jeans ajustados, camiseta negra, cigarro en una mano y la otra apoyada sobre la rodilla. Me miró cuando me acerqué, y su sonrisa fue lenta… como si ya supiera que no iba a echarlo. —Pensé que no me querías ver más —dije. —No pensé. Solo vine. Me apoyé contra la pared, cruzando los brazos. No sabía si putearlo o besarlo. Lo segundo me ganó. —Subí —le dije. --- Entró a mi departamento como si ya hubiera estado ahí. Caminó por la sala pequeña, observando mis cosas. Todo era sencillo, funcional, sin lujos. Ethan se detuvo frente a la repisa donde tenía una vieja colección de cassettes de mi padre. —No parecés del tipo nostálgico —dijo. —No soy. Pero a veces me gusta tener cosas que no griten pobreza. Se rió. Me miró con una mezcla de admiración y algo más… deseo. Lo sentí en el aire. Denso. Innegable. —¿Querés algo? ¿Un café, agua…? —Quiero otra cosa. Se acercó. Lento. Como si me diera tiempo a cambiar de idea. Pero no lo hice. No podía. Cuando estuvo frente a mí, me rozó la mejilla con los nudillos. Una caricia tenue, apenas un roce… pero suficiente para hacer que todo mi cuerpo se tensara. —Estás temblando —susurró. —No. —Sí. Y entonces me besó. No fue dulce. No fue tierno. Fue hambre. Lenguas, dientes, labios chocando como si no hubiera tiempo. Como si tuviéramos que devorarnos antes de que algo nos arrebatara ese momento. Me empujó suavemente contra la pared, y mis piernas lo rodearon sin pensar. Sus manos estaban por todas partes: mi cintura, mi espalda, mis muslos. Me tocaba como si ya supiera cada curva, cada rincón donde se escondía el deseo. Le saqué la camiseta, y ahí estaba: ese cuerpo de pecado. Marcado, musculoso, con cicatrices pequeñas que hablaban de un pasado violento. Era hermoso, pero lo que me desarmaba era su mirada. Me miraba como si yo fuera la única cosa que todavía lo hacía sentir vivo. Fuimos hasta mi habitación casi sin soltar el contacto. Caímos sobre la cama como una explosión. Ropa volando. Gemidos ahogados. Sudor. Fricción. Y cuando entró en mí, lo hizo sin pausa, sin permiso, como si ya supiera que era suyo. Me movía como si el mundo se acabara esa noche. Como si estuviéramos peleando con cada movimiento, reclamando territorio. Era fuego. Era guerra. Y yo… no quería paz. Terminamos jadeando, sudados, entrelazados como si el aire nos faltara si no estábamos piel con piel. —Eso fue… —murmuré, aún temblando. —Real —dijo él. No respondió con cursilerías. No mintió. Solo se quedó ahí, acariciando mi espalda como si necesitara aferrarse a algo. Y yo lo dejé. Porque por primera vez en mucho tiempo, sentí que pertenecía a algún lugar. Aunque ese lugar fuera el borde de un precipicio. --- Esa noche durmió conmigo. Me envolvió con sus brazos fuertes, su aliento cálido en mi cuello. Me desperté varias veces solo para asegurarme de que no era un sueño. Pero no lo era. Estaba ahí. Y lo que no sabía… es que no se iría tan fácilmente.