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Capítulo 6 – Las cadenas invisibles

No sé en qué momento dejé de hablar con mis amigas.

Tampoco recuerdo la última vez que vi a mi madre sin inventar una excusa para irme temprano. El mundo allá afuera empezó a parecerme ajeno, como si yo ya no perteneciera a ningún lugar más allá de las paredes de mi departamento.

Ethan ocupaba todo.

Mi tiempo. Mi mente. Mis emociones.

Él era mi presente constante, mi preocupación diaria, mi único consuelo y también mi mayor tormento.

Y cuando no estaba, cuando se ausentaba sin aviso por horas, por días, yo me quedaba girando como una hoja en un remolino, preguntándome si esta vez sí se había ido para siempre.

Pero siempre volvía.

Y siempre, de alguna forma, me encontraba todavía ahí.

Esperándolo.

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Ese mes Ethan comenzó a cambiar sus rutinas. Dormía más durante el día y salía por las noches. Decía que necesitaba aire, que la ciudad se sentía más tranquila cuando estaba vacía.

Pero yo sabía.

No decía a dónde iba. Nunca con quién.

Volvía con los ojos vidriosos, ojeras profundas y un olor que no era solo tabaco.

—¿Te metiste algo? —pregunté una noche, cuando lo vi tambaleante al entrar.

—No jodas, Bianca —me contestó, arrojando su campera sobre el sillón.

—No estoy jodiendo. Solo quiero saber qué estás haciendo con tu cuerpo. Con tu vida. Con la mía, porque también me arrastrás con eso.

—¿Vos pensás que sos mejor que yo? ¿Porque tenés un trabajo y pagás cuentas y vivís como una santa mártir?

—No. Yo no pienso nada de eso. Pero estoy cansada. De tus ausencias. De tu rabia. De no saber si te moriste en la calle o si te vas a aparecer con la cara ensangrentada.

Se me quebró la voz.

Ethan me miró como si por un segundo entendiera que estaba rompiéndome. Que no era solo él el que sufría.

—No quiero perderte —dijo, bajando la mirada.

Y volvió a acercarse con la misma estrategia de siempre: ternura momentánea.

Me acarició el rostro. Me besó los labios. Me dijo “lo siento”, me dijo “no es tu culpa”, me dijo “voy a cambiar”.

Y como una tonta, le creí otra vez.

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Pasé semanas caminando sobre cristales.

Nunca sabía cuál Ethan iba a despertar: el dulce, el divertido, el apasionado... o el que gritaba, rompía cosas y me dejaba sola por tres días seguidos.

Una tarde, al llegar del trabajo, encontré el espejo del baño estallado. Vidrios por todas partes.

Mi cepillo de dientes estaba roto.

Mi toalla manchada con algo rojo.

No había ni una nota.

Lo llamé. Una vez. Dos. Tres. Catorce veces.

Nada.

No volvió esa noche. Ni la siguiente.

Y yo… me quedé mirándome en el espejo roto, preguntándome cuántas veces más iba a recoger los pedazos.

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El problema con amar a alguien como Ethan es que empezás a creer que merecés lo que te hace.

Empezás a pensar que si él grita es porque vos lo provocaste.

Que si se droga es porque su mundo fue demasiado cruel.

Que si no vuelve es porque necesita espacio.

Y que si vuelve… es porque te ama.

Eso pensé yo cuando regresó al tercer día, empapado por la lluvia, con la nariz sangrando y la respiración agitada.

—Me golpearon. —me dijo sin rodeos, tirándose en el sillón—. Pero me la banqué. No les di nada. Hijos de puta.

—¿Quiénes? —me acerqué, con el corazón latiéndome en la garganta.

—No importa. No quiero hablar de eso.

Intenté limpiarle la sangre. Le llevé hielo. Le preparé té. Él me miró con esos ojos húmedos, derrotados, y me abrazó como si fuera un náufrago encontrando tierra firme.

—Sos lo único bueno que tengo, Bianca —murmuró contra mi cuello—. Lo único real.

Y ahí estaba de nuevo: esa sensación de que yo era especial. Insustituible.

La mujer que podía salvarlo del abismo.

Esa noche no dormimos.

Y no por el dolor físico.

Dormimos abrazados, hablándonos bajito, susurrando cosas sin sentido, como dos niños intentando convencer al universo de que merecían otra oportunidad.

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Pero la calma nunca duraba demasiado.

Una semana después, me llamó Marcela, mi compañera de trabajo.

—¿Estás bien? —me preguntó con voz cautelosa—. No viniste. No llamaste. Y eso no es como vos.

Recién ahí me di cuenta que eran las cinco de la tarde.

Había dormido todo el día.

Mi celular estaba descargado.

Ethan no estaba.

—Se me pasó el tiempo —mentí.

—Estás bien, ¿no? Digo… de verdad.

No supe qué decir. ¿Cómo se explica que tu vida se volvió un túnel sin luz? ¿Que estás enamorada de alguien que te arrastra a la oscuridad y que aun así, no podés soltar su mano?

—Sí. Solo estoy cansada —dije.

Esa fue la última vez que Marcela me llamó.

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Empecé a faltar al trabajo con más frecuencia. Ethan me pedía que me quedara con él. Que no lo dejara solo. Que se sentía “mal” y necesitaba que yo lo cuidara.

Y yo lo hacía.

Dejaba todo por él.

Por un hombre que no dejaba nada por mí.

Mi sueldo no alcanzaba. Las cuentas se acumulaban.

Una noche cortaron la luz.

Él ni se inmutó.

—Te dije que esos tipos son unos ladrones. Ya voy a ir a ponerlos en su lugar —dijo, tirado en el sillón, con una cerveza en la mano.

—Nos cortaron la luz porque no la pagamos, Ethan. No porque sean ladrones.

—¿Y qué querés que haga? ¿Magia?

Quise gritarle. Quise sacudirlo. Quise salir corriendo.

Pero en cambio, fui a buscar velas.

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Las cosas fueron empeorando lentamente. Como una herida que no se cierra, que se infecta y empieza a oler mal. Pero te acostumbrás. Aprendés a respirar ese aire viciado. Aprendés a sobrevivir en el dolor.

Una noche, mientras dormía, desperté de golpe.

Él no estaba.

Salí al pasillo. La puerta estaba entreabierta.

Lo vi en la cocina, agachado, con la cabeza apoyada contra el suelo. Respiraba raro.

Fui corriendo hacia él.

—¡Ethan!

Tardó en reaccionar. Estaba sudado, pálido, tiritando.

—No me siento bien —dijo, apenas audible.

Lo ayudé a levantarse. Lo llevé al sofá. Lo cubrí con una manta.

—¿Qué tomaste?

No respondió. Me miró como si ya no pudiera sostener su propia miseria.

—No lo hagas más —le supliqué—. No me dejes sola con este infierno. Yo te amo, Ethan… pero no sé cuánto más voy a poder.

Él me tomó la mano. Se la llevó a los labios.

—Yo tampoco sé cuánto más.

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Y por primera vez, tuve miedo real.

Miedo de que un día no regresara.

Miedo de que muriera en la calle.

Miedo de seguir amándolo hasta desaparecer.

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