Sofía lo tenía todo planeado: seis años de amor junto a Adrián Rodríguez, el hombre que persiguió desde la universidad hasta lograr conquistar su corazón, estaban a punto de culminar en una boda de ensueño. Había sacrificado ilusiones, sueños y hasta amistades para sostener una relación que creía indestructible. Pero una sola noche bastó para desmoronar el castillo que había construido con tanto esfuerzo. En la reunión de exalumnos, Sofía esperaba celebrar su compromiso. En su lugar, descubrió la traición más cruel: Adrián nunca la amó. Todo había empezado como una apuesta entre amigos, un juego mezquino para comprobar cuánto tiempo podía mantenerla a su lado. Y lo más doloroso… su mejor amiga, Lucía Gómez, la mujer en quien más confiaba, era la cómplice silenciosa de esa burla. Con risas, caricias disfrazadas de inocencia y un papel de “defensora”, Lucía la humilló frente a todos mientras se refugiaba en los brazos del hombre que Sofía soñaba convertir en su esposo.
Leer másEl restaurante estaba vestido de gala, iluminado por lámparas doradas que bañaban las mesas en un resplandor cálido. El tintinear de copas y las carcajadas resonaban como una melodía de fondo, mezclándose con el aroma del vino y los platos finos. Sofía apretaba el pequeño estuche de terciopelo entre sus dedos, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza. Dentro reposaba su anillo de compromiso, el símbolo de seis años de amor, sacrificios y paciencia.
Hoy será perfecto. Hoy sabrán que, finalmente, Adrián y yo estamos listos para casarnos. Había esperado este momento con ansias. Recordó todas esas noches de dudas, cuando Adrián posponía la boda una y otra vez alegando compromisos de trabajo. Recordó cómo ella lo defendía frente a su familia y amigos, convencida de que él simplemente quería que todo fuera impecable. Siempre confiaste, Sofía. Siempre creíste en él… Con una sonrisa nerviosa, ajustó el vestido que había escogido con tanto esmero. Quería que todos la vieran como la mujer segura, la futura esposa del exitoso director Adrián Rodríguez. Pero al llegar a la entrada, el sonido de una risa conocida la atravesó como un cuchillo. Sofía se detuvo en seco. Esa risa no podía ser… y sin embargo lo era. La risa de Adrián. Contuvo el aliento y miró a través de los ventanales. Y entonces lo vio. Adrián estaba allí, radiante, más guapo que nunca, rodeado de viejos compañeros. Pero no estaba solo. Entre sus brazos se encontraba Lucía Gómez, su mejor amiga desde la universidad, la mujer que había estado a su lado en cada momento importante de su vida. Lucía, con su melena negra deslizándose como seda sobre sus hombros, reía con esa expresión inocente que siempre desarmaba a todos. Una imagen de cercanía y complicidad que Sofía jamás había querido interpretar mal… hasta ese instante. No… no puede ser. Debe ser un abrazo amistoso, Lucía siempre ha sido cariñosa… siempre… Pero algo dentro de ella, algo enterrado en lo más profundo, gritaba que había visto esa escena antes, en otras miradas fugaces, en sonrisas compartidas, en excusas que había decidido no cuestionar. —¡No puedo creer que aún sigan recordando eso! —exclamó uno de los excompañeros, alzando la copa con una carcajada. Sofía arqueó una ceja. ¿Recordando qué? —¿De verdad fuiste capaz de aguantarla tanto tiempo solo por una apuesta? El mundo se detuvo. ¿Qué acaba de decir? ¿Apuesta? Adrián sonrió con arrogancia, encogiéndose de hombros como si hablara de cualquier trivialidad. —Claro —respondió con suficiencia, acariciando el brazo de Lucía como si no hubiera nadie más—. La idea era simple: enamorarla y ver cuánto tiempo podía tenerla a mi lado. Nadie apostaba más de un año… y ya ven, seis años después todavía sigue ahí. Las carcajadas estallaron a coro, resonando como látigos contra la piel de Sofía. Sintió que las piernas le temblaban. ¿Seis años? ¿Todo este tiempo… una maldita apuesta? Su respiración se entrecortó. Las lágrimas amenazaban con traicionarla, pero se obligó a mantenerse firme. Necesitaba escuchar más, aunque cada palabra fuera un puñal. —Adrián… —murmuró Lucía, con esa voz dulce que tantas veces había usado para calmarla en sus inseguridades—. No digas eso, pobrecita Sofía. Ella creyó en ti desde el principio. No es justo que hables así. Por un instante, Sofía sintió un destello de alivio. Sí, Lucía me defenderá. Ella es mi amiga, siempre lo ha sido. Pero entonces la vio. Vio cómo Lucía sonreía con dulzura mientras se acomodaba más entre sus brazos, dejando que su cabello rozara el pecho de Adrián. Sus dedos, “distraídos”, recorrieron su manga con una familiaridad imposible de ignorar. —Lo digo porque la quiero como amiga —continuó Lucía, bajando los ojos como si fuera una santa incomprendida—. Sofía siempre pensó mal de mí, siempre creyó que yo quería algo contigo, cuando lo único que quise fue estar cerca para ayudarte. Sofía apretó los labios con fuerza. ¿Amiga? ¿Así se llama arrastrarse en brazos de mi prometido? Adrián inclinó la cabeza hacia Lucía con una complicidad insoportable, como si esas palabras fueran una melodía solo para él. —Es que tú eres demasiado buena, Lucía —dijo con ternura fingida, ignorando por completo la herida abierta que sus palabras provocaban—. Sofía nunca entendió eso. Ella siempre fue demasiado insegura. El grupo volvió a reír. Una carcajada colectiva, cruel, como si su vida fuera un espectáculo. Dentro de ella, algo se rompió. ¿Yo insegura? ¿Yo que te di todo, que me humillé por amor, que acepté tus silencios, tus excusas? Las lágrimas comenzaron a descender, calientes, incontenibles. El anillo tembló en su mano. Ese pequeño estuche que antes representaba el amor eterno ahora pesaba como una cadena. Lo dejó caer. El objeto rodó por el suelo hasta perderse en las sombras, tan perdido como sus sueños. Nadie lo notó. Nadie se detuvo. Todos estaban demasiado ocupados riéndose. Me usaste, Adrián. Y tú… tú, Lucía, eras mi hermana de alma. ¿Cómo pudieron? Sofía sintió que le faltaba el aire. La garganta cerrada no le permitía gritar, aunque quería hacerlo, aunque deseaba arrancarse el dolor con un alarido. En cambio, sus pies comenzaron a moverse, torpes, desesperados. Salió corriendo del restaurante, con las carcajadas aún retumbando en sus oídos como ecos malditos. La calle estaba fría y oscura. Los faros de los autos cruzaban como espectros veloces, pero ella no los vio. Su mente solo repetía una y otra vez las palabras de Adrián: “Una apuesta… seis años… todavía sigue ahí.” Las lágrimas nublaban su vista. Apenas distinguía las líneas del asfalto. Solo quería huir, borrar de su piel las manos de Adrián, arrancar de su memoria las sonrisas hipócritas de Lucía. ¿Cómo no lo vi antes? ¿Cuántas veces me llamaste celosa sin razón? ¿Cuántas veces ella se hizo la víctima, la pobrecita incomprendida, mientras yo quedaba como la novia histérica? Su respiración era un sollozo. El corazón le latía tan fuerte que dolía. Dio un paso, luego otro, y sin mirar, cruzó la calle. Un rugido de motor. Un destello de luces. Un frenazo que desgarró la noche. El golpe fue seco, brutal. El cuerpo de Sofía salió despedido antes de caer contra el asfalto. El frío de la carretera se apoderó de su piel, mezclado con el sabor metálico en su boca. Su vista se nublaba, el sonido de los autos se volvió un murmullo lejano. ¿Este es el final? ¿Así termina todo? Las sombras se cerraron sobre ella, arrastrándola a un abismo sin fondo. El último pensamiento que cruzó su mente antes de perder la conciencia fue tan doloroso como el impacto: El amor de mi vida jamás me amó… y mi mejor amiga siempre fue mi peor enemiga.No sé cuántas veces he abierto hoy la laptop. La cierro, la abro, la vuelvo a cerrar. Es como una adicción. Cada vez que lo hago siento un nudo en la garganta y una especie de mareo… como si me fuera a desmayar.Pero ahí está. No es un sueño, no es una pesadilla inventada por mi cabeza loca: los movimientos bancarios siguen apareciendo, uno detrás de otro. Cuentas que no conocía, nombres de empresas que suenan falsas, como sacados de un mal chiste: Blue Sea Investments, Global Trust Holdings, Paradise Group. Todas con el mismo destino: Islas Caimán.No soy tonta. Sé lo que significa. Adrián está sacando dinero de la empresa. No es mío, no es de él. Es de la familia, de los socios, de las personas que confiaron en él. Y lo está escondiendo.Lo peor… es que usa mi nombre en algunos de esos movimientos. Mi firma digital.Me tiembla el estómago. ¿Cómo no me di cuenta antes? ¿Desde cuándo?Recuerdo las veces que me pedía la clave “para revisar algo rápido”, o me decía “firma aquí, amor, es
Entré al edificio con la carpeta cerrada bajo el brazo como quien entra a una sala de juicio. La notificación de auditoría interna había corrido por toda la empresa como un rumor frío; ahora la máquina que había activado comenzaba a moverse. Mis manos no temblaban —o al menos eso creía—; la calma que me sostenía era de hierro, aquella que sólo te da la certeza de llevar la verdad contigo. La sala de reuniones olía a papel, a café y a la formalidad de los relojes. Diego, Carla y el analista estaban allí, ya con el expediente extendido. En la cabecera, el director de auditoría tomó la palabra con una profesionalidad que helaba. —Hemos revisado preliminarmente las conciliaciones y los movimientos de la cuenta conjunta a nombre de A. Rodríguez y S. Delgado —dijo—. Hay irregularidades que requieren investigación externa inmediata. Además, hemos detectado transferencias que salen del circuito habitual de la empresa hacia cuentas con titularidades opacas. Solicitaremos peritaje financiero
El día amaneció gris pero mi cabeza era otra cosa. No era la niebla del recuerdo ni el temblor de la culpa; era un frío metódico que me obligaba a pensar en pasos, en orden, en tiempo. Había dormido con la carpeta al lado de la cama, como quien duerme con un arma cargada: cerca y sin tocarla, pero lista para usar. Me vestí con cuidado, como quien prepara una armadura. Nada de colores chillones, nada de gestos que delataran una guerra en curso. La discreción sería mi primer escudo. Llegué a la oficina y respiré hondo. Pasé por el pasillo con pasos medidos. Lucía, impecable como siempre, me miró con esa sonrisa mueca que ya conocía; me devolví la mirada con una neutralidad férrea. No iba a regalarle nada. No hoy. Mi primer movimiento fue pequeño, intencional. Hice una cita con Diego, el contador, a las nueve y media. No quería que la reunión fuera notarizada ni dramática; quería una conversación privada entre dos profesionales. Diego era meticuloso, distante con todos, pero siempre ju
Volví a casa con las manos heladas y la sensación de que, si no hacía algo, todo se derrumbaría como un castillo de naipes. Cerré la puerta y me apoyé contra la madera un segundo, respirando hondo. Había una calma rara en mí: la calma de quien decide que ya no va a llorar sin pelear.Encendí la laptop y abrí el navegador. No iba a husmear por pena; iba a buscar pruebas. No era curiosidad morbosa, era estrategia. Si quería derribar la farsa, necesitaba pruebas concretas: fechas, horas, montos, voces. Lo demás eran sentimientos. Yo iba a mostrar hechos.Comencé por lo obvio: el perfil de Lucía. Fotografías, ubicaciones, horarios. Cada imagen que bajaba la guardaba con un nombre cuidadoso: “PLAYA_12JUN_1604_LUCIA.jpg”, “ROOFTOP_28JUL_2302_LUCIA.jpg”. Miraba los detalles como quien examina una escena del crimen: un reloj plateado asomando en la muñeca de una sombra masculina, el reflejo de una chaqueta con un corte que reconocía, el patrón de una camisa que solo Adrián usaría. No me guiab
Cerré la puerta de mi apartamento y me dejé caer sobre el sofá, respirando hondo. La rabia, el dolor y la humillación que Adrián y Lucía me habían infligido se mezclaban con algo nuevo: determinación. Ya no era la Sofía ingenua, que corría tras ellos y justificaba cada gesto, cada manipulación, cada mentira. Ya no.Mis manos temblaban mientras sacaba la tarjeta de Luciano del bolsillo. Ver su nombre, leer el número que él me había dado con esa voz pausada y profunda, me recordaba que no estaba sola. Había alguien que no me veía como un accesorio, como un simple objeto de su diversión, sino como alguien digno de atención, alguien con fuerza.Llamé. Su voz profunda me envolvió de inmediato, con ese acento italiano que hacía que cada palabra pareciera un mandato y una promesa al mismo tiempo.—Sofía… te esperaba —dijo, y en ese instante sentí que su presencia atravesaba el teléfono.—Necesito… necesito que me ayudes —confesé, mi voz apenas un susurro—. Quiero exponerlos, quiero que Adriá
Llegué al trabajo con el corazón pesado, la espalda rígida y la sensación de que todo en mi vida se estaba desmoronando. Las manos aún temblaban de la conversación con Luciano, pero no podía mostrarlo; el mundo a mi alrededor seguía igual de cruel, indiferente, como si nada hubiera pasado. Y ahí estaba Adrián, con esa mirada de dueño de todo, sonriendo mientras Lucía, radiante como siempre, se recostaba a su lado.Intenté ignorarlos mientras me dirigía a mi escritorio, pero no pude evitar sentir cómo todos mis esfuerzos pasados parecían evaporarse. Cada carpeta organizada, cada informe revisado, cada noche sin dormir trabajando en el proyecto de desarrollo tecnológico que había diseñado para ayudar a la empresa familiar de Adrián, se sentía como polvo en mis manos.Me senté frente a mi computadora, con la mente intentando concentrarse, pero mi corazón estaba en otra parte. Cada vez que levantaba la vista, veía a Adrián y Lucía intercambiando sonrisas y miradas cómplices, y algo dentro
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