LA ESPOSA RECHAZADA DEL CEO

LA ESPOSA RECHAZADA DEL CEOES

Romance
Última actualización: 2025-09-11
Melissa  Recién actualizado
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Resumen
Índice

Cristina Bianchi creyó que el matrimonio con Elio Caruso, heredero de una de las familias más poderosas de Italia, sería el inicio de una nueva vida. Pero pronto descubrió que aquel enlace no era fruto del amor, sino de un frío pacto entre familias. Dos años después, su mundo se derrumba cuando Elio, cansado de fingir, le exige el divorcio con la crueldad de quien nunca sintió nada por ella. Humillada y rota, Cristina cree haberlo perdido todo: sus sueños, su matrimonio y hasta la esperanza de ser madre. Sin embargo, una revelación inesperada cambiará su destino para siempre: está embarazada. Entre lágrimas y orgullo, Cristina decide luchar sola, convencida de que ese hijo será su fuerza y su razón de vivir. Pero Elio Caruso no es un hombre fácil de olvidar… ni de evadir. Tras aquel adiós frío y definitivo, aún guarda secretos que podrían alterar la verdad de su historia. ¿Podrá Cristina renacer de las cenizas de un amor inexistente y proteger lo único que ahora le pertenece? ¿O el pasado volverá a arrastrarla al oscuro juego de poder, herencia y pasión de los Caruso? Una historia de orgullo, traición y segundas oportunidades, donde el amor duele, pero también puede convertirse en la más inesperada de las venganzas.

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Capítulo 1

Capítulo 1

Cristina se encontraba en la amplia habitación matrimonial de la casa Caruso-Bianchi, una residencia elegante en las afueras de Roma que parecía sacada de una postal antigua. Las cortinas blancas dejaban entrar la luz de la mañana, iluminando el delicado rostro de la joven, quien descansaba sobre la cama, rodeada por sábanas de lino color marfil. Había silencio en la casa, ese silencio que a veces le resultaba asfixiante; silencio que representaba lo que era su matrimonio: sobriedad, distancia, un pacto sin pasión.

El repiqueteo de su teléfono interrumpió aquella calma. Cristina lo tomó con desgana, esperando ver quizás un mensaje de su madre o de alguna amiga de la familia. Sin embargo, lo que encontró la hizo parpadear varias veces: era un mensaje de Elio.

“Ven a mi oficina.”

Breve. Directo. Como siempre.

Cristina se quedó un instante inmóvil, observando la pantalla. La frialdad de esas palabras no la sorprendía; llevaba casi dos años casada con Elio Caruso y había aprendido a convivir con su silencio, sus miradas impenetrables y su manera distante de tratarla. Y sin embargo, una chispa de ilusión se encendió dentro de ella. Tal vez, pensó, quería invitarla a almorzar. Tal vez era un gesto de acercamiento, aunque mínimo, que significaba un inicio.

Una sonrisa tímida apareció en sus labios. “Seguro quiere que almorcemos juntos”, murmuró en voz baja, como si quisiera convencer al destino de que, esta vez, las cosas serían diferentes.

Se levantó con determinación y abrió las puertas de su armario. El interior estaba repleto de vestidos de diseñadores italianos, cada uno impecablemente acomodado por color y textura. Pasó sus dedos delicados sobre la seda, el satén y la organza, hasta que sus ojos se detuvieron en un vestido azul marino, elegante pero no ostentoso, con un corte que resaltaba su figura de manera sutil. Lo tomó y se lo colocó con cuidado, mirándose luego en el espejo de cuerpo entero.

El reflejo que le devolvió el cristal era el de una mujer hermosa, refinada, que podía aparentar seguridad, aunque dentro de sí convivían las dudas. El vestido delineaba sus curvas y contrastaba con el blanco nacarado de su piel. Su cabello oscuro, cuidadosamente peinado en suaves ondas, caía sobre sus hombros. Cristina se perfumó con un aroma floral, ligero y sofisticado, ese que a veces usaba con la secreta esperanza de que Elio, aunque distante, lo notara.

Tomó su cartera y se dispuso a salir. Al abrir la puerta principal de la mansión, encontró al chofer esperándola, un hombre de mediana edad con guantes negros y semblante serio.

—¿Desea que la lleve, señora? —preguntó con respeto.

Cristina le regaló una sonrisa amable, una de esas sonrisas que siempre ofrecía, aunque rara vez recibiera una de vuelta.

—No, gracias. Hoy prefiero ir en taxi. Voy a almorzar con mi esposo.

El chofer asintió, sorprendido quizá de escuchar en su voz un matiz de ilusión que pocas veces había percibido en ella.

Pocos minutos después, un taxi se detuvo frente a la mansión. Cristina subió con elegancia, cuidando que el vestido no se arrugara. Una vez en el asiento trasero, mientras el vehículo avanzaba por las avenidas, se miró la mano izquierda. Allí, el anillo de matrimonio brillaba bajo la luz del sol que entraba por la ventana.

Lo acarició con la yema de los dedos, como si buscara encontrar en ese frío metal algún vestigio de calor, de amor verdadero. Pensó en lo que ese anillo significaba: un pacto entre familias, una unión estratégica para mantener el poder y la influencia. Nunca había sido un símbolo de romance, al menos no aún. Pero ella, en lo más profundo, seguía creyendo que algo podía cambiar.

El trayecto se le hizo corto. El taxi se detuvo frente a la majestuosa sede de Caruso Enterprises, el imperio de la familia de su esposo. El edificio era imponente, de cristal y acero, con un aire moderno que se alzaba orgulloso entre las calles antiguas de Roma. Cristina pagó al taxista con un billete generoso.

—Quédese con el cambio —dijo amablemente.

El hombre la miró agradecido, inclinando la cabeza antes de arrancar de nuevo. Cristina, en cambio, respiró hondo y dirigió su vista a la entrada principal. Se alzó de hombros, ajustó el vestido con las manos y comenzó a caminar hacia adentro.

En el vestíbulo, el ambiente era elegante y formal. Secretarias, empleados y ejecutivos caminaban de un lado a otro con papeles, portátiles y teléfonos. La reconocieron de inmediato. Algunos la saludaron con una leve inclinación de cabeza, otros con un cordial “Buongiorno, signora Caruso”. Cristina correspondió con sonrisas discretas, mostrando la gracia que la caracterizaba.

Sus tacones resonaban en el mármol pulido del suelo mientras avanzaba con porte hacia el ascensor. Frente a las puertas de acero brillante, alzó la mano y presionó el botón. El número descendía lentamente en la pantalla digital.

Mientras esperaba, su corazón comenzó a latir con fuerza. Intentaba convencerse de que era un simple almuerzo, que no debía darle tantas vueltas. Y sin embargo, en su interior, la curiosidad la consumía. ¿Por qué Elio le había escrito? ¿Qué intención había detrás de esa escueta invitación?

Se mordió suavemente el labio inferior, una costumbre de nerviosismo que tenía desde niña. Ajustó la correa de su cartera y respiró profundo. Su perfume la envolvía como un escudo invisible.

El ascensor tardaba, o al menos eso le parecía a Cristina. Los segundos se hacían eternos, cargados de expectativa. Cada sonido en el vestíbulo, cada saludo lejano, parecía perderse en un eco mientras ella permanecía allí, sola frente a aquellas puertas metálicas que pronto se abrirían para conducirla hacia él.

Su mente viajó entonces a los primeros días de su matrimonio. Recordó el frío de la voz de Elio, la manera en que evitaba mirarla demasiado tiempo, como si ella fuera un deber y no una mujer. Y, sin embargo, también recordó esas pocas ocasiones en que su mirada se suavizaba, como un destello fugaz de la persona que quizás escondía detrás de su fachada impenetrable.

Cristina suspiró. Estaba acostumbrada a su frialdad, sí. Pero dentro de ella persistía una esperanza rebelde: que algún día él la mirara no como a una obligación, sino como a una mujer.

El ding del ascensor la sacó de sus pensamientos. Las puertas se deslizaron lentamente hacia los lados, revelando el interior de acero pulido. Con paso firme, Cristina entró, sintiendo cómo su pulso se aceleraba más y más.

Mientras el ascensor ascendía hacia los pisos superiores, donde se encontraba la oficina de su esposo, su reflejo en las paredes metálicas le devolvía la imagen de una mujer hermosa, elegante, pero ansiosa. Se acomodó un mechón de cabello tras la oreja y, en silencio, se preparó para lo que estaba por venir.

Elio la había llamado. Elio la esperaba. Y aunque no sabía lo que eso significaba, estaba dispuesta a descubrirlo.

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