Mundo ficciónIniciar sesiónCristina Bianchi creyó que el matrimonio con Elio Caruso, heredero de una de las familias más poderosas de Italia, sería el inicio de una nueva vida. Pero pronto descubrió que aquel enlace no era fruto del amor, sino de un frío pacto entre familias. Dos años después, su mundo se derrumba cuando Elio, cansado de fingir, le exige el divorcio con la crueldad de quien nunca sintió nada por ella. Humillada y rota, Cristina cree haberlo perdido todo: sus sueños, su matrimonio y hasta la esperanza de ser madre. Sin embargo, una revelación inesperada cambiará su destino para siempre: está embarazada. Entre lágrimas y orgullo, Cristina decide luchar sola, convencida de que ese hijo será su fuerza y su razón de vivir. Pero Elio Caruso no es un hombre fácil de olvidar… ni de evadir. Tras aquel adiós frío y definitivo, aún guarda secretos que podrían alterar la verdad de su historia. ¿Podrá Cristina renacer de las cenizas de un amor inexistente y proteger lo único que ahora le pertenece? ¿O el pasado volverá a arrastrarla al oscuro juego de poder, herencia y pasión de los Caruso? Una historia de orgullo, traición y segundas oportunidades, donde el amor duele, pero también puede convertirse en la más inesperada de las venganzas.
Leer másCristina se encontraba en la amplia habitación matrimonial de la casa Caruso-Bianchi, una residencia elegante en las afueras de Roma que parecía sacada de una postal antigua. Las cortinas blancas dejaban entrar la luz de la mañana, iluminando el delicado rostro de la joven, quien descansaba sobre la cama, rodeada por sábanas de lino color marfil. Había silencio en la casa, ese silencio que a veces le resultaba asfixiante; silencio que representaba lo que era su matrimonio: sobriedad, distancia, un pacto sin pasión.
El repiqueteo de su teléfono interrumpió aquella calma. Cristina lo tomó con desgana, esperando ver quizás un mensaje de su madre o de alguna amiga de la familia. Sin embargo, lo que encontró la hizo parpadear varias veces: era un mensaje de Elio. “Ven a mi oficina.” Breve. Directo. Como siempre. Cristina se quedó un instante inmóvil, observando la pantalla. La frialdad de esas palabras no la sorprendía; llevaba casi dos años casada con Elio Caruso y había aprendido a convivir con su silencio, sus miradas impenetrables y su manera distante de tratarla. Y sin embargo, una chispa de ilusión se encendió dentro de ella. Tal vez, pensó, quería invitarla a almorzar. Tal vez era un gesto de acercamiento, aunque mínimo, que significaba un inicio. Una sonrisa tímida apareció en sus labios. “Seguro quiere que almorcemos juntos”, murmuró en voz baja, como si quisiera convencer al destino de que, esta vez, las cosas serían diferentes. Se levantó con determinación y abrió las puertas de su armario. El interior estaba repleto de vestidos de diseñadores italianos, cada uno impecablemente acomodado por color y textura. Pasó sus dedos delicados sobre la seda, el satén y la organza, hasta que sus ojos se detuvieron en un vestido azul marino, elegante pero no ostentoso, con un corte que resaltaba su figura de manera sutil. Lo tomó y se lo colocó con cuidado, mirándose luego en el espejo de cuerpo entero. El reflejo que le devolvió el cristal era el de una mujer hermosa, refinada, que podía aparentar seguridad, aunque dentro de sí convivían las dudas. El vestido delineaba sus curvas y contrastaba con el blanco nacarado de su piel. Su cabello oscuro, cuidadosamente peinado en suaves ondas, caía sobre sus hombros. Cristina se perfumó con un aroma floral, ligero y sofisticado, ese que a veces usaba con la secreta esperanza de que Elio, aunque distante, lo notara. Tomó su cartera y se dispuso a salir. Al abrir la puerta principal de la mansión, encontró al chofer esperándola, un hombre de mediana edad con guantes negros y semblante serio. —¿Desea que la lleve, señora? —preguntó con respeto. Cristina le regaló una sonrisa amable, una de esas sonrisas que siempre ofrecía, aunque rara vez recibiera una de vuelta. —No, gracias. Hoy prefiero ir en taxi. Voy a almorzar con mi esposo. El chofer asintió, sorprendido quizá de escuchar en su voz un matiz de ilusión que pocas veces había percibido en ella. Pocos minutos después, un taxi se detuvo frente a la mansión. Cristina subió con elegancia, cuidando que el vestido no se arrugara. Una vez en el asiento trasero, mientras el vehículo avanzaba por las avenidas, se miró la mano izquierda. Allí, el anillo de matrimonio brillaba bajo la luz del sol que entraba por la ventana. Lo acarició con la yema de los dedos, como si buscara encontrar en ese frío metal algún vestigio de calor, de amor verdadero. Pensó en lo que ese anillo significaba: un pacto entre familias, una unión estratégica para mantener el poder y la influencia. Nunca había sido un símbolo de romance, al menos no aún. Pero ella, en lo más profundo, seguía creyendo que algo podía cambiar. El trayecto se le hizo corto. El taxi se detuvo frente a la majestuosa sede de Caruso Enterprises, el imperio de la familia de su esposo. El edificio era imponente, de cristal y acero, con un aire moderno que se alzaba orgulloso entre las calles antiguas de Roma. Cristina pagó al taxista con un billete generoso. —Quédese con el cambio —dijo amablemente. El hombre la miró agradecido, inclinando la cabeza antes de arrancar de nuevo. Cristina, en cambio, respiró hondo y dirigió su vista a la entrada principal. Se alzó de hombros, ajustó el vestido con las manos y comenzó a caminar hacia adentro. En el vestíbulo, el ambiente era elegante y formal. Secretarias, empleados y ejecutivos caminaban de un lado a otro con papeles, portátiles y teléfonos. La reconocieron de inmediato. Algunos la saludaron con una leve inclinación de cabeza, otros con un cordial “Buongiorno, signora Caruso”. Cristina correspondió con sonrisas discretas, mostrando la gracia que la caracterizaba. Sus tacones resonaban en el mármol pulido del suelo mientras avanzaba con porte hacia el ascensor. Frente a las puertas de acero brillante, alzó la mano y presionó el botón. El número descendía lentamente en la pantalla digital. Mientras esperaba, su corazón comenzó a latir con fuerza. Intentaba convencerse de que era un simple almuerzo, que no debía darle tantas vueltas. Y sin embargo, en su interior, la curiosidad la consumía. ¿Por qué Elio le había escrito? ¿Qué intención había detrás de esa escueta invitación? Se mordió suavemente el labio inferior, una costumbre de nerviosismo que tenía desde niña. Ajustó la correa de su cartera y respiró profundo. Su perfume la envolvía como un escudo invisible. El ascensor tardaba, o al menos eso le parecía a Cristina. Los segundos se hacían eternos, cargados de expectativa. Cada sonido en el vestíbulo, cada saludo lejano, parecía perderse en un eco mientras ella permanecía allí, sola frente a aquellas puertas metálicas que pronto se abrirían para conducirla hacia él. Su mente viajó entonces a los primeros días de su matrimonio. Recordó el frío de la voz de Elio, la manera en que evitaba mirarla demasiado tiempo, como si ella fuera un deber y no una mujer. Y, sin embargo, también recordó esas pocas ocasiones en que su mirada se suavizaba, como un destello fugaz de la persona que quizás escondía detrás de su fachada impenetrable. Cristina suspiró. Estaba acostumbrada a su frialdad, sí. Pero dentro de ella persistía una esperanza rebelde: que algún día él la mirara no como a una obligación, sino como a una mujer. El ding del ascensor la sacó de sus pensamientos. Las puertas se deslizaron lentamente hacia los lados, revelando el interior de acero pulido. Con paso firme, Cristina entró, sintiendo cómo su pulso se aceleraba más y más. Mientras el ascensor ascendía hacia los pisos superiores, donde se encontraba la oficina de su esposo, su reflejo en las paredes metálicas le devolvía la imagen de una mujer hermosa, elegante, pero ansiosa. Se acomodó un mechón de cabello tras la oreja y, en silencio, se preparó para lo que estaba por venir. Elio la había llamado. Elio la esperaba. Y aunque no sabía lo que eso significaba, estaba dispuesta a descubrirlo.– El peso de la traiciónEl timbre de la suite 902 resonó como un disparo en el silencio cargado de recuerdos de la habitación. Rubén, que había estado caminando de un lado a otro como un animal enjaulado, se detuvo en seco. Se ajustó la camisa, aunque no había nadie a quien impresionar, y se dirigió a la puerta. Al abrirla, se encontró con la mirada gélida de Jessica.Ella no esperó invitación. Entró en la suite con la fuerza de un huracán, haciendo que sus tacones resonaran contra el suelo de madera con una autoridad que obligó a Rubén a retroceder. Jessica se detuvo en el centro de la estancia, cruzó los brazos y lo recorrió de arriba abajo con un desprecio que lo hizo sentir más pequeño que nunca.—Aquí me tienes, Rubén. —Habla rápido porque tengo una empresa que salvar y una amiga a la que consolar por culpa de tus miserias —dijo Jessica; su voz era un látigo de frialdad.Rubén cerró la puerta y se volvió hacia ella, con las manos extendidas en un gesto de súplica.—Jessica, grac
– El eco de una promesaEl aire de la ciudad se sentía pesado cuando Rubén Colmenares bajó del coche que lo trasladó desde el aeropuerto. El hotel "Le Grand" se alzaba ante él como un monumento a sus días de gloria y, al mismo tiempo, como el recordatorio de su mayor fracaso. Entró en el vestíbulo con paso rápido, ignorando los saludos serviles del personal. No quería protocolos; quería silencio.—La suite 902 —dijo Rubén al recepcionista jefe, quien lo reconoció al instante—. Entrégueme la tarjeta personal.—Por supuesto, Sr. Colmenares. Tal como usted ordenó, la suite ha permanecido cerrada bajo llave desde que la Sra. Bianchi se marchó. Nadie ha entrado, ni siquiera el personal de limpieza, salvo por las rondas de mantenimiento básico que usted autorizó.Rubén asintió, tomó la tarjeta magnética y se dirigió al ascensor. Mientras subía, sentía que el oxígeno le faltaba. Al llegar al noveno piso, caminó por el pasillo alfombrado hasta la puerta 902. Al deslizar la tarjeta y escuchar
Cristina tomó asiento al lado de Isaac, colocando una mano protectora sobre el hombro del niño. Elio observó el gesto; le resultaba irritante cómo ella lo usaba como un escudo humano. La empleada le sirvió un plato de huevos benedictinos, pero Cristina ni siquiera tomó los cubiertos.—Come rápido, hijo, para que no llegues tarde al colegio. El tráfico hoy parece estar pesado —le dijo Cristina a Isaac, ignorando por completo la presencia de los otros dos adultos.—Está bien, mamá —murmuró el niño.Elio observó cómo Cristina jugaba con la comida, cortando un pequeño trozo de pan solo para desmenuzarlo con el tenedor. Sus dedos temblaban imperceptiblemente.—¿No piensas comer, Cristina? —preguntó Elio, rompiendo el silencio del comedor con una voz que pretendía ser conciliadora, pero que sonaba a advertencia—. No has probado bocado y tienes una jornada larga por delante.Cristina levantó la vista y lo miró directamente a los ojos. Elio vio en sus pupilas un odio tan profundo que por un s
– El cerco de la mansiónEl eco de la puerta de la habitación principal al cerrarse todavía vibraba en los oídos de Elio. Se detuvo un segundo en el pasillo, respirando con dificultad, mientras sus manos, aún tensas, terminaban de ajustar el nudo de su corbata de seda italiana. Se sacudió la chaqueta del traje, alisando cualquier arruga que pudiera delatar el forcejeo que acababa de ocurrir tras esas puertas cerradas. Su reflejo en los marcos dorados de los cuadros del pasillo le devolvía la imagen de un hombre impecable, pero sus ojos, inyectados en sangre por la resaca y la furia, contaban una historia de desmoronamiento.Comenzó a caminar por el largo pasillo de la planta alta. Cada paso sobre la alfombra de felpa era un intento de recuperar la compostura. Al llegar a la gran escalinata de mármol, Elio se detuvo y apoyó una mano en el pasamano de caoba tallada. Abajo, en el gran salón, la luz de la mañana entraba con una claridad hiriente, revelando la silueta de su madre.Roxana C
Toc, toc, toc.—¿Mamá? ¿Estás allí? —La voz de Isaac, suave y cargada de esa inocencia infantil que Elio parecía haber olvidado, se filtró por las rendijas.El tiempo se detuvo. Elio se congeló, su cuerpo tenso como una cuerda de violín a punto de romperse. Cristina sintió una oleada de alivio mezclada con un terror punzante: no quería que su hijo presenciara la ruina en la que se había convertido su matrimonio.Elio se incorporó lentamente, sentándose en el borde de la cama, pero sus ojos permanecieron clavados en Cristina con una intensidad posesiva. Con un gesto brusco de la cabeza, le indicó la puerta.—Contéstale —susurró Elio, con una voz que era una orden disfrazada de sugerencia.Cristina intentó sentarse, acomodándose el cabello revuelto y tratando de alisar su ropa con manos que no dejaban de temblar. El nudo en su garganta era tan inmenso que temía no poder emitir ningún sonido.—Voy, hijo... —La voz de Cristina salió quebrada, traicionándola. Se aclaró la garganta y forzó
Elio la empujó dentro del cuarto y cerró la puerta de un golpe, girando la llave con un chasquido que sonó definitivo. Se volvió hacia ella, con el rostro desencajado.—Escúchame bien, Cris —dijo él, jadeando—. Si crees que te vas a divorciar de mí, si crees que voy a dejar que te vayas con tus papeles y tu libertad a buscar a ese infeliz, estás muy equivocada.—Elio, por favor, cálmate. —Mira lo que estás haciendo —dijo Cristina, tratando de mantener la voz nivelada aunque su corazón latía con pánico—. Estás fuera de control. ¿Podrías soltarme el brazo, me estás dejando marcas.—¡Me importa un bledo las marcas! —rugió él, apretando aún más—. Lo que me duele es que me desprecies. Sé que no quieres darme otra oportunidad, pero yo no voy a firmar nada.—Sé que no quieres darme el divorcio, Elio... pero entiende una cosa: yo ya no te amo. —Cristina lo miró directamente a los ojos, con una verdad tan cruda que Elio sintió que se le desgarraba el pecho—. No queda nada aquí más que resentim
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