5 El cafe de la calle

Salí de casa con las manos aún temblando, pero no por miedo. No esta vez. Era una mezcla extraña de ansiedad, furia contenida y esa pequeña chispa de esperanza que me hacía sentir viva. Adrián y Lucía habían quedado atrás en mi sala, riendo como si fueran los dueños de mi vida, como si yo no fuera más que un accesorio en su historia. Los dejé ahí, saboreando la sopa que preparé como una esclava obediente, y me marché sin mirar atrás.

El aire de la noche me golpeó el rostro cuando crucé la avenida. La ciudad parecía distinta, más ruidosa, más viva. Cada paso me acercaba al café de la calle 8, frente al teatro viejo, ese lugar que en otros tiempos habría pasado de largo sin notar. Pero ahora, cada farola, cada sombra y cada sonido parecían anunciar que algo en mí estaba cambiando.

Al llegar, lo vi.

Sentado en una mesa apartada, en la esquina más discreta del lugar. No necesitaba que nadie me lo señalara: Luciano Rossi no pasaba desapercibido.

Era alto, con hombros anchos y una postura que parecía dominar el espacio sin esfuerzo. El traje oscuro se ceñía a su cuerpo con una elegancia impecable, como si hubiera nacido para vestirlo. El reloj de acero brillaba bajo la tenue luz del café, pero no tanto como sus ojos: fríos, azules, casi grises, que parecían atravesar a cualquiera que osara sostenerles la mirada.

Tenía el rostro cincelado, fuerte, con una mandíbula marcada y una sombra de barba perfectamente recortada. El cabello negro, más oscuro que la medianoche, caía hacia atrás con un orden natural que rozaba lo salvajemente elegante.

Era el tipo de hombre que inspiraba temor y deseo al mismo tiempo. Y yo, al verlo, sentí que las piernas me flaqueaban.

Respiré hondo y caminé hacia él.

Cuando alcancé la mesa, alzó la mirada y nuestros ojos se encontraron.

—Sofía —dijo, pronunciando mi nombre como si lo degustara. Su acento italiano arrastró las sílabas, haciéndolas sonar más profundas, más íntimas de lo que deberían.

Me quedé de pie un segundo, perdida, hasta que hizo un gesto con la mano, invitándome a sentarme.

—Gracias por venir —añadió.

Me senté frente a él, intentando mantener la compostura. El corazón me latía tan fuerte que temía que pudiera escucharlo.

—No sé por qué estoy aquí —confesé en voz baja, apenas audible.

Una ligera sonrisa apareció en sus labios, aunque sus ojos seguían tan serios como al inicio.

—Claro que lo sabes. —Su voz era grave, pausada, como si cada palabra estuviera calculada para entrar bajo la piel—. Estás aquí porque confías más en un desconocido que en las dos personas que más deberían haberte cuidado.

Sus palabras me atravesaron como un bisturí.

—Yo… —parpadeé, bajando la mirada a la taza de café que un camarero acababa de dejar frente a mí. Mis manos se aferraron al borde como si fuera un salvavidas—. No confío en nadie.

—Me llamaste —respondió él, con la calma de quien no necesita levantar la voz para tener razón—. Eso es confianza.

Lo miré de nuevo y sentí un escalofrío recorrerme. No era solo por lo que decía, sino por cómo lo decía, como si pudiera leerme sin que yo abriera la boca.

—No sé qué espera de mí —murmuré.

Luciano entrelazó las manos sobre la mesa, inclinándose ligeramente hacia adelante. El gesto fue tan sutil, pero tan poderoso, que sentí que el aire se tensaba entre nosotros.

—No espero nada, Sofía. —Sus ojos se clavaron en los míos, firmes, intensos—. Pero quiero darte algo que nunca tuviste: alguien de tu lado.

Me mordí el labio, conteniendo las lágrimas. No quería llorar frente a él, no quería mostrarme débil, pero su voz era como un ancla lanzada en medio de mi naufragio.

—Ellos… —mi voz se quebró—, Adrián y Lucía… me usaron. Todo era una apuesta. Y yo lo di todo, lo sacrifiqué todo… para nada.

Él no me interrumpió. No me miraba con lástima, sino con una atención tan aguda que me hacía sentir expuesta y comprendida al mismo tiempo.

—Me arrastré por Adrián durante años —continué, con las lágrimas resbalando por mis mejillas—. Cambié de casa para estar más cerca de él, me desviví para cuidarlo, para complacerlo. Y él… —mi voz se quebró en un sollozo—, él nunca me amó. Ni un segundo.

Luciano no apartó la mirada. Me dejó vaciar el veneno que llevaba dentro, y cuando por fin me quedé en silencio, temblando, habló.

—Ellos creen que ganaron. —Su voz fue un murmullo firme, como el filo de un cuchillo deslizándose sobre seda—. Pero el juego apenas comienza, Sofía.

Me estremecí.

—¿Qué… qué quiere decir?

Él apoyó los codos sobre la mesa, acercándose aún más. Su mirada era un océano frío, pero en su profundidad había algo más: fuego contenido.

—Lo que te hicieron no se olvida. No se perdona. Se paga. Y yo puedo enseñarte cómo.

Un silencio espeso se instaló entre nosotros. Afuera, la ciudad seguía su curso, autos pasando, gente riendo, luces brillando. Pero ahí dentro, en esa mesa apartada, parecía que solo existíamos él y yo.

—¿Por qué me ayudaría? —pregunté, apenas respirando.

Una sonrisa leve curvó sus labios, peligrosa, enigmática.

—Porque vi en ti algo que me interesa. —Sus palabras cayeron lentas, cada una con un peso que me estremeció—. Fuiste traicionada, rota… pero no derrotada. Y quiero ver hasta dónde puedes llegar cuando dejes de arrastrarte y empieces a levantarte.

El corazón me golpeó el pecho. Había algo aterrador en su interés, pero también había algo que me encendía por dentro, como si sus palabras encajaran en un vacío que llevaba años gritando.

Luciano se reclinó en la silla, sin dejar de mirarme.

—Llámame cuando estés lista. Para hablar. Para actuar. Para lo que sea. —Su voz bajó, grave, casi un susurro—. Desde ahora, Sofía, ya no estás sola.

No supe qué responder.

Solo asentí, con el corazón palpitando como si quisiera escapar de mi pecho.

Por primera vez en mucho tiempo, me sentí vista. No como la sombra de Adrián, ni como el juguete de Lucía. Sino como Sofía.

Y lo peor de todo… es que parte de mí ya deseaba ver hasta dónde me llevaría ese hombre.

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