Cerré la puerta de mi apartamento y me dejé caer sobre el sofá, respirando hondo. La rabia, el dolor y la humillación que Adrián y Lucía me habían infligido se mezclaban con algo nuevo: determinación. Ya no era la Sofía ingenua, que corría tras ellos y justificaba cada gesto, cada manipulación, cada mentira. Ya no.
Mis manos temblaban mientras sacaba la tarjeta de Luciano del bolsillo. Ver su nombre, leer el número que él me había dado con esa voz pausada y profunda, me recordaba que no estaba sola. Había alguien que no me veía como un accesorio, como un simple objeto de su diversión, sino como alguien digno de atención, alguien con fuerza.
Llamé. Su voz profunda me envolvió de inmediato, con ese acento italiano que hacía que cada palabra pareciera un mandato y una promesa al mismo tiempo.
—Sofía… te esperaba —dijo, y en ese instante sentí que su presencia atravesaba el teléfono.
—Necesito… necesito que me ayudes —confesé, mi voz apenas un susurro—. Quiero exponerlos, quiero que Adriá