El día amaneció gris pero mi cabeza era otra cosa. No era la niebla del recuerdo ni el temblor de la culpa; era un frío metódico que me obligaba a pensar en pasos, en orden, en tiempo. Había dormido con la carpeta al lado de la cama, como quien duerme con un arma cargada: cerca y sin tocarla, pero lista para usar. Me vestí con cuidado, como quien prepara una armadura. Nada de colores chillones, nada de gestos que delataran una guerra en curso. La discreción sería mi primer escudo.
Llegué a la oficina y respiré hondo. Pasé por el pasillo con pasos medidos. Lucía, impecable como siempre, me miró con esa sonrisa mueca que ya conocía; me devolví la mirada con una neutralidad férrea. No iba a regalarle nada. No hoy.
Mi primer movimiento fue pequeño, intencional. Hice una cita con Diego, el contador, a las nueve y media. No quería que la reunión fuera notarizada ni dramática; quería una conversación privada entre dos profesionales. Diego era meticuloso, distante con todos, pero siempre ju