Volví a casa con las manos heladas y la sensación de que, si no hacía algo, todo se derrumbaría como un castillo de naipes. Cerré la puerta y me apoyé contra la madera un segundo, respirando hondo. Había una calma rara en mí: la calma de quien decide que ya no va a llorar sin pelear.
Encendí la laptop y abrí el navegador. No iba a husmear por pena; iba a buscar pruebas. No era curiosidad morbosa, era estrategia. Si quería derribar la farsa, necesitaba pruebas concretas: fechas, horas, montos, voces. Lo demás eran sentimientos. Yo iba a mostrar hechos.
Comencé por lo obvio: el perfil de Lucía. Fotografías, ubicaciones, horarios. Cada imagen que bajaba la guardaba con un nombre cuidadoso: “PLAYA_12JUN_1604_LUCIA.jpg”, “ROOFTOP_28JUL_2302_LUCIA.jpg”. Miraba los detalles como quien examina una escena del crimen: un reloj plateado asomando en la muñeca de una sombra masculina, el reflejo de una chaqueta con un corte que reconocía, el patrón de una camisa que solo Adrián usaría. No me guiab