Salí del café con el pulso desbocado, como si acabara de correr una maratón sin moverme de la mesa. El aire nocturno me recibió con un frío que me atravesó los huesos, pero no me calmó. Al contrario: cada palabra de Luciano seguía vibrando en mi piel como un eco imposible de apagar.
“Ya no estás sola.”
Esa frase era una daga y un abrazo al mismo tiempo.
Caminé sin rumbo fijo, con la vista nublada por las lágrimas que aún no terminaban de secarse en mis mejillas. Me preguntaba qué había hecho al confiar en él, un hombre del que apenas sabía el nombre, un extranjero que se había cruzado en mi vida como una sombra elegante, peligrosa. Pero también sabía que no me había mentido: me había escuchado de verdad, y eso, después de todo lo que viví con Adrián y Lucía, era un regalo tan extraño que dolía.
La imagen de ellos riendo en mi sala volvió a mi mente. El sonido de sus carcajadas, como si el mundo les perteneciera, como si mi sufrimiento fuera un chiste privado, me hizo apretar los puños