Luciano no pareció conforme con mi respuesta. Dejó la taza sobre la mesa y se inclinó un poco hacia mí, acortando la distancia.
—¿Y eso fue todo? —preguntó, con voz suave pero cargada de una firmeza que me hacía sentir desnuda ante él.
Mi respiración se volvió irregular. Sentía su mirada recorrer mi rostro, hasta detenerse en mis labios.
Cuando su mirada se clavó en mis labios, todo volvió: la noche anterior, la cercanía sofocante, esa mirada casi depredadora y el deseo brutal que me recorrió cuando estuvo a punto de besarme. Sentí de nuevo el calor de su aliento, la promesa contenida en ese gesto que no llegó a consumarse.
Antes de que pudiera formular la excusa para ocultar la verdad del golpe —antes de que él dijera palabra sobre mi labio lastimado, pues ya lo había visto—, tomé la taza que me había preparado y bebí. El café me quemó la lengua por un instante y el amargo inundó mi paladar; fue como si el sabor despertara todas las sensaciones contenidas. Noté las mejillas arder y e