La conciencia volvió a Sofía en retazos: una luz blanca que dolía, el zumbido lejano de máquinas, y el extraño sabor metálico que se pegaba a su lengua. Su cuerpo protestaba con cada latido; el ruido de la ciudad parecía muy lejos, como si otra vida latiera más allá de un cristal grueso. Parpadeó. Todo estaba borroso, pero había una figura a su lado, una silueta que se recortaba contra la ventana, alta y firme como un faro en la tormenta.
Sin pensarlo, con el corazón encogido por la esperanza, Sofía murmuró: —Adrián… La silueta se volvió hacia ella. Por un segundo su mente febril creyó ver el rostro que conocía —el rostro que la traicionó— inclinado con preocupación. El impulso de buscar consuelo fue casi físico. Las lágrimas acudieron a sus ojos antes de que la razón interviniera. La voz que respondió no era la de Adrián. Era más grave, más medida, con un matiz extraño que hizo vibrar algo en sus entrañas. —¿Adrián? —repitió el hombre, con evidente desconcierto—. ¿Quién es Adrián? ¿Es un familiar? Sofía se quedó helada. La confusión nubló su boca y la memoria chocó en ella como olas contra un acantilado: las risas en el restaurante, la frase que la había atravesado como un puñal, la imagen de Lucía entre los brazos de Adrián; el anillo perdido; la carrera impulsiva que la había llevado a cruzar sin mirar. Todo acudió y la derrumbó. Sus manos temblaron. “No —quería decir— no es un familiar, es mi prometido”, pero la voz se le quedó atascada en la garganta, dura como un nudo. El hombre se acercó un paso calmado, muy distinto al caos que ella sentía dentro. Era algo imponente, pero sin aspavientos: alto, hombros anchos que se marcaban bajo la tela de un traje oscuro impecable; la cintura estilizada que le daba una figura de estatua; la piel clara que contrastaba con ese cabello negro, peinado para la perfección. Su rostro, afilado, mostraba una mandíbula marcada y una barba incipiente bien cuidada. Y, sobre todo, unos ojos… unos ojos grises que no eran fríos tanto como clínicos, que todo lo observaban con claridad y sin juicio. Tenía un acento que Sofía no pudo identificar de inmediato, un ritmo en la pronunciación que le daba un aire extranjero y elegante. Cuando habló de nuevo, cada palabra parecía medida, sostenida por un timbre profundo y sereno. —No me contesta —dijo él—. ¿Quieres que llame a alguien? ¿Hay un teléfono? ¿Alguien que deba saber que estás aquí? Sofía sintió la rabia subir, amarga y caliente. Pensó en Adrián: ¿cómo no estaba él ahí? ¿Por qué no estaba entre los que se arremolinaron, los que consolaron? El hombre a su lado, ese desconocido vestido como si perteneciera a otra vida, le ofrecía lo que su prometido no: atención inmediata, una disposición fría pero real a auxiliarla. Con voz quebrada, más dirigida a sí misma que a su acompañante, alcanzó a decir entre sollozos: —No… no es mi familia. La mano de él se posó sobre la baranda de la cama, sin tocarla directamente, como quien respeta el espacio de quien sufre. —Entonces dime el nombre de alguien —insistió con suavidad—. Yo llamo. No hay por qué estar sola ahora. Por un momento, Sofía miró sus propias manos; estaban vendadas, sueltas en la manta blanca. Recordó la imagen de Lucía riendo, la forma en que Adrián la había señalado con una sonrisa de vencedor. Todo aquello le ardía dentro del pecho con verguenza y rabia. ¿Cómo se atrevieron a tratarla así? Las lágrimas empezaron a correr sin filtro. No eran ya solo por el dolor físico, sino por la humillación, por la traición de aquellos que ella había amado y en quien había confiado. La voluntad de entender se rompía como vidrio. El hombre la observó sin prisa, dándole tiempo a afirmar cada palabra. Había en su mirada algo que no era lástima fácil; era un interés profundo, como si escuchara a alguien desvelando el mapa de su propia desgracia. —No —sollozó ella—. No quiero que nadie venga. Nadie debe verme así. Ellos saben… ellos vieron todo. Me humillaron. Se tensó y, como un torrente, comenzó a desahogarse: las frases vinieron atropelladas, sin orden, pero todas dirigidas a ese desconocido que la sostenía con la mirada. —Ella… ella es mi mejor amiga. Siempre estuvo conmigo. Creí en ella. Lucía… ella sonrió y dijo que me defendía, pero se puso entre él y yo, se rió con ellos. Dijeron que mi relación fue una apuesta… que solo fue un juego para ver cuánto tiempo me tendrían. Seis años… seis años de mi vida. —El aire se le cortó— ¿Cómo no me di cuenta? ¿Desde cuándo… desde cuándo tuvieron algo? ¿Desde cuándo me usaron? Las palabras ardían como fuego en su boca. El silencio que siguió fue pesado. El hombre escuchaba todo sin interrumpir, como si las confesiones de una extraña fueran un espejo que le devolvía algo que no esperaba. Sofía, desnuda de máscara y orgullo, dejó salir todo: las conversaciones que ahora le parecían sospechosas, los mensajes, las excusas, las pequeñas señales que antes justificó. Se golpeaba el pecho en un intento de que el dolor físico rivalizara con el del alma. Cuando por fin agotó las lágrimas, sintió que la voz del desconocido asomaba de nuevo. —Tienes derecho a llorar —dijo con un tono calmo—. Tienes derecho a sentirte traicionada. Pero ahora estás viva. Eso importa. Sofía alzó la mirada. Había en aquella frase una sencillez que la hizo sentir extrañamente sostenida. La presencia del hombre, lejos de resultar acosadora, tenía una contención casi profesional: nadie le ofrecía soluciones, solo una escucha que la dejaba desahogarse. —¿Por qué me ayudó? —preguntó ella, todavía con la voz rota—. ¿Por qué se quedó? El hombre esbozó una media sonrisa, y su acento se dejó oír con claridad en esa respuesta. Cada vocal llegaba con un timbre que sonaba lejano, como del otro lado del mar. —No te conozco —dijo—. No sé quién es tu prometido ni qué juego jugaron. Te vi en la calle y me acerqué. No me gustó la manera en que te alejaste del mundo. No me gusta ver a alguien romperse en silencio. Era una respuesta extraña, desconcertante por su sinceridad. Sofía buscó en su ropa algún gesto que delatara una razón más práctica: ¿un teléfono, un reloj que indicara pertenencia? Pero él no parecía pertenecer a su entorno. Parecía —según su instinto febril— una figura salida de otro tiempo, de otro poder. —¿Cómo se llama? —preguntó ella, con la lucidez volviendo en escalones—. —Luciano Rossi —respondió él, con las erres suaves de su acento. La combinación del nombre y la entonación le dio a todo una sensación distinta, como si fuera alguien que pertenecía a historias que Sofía solo había leído en novelas—. ¿Te molesta si me quedo hasta que estés mejor? Ella titubeó. Parte de su orgullo quería rechazarlo, gritar que no necesitaba nada ni nadie. Otra parte, la más herida, buscaba desesperadamente un abrazo que la sacara de la helada soledad. —No me quedare sola —susurró finalmente—. gracias. Luciano asintió con serenidad. No era una promesa grandilocuente; era un acuerdo sencillo. En su mano sacó una tarjeta —negra, sobria— y se la apoyó en la cobija sin dramatismo. No hizo una escena. No declaró un destino. Pero su mirada se clavó en la de ella con una mezcla de firmeza y extraña ternura. —Cuando quieras hablar —dijo—, si quieres que alguien te escuche o si quieres que alguien te ayude a desquitarte de quienes te hicieron daño —su voz se tensó apenas en la última palabra—, llámame. No eres una causa perdida. Y... —hizo una pausa suave—. Si necesitas venganza o solo alguien que te escuche a las tres de la mañana, me llamas. Iré. No me gusta ver a la gente romperse. Sofía tomó la tarjeta con manos temblorosas. El papel era frío, pero la promesa detrás de aquellas palabras era más cálida que cualquier abrazo que hubiera recibido esa noche. Mientras la enfermera entraba para revisar su suero, Luciano se irguió, listo para marcharse. Antes de salir, inclinó apenas la cabeza, como quien deja una última puerta entreabierta. —Descansa, Sofía. No estás sola —murmuró—. Y cuando estés lista, hablamos. Ella le devolvió la mirada, sentada entre sábanas blancas, la rabia aún latente y una duda nueva germinando en su pecho: quién era realmente ese hombre que apareció en la noche para recoger sus restos y devolverle, por primera vez, algo que no era humillación: una atención susurrada, peligrosa y extrañamente protectora. El sonido de la puerta al cerrarse fue un eco que la dejó con la tarjeta en la mano y una pregunta que rebotaba en su cabeza: ¿quién era Luciano Rossi y por qué su voz le había parecido, en un instante, la única certeza del mundo?