La camisa cayó al suelo con un susurro irrelevante.
Luciano me inclinó ligeramente hacia atrás, sobre el borde del sofá, y en lugar de besar mis labios, comenzó un descenso lento y ardiente por la curva de mi cuello, mi clavícula y más abajo. Cada contacto de su boca era un fuego que se extendía.
Yo arqueaba mi espalda hacia él, buscando más, gimiendo su nombre.
—Luciano... por favor...
Él alzó la cabeza y me miró desde abajo, sus ojos oscuros como el café sin azúcar, llenos de intención.
—La prisa es de novatos, Cara —murmuró, su aliento caliente—. Quiero que recuerdes cada segundo de cómo esto empieza. Quiero que lo sientas quemar lento.
Y luego, su mano se movió desde mi espalda baja, ejerciendo una presión firme que me hizo pegar mi cadera contra el bulto duro que ya no podía ignorar. El contacto me hizo gritar su nombre, pero él ahogó el sonido con un beso profundo y dominante, reclamando su respuesta.
El beso era una toma de posesión, un vórtice que me absorbía por completo. Luc