Mundo ficciónIniciar sesiónCuando el amor se convierte en traición, la muerte es solo el principio. Victoria Santibáñez lo tenía todo: un esposo poderoso, una posición envidiable en la alta sociedad mexicana, y la promesa de un futuro perfecto. Pero cinco años sin poder darle un heredero a Gabriel Santibáñez, magnate inmobiliario de Monterrey, convirtieron su matrimonio en una pesadilla de humillaciones, tratamientos fallidos y desprecio silencioso. La noche que descubrió la traición, no era solo una infidelidad. Era un complot. Gabriel e Isabela, su mejor amiga, habían planeado todo: el embarazo secreto, el "accidente" automovilístico, la muerte fingida que le daría a Gabriel la libertad para casarse con su amante y reclamar al heredero que Victoria nunca pudo darle. Pero Victoria sobrevivió. Ahora, tres meses después, regresa transformada. Nuevo rostro, nueva identidad, nuevo propósito: destruir a quienes la traicionaron. Se infiltra en la empresa Santibáñez como Valeria Montés, arquitecta brillante que seduce con su talento... y su misterio. Gabriel no puede quitarle los ojos de encima. Isabela sospecha. Y Victoria juega un juego peligroso donde cada movimiento la acerca más a la verdad... y al hombre que intentó matarla. Porque la venganza no se sirve fría. Se sirve ardiendo, lenta, y con cada secreto expuesto.
Leer másEl agua helada cubría el cuello de Victoria cuando escuchó a su esposo decirle por teléfono: "Ya está hecho, cariño. Para mañana seré viudo."
El líquido seguía subiendo. Centímetro a centímetro. La camioneta se hundía en el lago de Chipinque con una lentitud obscena, como si la muerte quisiera saborear cada segundo de su agonía. Victoria intentó gritar, pero la mordaza convertía su voz en un gemido ahogado que se perdía en la oscuridad del habitáculo.
Sus muñecas ardían donde las cuerdas cortaban la piel. Había intentado liberarse durante los últimos diez minutos, retorciéndose, jalando, rogándole a un Dios en el que ya no creía. Nada. Las ataduras eran profesionales. Alguien sabía lo que hacía.
Gabriel sabía lo que hacía.
El agua llegó a su barbilla. Fría como cuchillos. Victoria alzó el rostro hacia el techo de la camioneta, buscando los últimos centímetros de aire. Sus pulmones se comprimían. El pánico era un animal salvaje desgarrándole el pecho.
Veinte minutos atrás.
El flash de memoria la golpeó con violencia. La sala de la mansión. Gabriel sirviéndole una copa de vino. "Por nosotros, Victoria. Por cinco años juntos." Ella bebiendo, agradecida por el gesto inusual. El sabor metálico al final. Sus piernas cediendo. Gabriel atrapándola antes de que cayera, susurrando: "Shh. Será rápido."
Mentiroso.
Nada de esto era rápido.
El agua cubrió su boca. Victoria contuvo la respiración, ojos muy abiertos en la penumbra del lago. A través del parabrisas agrietado veía las luces distantes de Monterrey, la ciudad donde había sido esposa, donde había sonreído en fiestas de la alta sociedad regiomontana mientras por dentro se desmoronaba.
Cinco años.
Cinco años intentando darle un heredero a Gabriel Santibáñez. Cinco años de tratamientos de fertilidad que nunca funcionaban. Cinco años escuchando a Evangelina, su suegra, preguntar con veneno en cada palabra: "¿Todavía nada, Victoria? Qué lástima. Los Santibáñez siempre hemos sido fértiles."
Cinco años de sentirse defectuosa. Rota. Insuficiente.
Y ahora entendía por qué ningún tratamiento funcionó.
Porque Gabriel nunca quiso que funcionaran.
El teléfono.
Esa tarde, mientras Gabriel se duchaba, su celular vibró sobre la cama. Victoria lo tomó sin pensar, creyendo que era una llamada de trabajo. La pantalla mostró un mensaje.
Isabela: "¿Ya le dijiste? No puedo seguir ocultando la panza. Tengo cuatro meses."
Victoria lo leyó tres veces. Cuatro veces. El mundo se inclinó en su eje.
Abrió el chat completo.
Gabriel: "Pronto, amor. Necesito tiempo para el accidente."
Isabela: "El bebé será Santibáñez. Como planeamos."
Gabriel: "Como planeamos desde el principio. Victoria fue solo un paréntesis."
Isabela. Su mejor amiga desde la universidad. La mujer que sostuvo su mano en cada consulta médica. La que lloró con ella cada vez que llegaba su período. La que le decía: "No te rindas, Vicky. Tu bebé llegará."
Perra.
Mentirosa.
Traidora.
El agua cubrió la nariz de Victoria. Sus pulmones ardían. El instinto de inhalar era abrumador, un mandato biológico que gritaba en cada célula de su cuerpo. Pero inhalar significaba agua. Agua significaba muerte.
No.
Algo se rompió dentro de Victoria. No era resignación. Era lo opuesto.
Furia.
Furia pura, destilada, hirviente. Gabriel creía que había ganado. Isabela creería que había ganado. Los Santibáñez celebrarían su muerte con lágrimas falsas y cobrarían el seguro de vida. Dos millones de dólares. Una fortuna.
No les daré ese placer.
Con un rugido ahogado, Victoria comenzó a patear el parabrisas. El vidrio ya estaba agrietado por el impacto contra el agua. Una vez. Dos veces. Sus piernas no tenían fuerza. Tres veces. Cuatro.
Crack.
Una fisura se extendió como telaraña.
Victoria pateó de nuevo, ignorando el dolor que explotaba en su tobillo. El vidrio cedió parcialmente. El agua entró como avalancha, llenando el habitáculo en segundos.
Pero eso también era libertad.
Victoria se impulsó hacia adelante, retorciendo su cuerpo a través de la abertura del parabrisas. El vidrio roto cortaba su piel. Sentía la sangre tibía mezclándose con el agua helada. No importaba. Nada importaba excepto la superficie.
Nadó. Con las manos atadas a la espalda, nadó usando solo las piernas, como un delfín herido. Sus pulmones eran fuego. La oscuridad del lago la desorientaba. ¿Arriba? ¿Abajo?
Entonces vio la luna.
Un disco plateado brillando a través del agua. La superficie.
Victoria pateó con desesperación. Una vez. Dos veces. El agua resistía, espesa como aceite. Sus pulmones se vaciaban. Su visión se llenaba de manchas negras.
Casi.
Casi.
Casi.
Su cabeza rompió la superficie.
Victoria inhaló con un jadeo que era medio grito, medio sollozo. Aire. Dulce, glorioso, imposible aire. Tosió agua, escupió, lloró, respiró. Las estrellas giraban sobre ella. Nunca se habían visto tan hermosas.
Nadó hacia la orilla, torpe, dolorosa. Cada brazada era una agonía. Cuando sus pies tocaron fondo, se arrastró sobre las rocas como animal herido, temblando tan violentamente que sus dientes castañeaban.
Rodó sobre su espalda, mirando el cielo. La Silla de Monterrey se recortaba contra las estrellas. La ciudad brillaba a lo lejos, ajena a su muerte. O a su supervivencia.
Sobreviví.
La realización la golpeó como un puño. Gabriel la había querido muerta. Había planeado su asesinato con la misma frialdad con que planeaba sus proyectos inmobiliarios. Y ella había sobrevivido.
Victoria se incorporó lentamente. Sus manos seguían atadas. Buscó una roca con filo y comenzó a frotar las cuerdas contra ella. Cinco minutos. Diez. Finalmente cedieron.
Se masajeó las muñecas sangrantes, observando la mansión de los Santibáñez en lo alto de la colina. Las ventanas estaban iluminadas. Probablemente Gabriel ya estaba llamando a la policía, reportando el "accidente" de su esposa. Lágrimas de cocodrilo listas para las cámaras.
Victoria se puso de pie. Su vestido de coctel—el azul que Gabriel le había regalado en su último aniversario—estaba desgarrado y empapado. Sus tacones habían desaparecido en el lago. Estaba descalza, sangrada, congelada.
Y viva.
Comenzó a caminar hacia el bosque, alejándose de la carretera. No podía ir a su casa. No podía ir con su familia. Gabriel tenía recursos infinitos. La encontraría. Esta vez se aseguraría de que no hubiera error.
Necesitaba desaparecer.
Los árboles la tragaron. Victoria se adentró en la oscuridad del bosque de Chipinque, abrazándose a sí misma. Cada paso era agonía. Sus pies descalzos sangraban sobre las piedras y ramas.
Entonces escuchó las voces.
"—tiene que estar por aquí. El jefe dijo que se aseguraran."
"—si sobrevivió al agua, no llegará lejos. Está débil. Congelada."
Victoria se congeló. Hombres. Buscándola. ¿Guardias de seguridad de Gabriel? ¿Sicarios?
Vio las linternas moviéndose entre los árboles, acercándose a su posición.
Se lanzó detrás del tronco más cercano, presionando su cuerpo contra la corteza. Su corazón latía tan fuerte que estaba segura de que podían escucharlo.
Las luces se acercaban. Voces masculinas, profesionales, tranquilas. Hombres acostumbrados a este tipo de trabajo.
"—hay rastro. Pisadas. Sangre."
"—no puede haber ido lejos."
Una linterna barrió el área donde Victoria se escondía. La luz se detuvo. Tan cerca. Tan peligrosamente cerca.
Victoria contuvo la respiración. Cerró los ojos, como si eso pudiera hacerla invisible.
La luz avanzó un centímetro. Dos centímetros.
Se detuvo a milímetros de su rostro.
Una voz masculina dijo: "Aquí hay sangre fresca. No fue tan lejos."
No hubo negación posible cuando Gabriel deslizó esa fotografía sobre la mesa. El juego había terminado.El silencio en el Restaurante Pangea era tan absoluto que Valeria podía escuchar el latido de su propio corazón, un tambor fúnebre marcando los segundos que la separaban de algún abismo cuya profundidad aún no podía medir. Las conversaciones en las mesas cercanas continuaban en un murmullo distante, ajenas al momento en que una vida se desmoronaba como un castillo de naipes bajo el viento.Valeria miraba la fotografía comparativa que descansaba entre ellos como una sentencia de muerte escrita en tinta y algoritmos. Victoria a la izquierda, con el cabello rubio brillando bajo el sol universita
Gabriel no amenazaba. Gabriel invitaba. Y esas invitaciones eran órdenes disfrazadas de cortesía.El email había llegado a las diez de la mañana, mientras Valeria permanecía escondida en el penthouse de Alejandro, incapaz de forzar sus piernas a llevarla de regreso a Torre Santibáñez después de dos días de ausencia que se sentían como años condensados en horas. La pantalla de su laptop brillaba con el mensaje que contenía solo tres líneas, pero cada palabra pesaba como plomo derretido sobre su pecho."Cena esta noche. 8 PM. Restaurante Pangea. No es opcional."Sin firma. Sin cortesías. Sin la pretens
Gabriel Montemayor había matado antes, y las muertas siempre se parecían a mí.La noche había caído sobre Monterrey como un manto oscuro salpicado de luces que parpadeaban como estrellas caídas atrapadas en el concreto y el cristal. En el penthouse de Alejandro, las cortinas permanecían abiertas para revelar la ciudad entera extendiéndose bajo ellos como un tablero de ajedrez donde las piezas se movían sin saber que estaban siendo jugadas. Valeria estaba sentada en el suelo de la sala, rodeada de unos documentos que Alejandro había ido imprimiendo durante las últimas seis horas, formando un círculo alrededor de ella como una evidencia acusadora gritando unas verdades que su mente apenas podía procesar.
El hospital privado San José olía a antiséptico y secretos, y los secretos siempre tenían precio.La sala de espera del tercer piso era un estudio en lujo discreto: unos sillones de cuero color crema, unas revistas de arquitectura y finanzas acomodadas con precisión geométrica sobre mesas de cristal, una iluminación suave que pretendía ser reconfortante pero solo lograba proyectar sombras inquietantes en los rincones. Las ventanas mostraban una vista panorámica de San Pedro Garza García, donde el sol de media mañana hacía brillar los rascacielos como los dientes de un tiburón.Gabriel caminaba de un extremo al otro de la sala con unos pasos que devoraban el espacio como un animal
Valeria entró a Torre Santibáñez a las siete de la mañana sabiendo que no saldría ilesa.El lobby estaba desierto a esa hora temprana, iluminado solo por las luces de emergencia que proyectaban sombras alargadas contra el mármol pulido. Sus tacones resonaban con cada paso como una sentencia siendo pronunciada letra por letra. El guardia de seguridad la saludó con un gesto que parecía más una disculpa que una cortesía, como si supiera algo que ella no sabía, como si ya hubiera visto este tipo de escenas antes y conociera exactamente cómo terminarían.El elevador subió los cuarenta y cinco pisos con una lentitud tortuosa. Valeria observó su reflejo en las puertas met&a
Gabriel Santibáñez no era un hombre que tolerara ser ignorado, y las cuarenta y siete llamadas sin respuesta eran solo el comienzo de su obsesión.La oficina en el piso cuarenta y cinco de Torre Santibáñez parecía un campo de batalla después de la tormenta. El escritorio de caoba italiana yacía volcado, con papeles esparcidos por el suelo como hojas muertas después de un huracán. La botella de whisky Macallan de treinta años se había estrellado contra el ventanal, dejando una telaraña de grietas en el cristal que distorsionaba la vista de Monterrey dormida bajo la madrugada. El reloj en la pared marcaba las tres de la mañana con su tic-tac implacable, y cada segundo alimentaba la rabia que consumía a Gabriel desde adentro.Sus nudillos sangraban donde los había estrellado contra la pared. El dolor era distante, irrelevante, una molestia menor comparada con la furia que hervía en sus venas como ácido corrosivo. Se paseaba de un lado a otro de la oficina destrozada como un animal enjaul
Último capítulo