4 la llamada

El timbre sonó con una insistencia que me heló la sangre. Por un momento, pensé en no abrir. Quería que el mundo entero se borrara, que nadie me recordara la pesadilla en la que estaba atrapada. Pero las campanadas fueron tan persistentes que al final cedí.

Respiré hondo, me sequé las manos en la bata del hospital que aún llevaba como recuerdo de los días más oscuros de mi vida, y giré el picaporte.

Ahí estaban.

Adrián y Lucía. Juntos. Como en las fotos, como en los recuerdos que me torturaban cada vez que cerraba los ojos.

Adrián, imponente, con esa mirada altiva que me había hecho temblar de amor tantas veces, y Lucía colgada de su brazo, con una delicadeza teatral, como si le perteneciera desde siempre. Y, en el fondo, quizás era así.

—Por fin —soltó Adrián, sin siquiera saludarme—. ¿Dónde estabas, Sofía? Dos días desaparecida. Por tu irresponsabilidad, Lucía tuvo que cubrirte en el trabajo y terminó lastimándose la mano.

Me quedé en silencio. No me preguntó si estaba bien, si algo me había pasado, si había sobrevivido a una noche en la que casi muero. No. Solo reproches, como siempre.

Tragué saliva y no respondí.

—No solo soy tu prometido —continuó, con voz fría—. También soy tu jefe. Y no voy a tolerar estos berrinches.

Lucía fingió un suspiro cargado de dulzura.

—Adri, no seas tan duro con Sofi… —su voz acarició el aire como una melodía venenosa. Acomodó su cabeza en su hombro y me lanzó esa mirada de falsa compasión que tantas veces confundí con ternura—. Lo que me pasó fue culpa mía. Tú sabes lo torpe que soy.

Luego bajó los ojos, como una mártir resignada, y me miró de reojo. Fue suficiente para entender lo que en realidad decía: “míranos, Sofi, siempre fuimos nosotros”.

Adrián le acarició la mano con una sonrisa.

—Aun así, no debería haber pasado. ¿Todavía te duele?

Ella sonrió como si el dolor fuera una excusa perfecta para tener su atención.

—Un poco… pero contigo cuidándome, seguro pronto se me pasa.

Las risas de ambos llenaron el silencio de mi sala, un silencio que me ahogaba como un veneno espeso.

Yo no existía ahí.

Y lo peor era que, después de todo, había sido yo quien abrió la puerta de mi vida, de mi casa, de mi alma, para que se instalaran como dueños.

Me tragué la rabia, y en lugar de gritar, di media vuelta. Adrián me observó con una ceja arqueada.

—Por fin parece que estás madurando —comentó con un dejo de burla en la voz—. Haces las cosas sin quejarte.

Me dolió más que cualquier golpe. Porque, para él, mi silencio no era señal de fortaleza, sino de obediencia. Y eso era lo único que esperaba de mí: que callara, que sirviera, que me doblegara.

Escuché cómo se dejaban caer en el sofá, sus risas mezclándose con el crujido del cuero. Adrián preguntaba de nuevo, con ternura, si aún le dolía la mano. Lucía respondía con esa voz melosa que lo hacía sonreír, esa que tantas veces me ridiculizó como “insegura y celosa”.

Cada palabra era un clavo hundiéndose en mi piel.

Me refugié en la cocina.

El eco de sus risas me seguía, pero allí, entre las paredes blancas y el silencio del refrigerador, encontré la distancia suficiente para respirar. Tomé una olla, encendí el fuego, y comencé a cortar verduras con una calma que no sentía. Mis manos temblaban, no por miedo, sino por la furia contenida.

Ellos pensaban que me habían vencido. Que mi silencio era rendición. Pero no.

Era el inicio de mi venganza.

Mientras el agua comenzaba a hervir, saqué de mi bolsillo la tarjeta que había guardado como un tesoro prohibido. El nombre grabado en tinta negra me atravesó como una chispa de fuego: Luciano Rossi.

El hombre que me miró aquella noche, en la habitación de hospital, no como una víctima, no como una tonta traicionada, sino como una mujer rota que aún podía renacer.

Respiré hondo y marqué el número.

Uno. Dos tonos.

—Pronto, Rossi —contestó su voz, profunda, grave, con ese acento que arrastraba las erres y envolvía cada palabra en misterio.

Mis labios temblaron.

—Soy yo… Sofía.

Guardó silencio, un silencio que me obligó a seguir.

—Necesito ayuda —susurré, con la voz quebrada—. No me queda nadie. Estoy sola. Me usaron, me humillaron… y ahora mismo están aquí, en mi casa, como si yo fuera su sirvienta.

Pude escucharlo inhalar. Su silencio no era indiferencia: era atención. Era como si cada palabra mía quedara grabada en él.

—No estás sola —dijo al fin, con una firmeza que me atravesó el pecho—. Me tienes a mí.

Una lágrima rodó por mi mejilla.

—¿Por qué dice eso? Apenas me conoce…

—Porque sé reconocer el dolor. Y tú estás herida, Sofía. Pero no por mucho tiempo más. —Su voz se volvió tan segura que me aferré a ella como a un ancla—. Me llamaste porque confías en mí. Y no pienso fallarte.

Me cubrí la boca con la mano, intentando silenciar el llanto que me desbordaba.

—Entonces… ¿qué hago?

—Finge normalidad —ordenó, sin levantar la voz, pero con una autoridad imposible de ignorar—. No dejes que sospechen nada. En dos horas, te espero en el café de la calle 8, frente al teatro viejo. ¿Puedes estar ahí?

—Sí —susurré, con un hilo de voz—. Sí, puedo.

—Bien. —Su voz bajó, grave, magnética, como un juramento—. Desde hoy, no estás sola. Recuérdalo.

Colgué con las manos temblorosas.

El hervor de la sopa me devolvió al presente. Revolví el caldo con una calma que no era real, con los ojos aún húmedos y los labios mordidos para contener las palabras.

Aferré la cuchara como si fuera un arma, y me permití una pequeña sonrisa.

Ellos, en mi sala, riendo, creyendo que seguía siendo la misma Sofía sumisa y ciega.

Yo, en la cocina, planeando el inicio de su caída.

Por primera vez en seis años, no me sentía invisible.

Tenía a alguien de mi lado.

Y el juego apenas comenzaba.

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