Para mí, el día pasó como un borrón. Documentos, llamadas, reuniones interminables y esa presión en el pecho que no me abandonó ni un segundo. Revisé cada prueba una y otra vez; quería asegurarme de que mañana nada pudiera fallar. Quería ver sus caras —las de Adrián y Lucía— cuando la verdad cayera sobre ellos como un hierro candente. Que sintieran, aunque fuera por un instante, la misma humillación que ellos celebraron juntos… como si mi dolor hubiese sido un chiste privado.
No los perdonaría. No podía.
Que vinieran mañana, si podían.
Que sintieran la desesperación que me arrancó el aire cuando descubrí que me habían arrebatado a mis bebés.
Dios, cómo los odiaba.
Me di cuenta de que estaba apretando la manta entre mis dedos cuando mi labio tembló. Tragué saliva. Mañana… mañana todo terminaría. O al menos, eso esperaba.
Seguía en el penthouse de Luciano; me refugié allí para evitar verlos antes de tiempo. No podía enfrentar a Lucía acariciándose el vientre con esa paz que no le perten